lunes, 27 de febrero de 2017

De la Pura a Pascua (o una reflexión sobre los ciclos de vida y muerte)

Y la noche siempre llega, fría, cruda, curativa,
umbral y aurora del inminente renacer.
Y siempre, sin falta, comparece el solsticio: Deus Sol Invictus.

En lo hondo del llano, sentado junto a los restos del camión de “columpios” y teniendo por frente la gigantesca noria de la Huerta Zambrana, en años, dejo pasar mi primera Candelaria sin lumbre. Al amparo de la oscuridad, en la Era de la Lechuga, en el llano de Santa María, sobre las ruinas del Corralón y hasta en los quebrados peñones del Mazacote atisbo un rosario de minúsculas lucecitas que se elevan con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que motean de claridad y alteran las sombras de callejas y casonas, remolinos de humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el viento, pequeñísimas almas que se escapan en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclama, una negrura salpicada por miles de estrellas.

En el sosiego de la ausencia, emergen del humo dormido postales borrosas de jornadas que olían a raspadura de limón, harina tostá, canela y matalahúga. En el recuerdo, los inviernos de mi infancia duermen mecidos por una lenta sucesión de aromas a dulces y panes de tradición centenaria.

Con la “Pura” arrancaban los mixtos, un mantecado preñado de la experiencia de la familia, una dulzaina singular que impregnaba de efluvios de anís la calleja del Cotanillo, el altozano de la Cuesta de los Herradores y el viario de la Mestanza. De entre la niebla de la memoria consiguen emerger escenas que dan cobijo a cientos de estrellas dulces, pilas de latas negras y un zagal que pugna por alzar las manos sobre la ancha mesa de pino. Eran también días en los que arrancaban las faenas propias de la candelaria y momentos que animaban las inquietudes de los chiquillos de entonces, dos meses de acarreo, algarradas y tropelías sin límite. El humo eleva estampas borrosas donde los infantes acarrean leña de pino seco arrebatada a las entrañas de la dehesa, noches que llegan pronto y te cogen con el haz de ramón a media Amargura, mañanas frías en la solana de los Turrumbetes en busca del tomillo verde que será la mecha incendiaria;… y trae también imágenes de mucho juego e intrigas infantiles en la penumbra nocturna del Cotanillo, de la Llaná, metido en alguna pelea a pedradas entre barrios por robar unos costeros y, de cuando en cuando, logro apreciar en lo más oculto de mis fantasmas una candelaria calcinada antes de tiempo.

La Candelaria nos acercaba al terruño, nos hacia comulgar con nuestro entorno. Vara a vara, rincón a rincón, codo con codo, entre juegos y peleas, tropezones y risas,… nos hermanaba con la Cueva de la Mona y la Serna, también con el Prao y el Polígono; nos daba a conocer la magia de Las Migaldías y nos impregnaba de los miedos del Pilarejo; nos llevaba en volandas por la Piedra Escurridera y recorríamos palmo a palmo el arroyo de la Zalá;… nos hacía conocedores y dueños de nuestra tierra y la respetábamos. Las últimas ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer, noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por una modernidad que nada quiere saber de raíces,… y se escucha el eco de campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan.

Con los años, aquella noche, la de la Candelaria, se fue alargando y el jolgorio, sin apenas trance, daba paso a obligaciones de la edad. Y así, tras la fiesta de la víspera, la madrugá paría carros y más carros de las rosquillas de San Blas, las de la greña en la tética, que por entonces, como diría mi abuela Pura, eran el mejor remedio para los males de garganta.

Con los primeros balbuceos de la primavera arribaba la sacra semana, un epílogo del ya desmadejado invierno que se descolgaba con la primera luna. Una metáfora resumida en unos pocos versos, una octava real que encierra en sus rimas las constantes del ciclo vital de la tierra, de la rueda de la historia y de la vanidad del hombre. En realidad y desde mi rincón desmemoriado, las recuerdo como un estrambótico bullicio, como un dulce equinoccio preñado de un excepcional repertorio de la mejor repostería casera.

La tahona es ahora fría, mecánica, casi que te da repelús cuando comienza la faena.

No queda ni un ápice de la vieja y eternamente caliente cafetera de porcelana y de sus aromas torrefactos, no permanece siquiera el rincón que ocupaba, a la derecha de la boca del horno, junto a la cazuelilla de las cuchillas de corte y las barberas desbastadas. El ajetreo y el soniquete de la puerta, en su vaivén continuo mientras da paso a la pala, duermen bajo el polvo del olvido, ahora sólo se escucha la sintonía de fondo de Radio3, que suena en un radiocasete destartalado, de un negro manchado por toda la harina de un molino. Ya no es el horno un vientre cálido, ahora es un infierno de armario que cierra herméticamente, un ingenio del demonio que se traga de una tacada cientos de tortas de aceite y canela, miles de magdalenas de huevo y raspadura de limón, anchas sobás de matalahúga y ajonjolí que semejan un lago de aceite de oliva salpicado de una multitud de piquitos de pato, docenas de hiladas de galletas ralladas con vainilla,...

Pero aún nos quedaban aquellas señoras, lebrillo en cadera, armadas de canastas y paños, que apenas despuntaba el día apresuraban sus andares camino del horno en busca de un trajín repostero, casi milenario, que impregnaba las callejas de aromas familiares.

Y nos quedaba, claro, aquel hornazo que cada Domingo de Resurrección, sin falta, llenaba de almuerzos la dehesa del Santo Cristo, y que no era otro confite que una torta de azúcar crujiente a fuerza de empaparse en el agua que soltaba el huevo que la oprimía. Amasada con el mejor aceite de oliva, de ella se elevaban un par de tirillas, a modo de finos tentáculos, que se enlazaban en un estrecho abrazo con la eterna renovación.





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