domingo, 26 de febrero de 2017

La Memoria Despedazada

"...La mole de Joaquinito se desmorona un poquito cada tarde de lluvia..."

La reciente y efímera bonanza económica había elevado considerablemente la altura de las viviendas linderas, mudando las oscuras y viejas cámaras agrícolas en amplias alcobas con suelos de terrazo. Aún así, los primeros hilos de luz del día seguían brincando por encima de caballetes y tejados, saludando prematuramente a la desordenada braña que coronaba el corralón, un recoveco en el corazón del pueblo salpicado de amapoles, malvas y jaramagos. Se trataba de una antigua casona venida a poco, un viejo solar henchido de historias cotidianas que ahora dormían bajo sus escombros, un otero elevado sobre la ruina de sus piedras y los muchos lustros,… el mejor cobijo para las innumerables travesuras de la chiquillería del barrio.

Su irregular solería, de tierra apisonada y casquijos de teja, se alzaba algo más de dos metros sobre la vía principal, donde la escarpada calle Amargura viene a mudar en altozano. Quedaba así el emplazamiento a suficiente resguardo de toda mirada ajena, de tal manera que la chavalería podía evadir juegos y gamberradas del severo control de sus mayores. Era lugar habitual de cría de cachorros callejeros y correrías sin nombre, de candelarias por febrero y lumbres en las gélidas tardes de invierno, de voces a grito pelado y algún beso prematuro, escenario de mil y un desencuentros jugando a la pita,… en fin, era un elíseo donde los más menudos tramaban tropelías sin fin.

A poniente, el lugar cerraba por el cotanillo, un herbazal embutido entre paredones, apenas calleja, sin luz, sucio y apretado entre bardales elevados con ripios de piedra y pizarra que se perdían en un fondo tabicado de ruinas y miseria.

Aquella mañana de sábado, como desde siempre, iría llenando de correrías y voces el solar del corralón y lo hondo del cotanillo, mientras, las madres abrían de par en par ventanas y puertas para hacer sábado, la limpieza general de la semana. Los primeros inquilinos en llegar recibían un sol apenas templado, de una primavera aún infante; los más rezagados lo sufrían ya envalentonado bien entrada la mañana.

Aquel día, aunque esperado, los tenía inquietos a todos.

Por el flanco contrario, el adarve del cotanillo daba paso a portones y corrales, a cuadras y pajares, a traseras de casonas otrora influyentes y en aquellos días decrépitas por la ausencia de sus obligaciones tradicionales, presa fácil de zagales muy arrimados a la aventura y de vasta imaginación. La de la moscarra, la de la ratilla,… ya eran historia, habían sido ultrajadas en aventuras previas y sabían a poco. Aquella mañana era diferente, venía ataviada con traje de domingo pues la presa sería la Casa de Joaquinito, el palacete de los Mármol, una de las haciendas más importantes del municipio. Como el resto de moradas vecinas, volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, eje viario muy principal que comunicaba la parroquia de San Mateo con la ermita del Cristo.

Separado del corralón por una tapia de ladrillo achacosa y de poca altura, hundido unos metros por debajo del mismo y en la retaguardia de un caserón ilustre que volcaba a la travesía Amargura, el corral de las vacas de Juan Manuel el de la tonta era lugar principal de encuentros, juegos y algún que otro desvarío de chiquillos. Su pajar, a espaldas de todo, era centro neurálgico para planificar escaramuzas y bravatas, como aquélla que les traía entre manos, la de desvirgar la casona del piano, la de Joaquinito, hasta entonces harto impenetrable.

Ya conocían sus cuadras y graneros, cada uno de los pozos y los empedrados de sus corralizas, pero el patio de la casa principal, que daba acceso a los bajos nobles, era rebelde un día sí y otro también, pues el desnivel entre los corrales de servicio, los que daban al cotanillo, y el aristocrático era enorme. Desde la altura se apreciaba que, aún salvando estas defensas y accediendo al umbrío jardín central, donde pozo y emparrado lucían bellas estructuras de hierro, los portones de acceso a la casa se levantaban como robustos molinos henchidos de poder que dibujaban con sus aspas trampas inexpugnables, trabas irremediables a la curiosidad de los críos. Semanas atrás, saltando no sin riesgo entre bardales y tejados, se llegó a lo hondo del atrio. Ya en el claustro, las pesquisas no lograron otro objetivo que acrecentar la querencia de los intrusos y subrayar el fracaso en los intentos de penetrar más allá.

Pero la paciencia, un arte que no se aprende y que la mayoría de las veces es hija de la persistencia, les regaló sus dones.

Coincidiendo con el tiempo de la poda de los olivos, la casona se hizo acopio de abundante leña sin saber que el trajín era atentamente seguido por los intrigantes. En esas, aprovecharon un resquicio de los empleados para violar la intimidad de los portales, lo que les permitió deambular por los bajos y memorizar cada una de las estancias. La oportunidad les hizo apreciar que en una de las paredes de la ancha cocina, un cálido habitáculo sacado de un cuento los hermanos Grimm, aparecía un pequeño y reciente derrumbe oculto tras la leña. Aquel reducido boquete les permitiría el paso desde el patio de las parras, penetrando así en el interior por la morada del fogón. El descuido de los empleados y la nueva descubierta propició el entusiasmo de los conspiradores, que se quedaron de piedra al toparse de una con el codiciado piano. La ambición no tiene medida y es madre del atrevimiento, así que, ni cortos ni perezosos, martillearon unas estrepitosas notas en el botín poniendo en aviso al guardián de la mansión. Pedro, que así se llamaba el centinela, llegó a la sala en un suspiro y, cogiéndolos en pleno ultraje, los entonó con unos bien merecidos correazos.

El recuerdo de los recientes cardenales los había alentado para programar con celeridad el asalto definitivo, que sería aquella deseada mañana de sábado;…y en ésas estaban.

Con los años, todo ese mundo de la infancia, de la mía y de los muchos que nos precedieron, fue mermado a zarpazos hasta quedar como una endémica evocación, un pesado lastre sepultado por una modernidad global que cada vez entiendo menos. Lebrillo, comba, churro va, macaco, jirafa, urda, chilindrina, los lobos, la flor de romero, mosca, galopa, pita, espolique, tableta, échale migas al caldero, la peste, colache, la taba, …, son ahora palabras vacías de contenido, ecos sordos, sonidos incomprensibles para unos niños que ya no corren por las calles.

Pero aún queda el escenario donde dormían aquellos recuerdos, y quedamos nosotros los chiquillos de antaño, memoria con fecha de caducidad. O eso creía.

El corralón ha finado bajo el empuje sin medida del precio del suelo y el ensordecedor avance de las máquinas. Del cotanillo, del corral de las vacas, las cuadras y el pajar queda poco menos que la impronta y una cochera que ya no cobija aquel destartalado y pajizo pasquali de entonces. La mole de Joaquinito se desmorona un poquito cada tarde de lluvia. Ha perdido los emparrados y sus parras, las puertas y alacenas,... tampoco ha sobrevivido Pedro, del piano sólo resta la marca que dejaron sus patas sobre el suelo de cemento hidráulico. El palacete se derrumba despacio, aunque su segura caída es inminente.

Que cada uno descanse como pueda en un mundo donde sólo importa lo fugaz, pues como decía el músico la vida mata.

Baños de la Encina, unos días antes del solsticio de invierno con motivo del VI Recital Sierra Morena Poesía

Fotografía (modificada): José Pablo Morañes Rodríguez



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