lunes, 9 de marzo de 2015

Una vieja Semana Santa

Dicen los que bien quieren a Andalucía que sus mañanas huelen a rosa y azahar, pero aquí, en las tierras al amparo de Sierra Morena, la luz del día eleva por encima de las torres del alcázar bañusco aromas a pringe desahumá, canela, matalahúga y ajonjolí.

Corrían por la campiñuela de Baños tiempos en los que el reloj andaba más paciente, cuando los pucheros, los adobos, las gachas, los dulces se elaboraban con tesón, mucho cariño, buen hacer y mejores viandas. Tiempos en los que a diario las manos de nuestras madres, al amparo de tahonas y hornos, mudaban en arte las faenas culinarias.

Apenas despuntaban las primeras luces de la mañana cuando las señoras, lebrillo en cadera y armadas de canastas, surcaban cantones en un ir y venir, en un trasiego de aceites desahumados, naranja y limón ralláos, papelillos del “lobo”, azúcar y vainilla que impregnaban unas callejas en breve tomadas por el vuelo rasante y el gorgojeo de las primeras golondrinas. A poco, ya en el horno y tras los saludos de rigor, el panadero repartía las "latas", que no eran otra cosa que bandejas de hoja de lata cuyo número intentaba ser ecuánime con el volumen de la masa elaborada, aunque no era de extrañar que a última hora más de una quedara olvidada a espaldas de una caja de cartón, una canasta o simplemente despanzurrada sobre el suelo de terrazo.

El anfitrión, en su papel de alquimista, repartía equitativamente, según aceite y pretensiones, la sal, el agua,… la levadura. Las señoras, ya en el corte, a modo de extraño ejército de amazonas, brazo arremangado, metían en faena el lebrillo de barro con la modernidad mudado a simple barreño de plástico. A base de puños, no pocos sudores y una artritis aventajada, no quedaba otra, emparejaban una masa en breve dispuesta para su fin: magdalenas, tortas de chicharrones, mantecados, galletas de máquina y un buen número de golosinas que endulzaban merendicas y fiestas de guardar.

Algunas de las señoras, avezadas en esto de la maquila en tahona, ya dominaban sus propias mañas. Así, no era de extrañar que tuvieran en casa una de las cucharas dedicaba exclusivamente al menester de llenar los cucuruchos de las magdalenas o que vinieran armadas con un buen paquete de legumbres para señalar sus latas con unas pocas unidades. Puestas en esto de saber, mejor lentejas que garbanzos, pues con los achuchones del maestro pala y la redondez de los segundos no era de extrañar que, una vez cocida la dulzaina, muchas latas aparecieran huérfanas de señal y propietaria.

Según avanzaba la mañana y la faena, el maestro pala, en la boca del horno y en su papel, comenzaba a agitar en exceso el rabo de su herramienta intentando ganar terreno a las señoras que con más ahínco se arrimaban al viejo horno moruno, de leña, para ver la evolución de su hacienda, aún a sabiendas que a la postre serían intentos vanos. Finalmente, entre la algarabía de señoras, las carreras de la chiquillería y los juramentos en vano del tahonero, el rabo acabaría intencionadamente en la espalda de alguna de las doñas, o de los infantes, apaciguando la algarabía hasta nuevo envite.

Finalmente asomaban por la boca del horno, humeantes, las primeras vituallas ante la mirada entre atónita y golosa de los menores. No pocas eran las quemaduras de paladar y mayores aún los dolores de tripa por apresurase en exceso al engullir las primera presas, pero ¡ay!, palos con gusto no duelen ¡Ahora si qué los aromas comenzaban a dominar sobre el revuelo y el trajín constante!

Según avanzaba el día, el rumor se iba acallando, las conversaciones se hacían más nítidas y el aroma anisado ya calaba todos y cada uno de los poros de la tahona. Con el renacer de la tierra, vuelven los olores a dulce, las buenas charlas, las correrías de la chiquillería entre lebrillos y canastas, los restregones de masa cruda,… el buen hacer de aquellas largas y espléndidas mañanas de preñado arte cotidiano.




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