Dicen los que bien quieren a Andalucía que sus mañanas
huelen a rosa y azahar, pero aquí, en las tierras al amparo de Sierra Morena,
la luz del día eleva por encima de las torres del alcázar bañusco aromas a pringe desahumá, canela, matalahúga y
ajonjolí.
Corrían por la campiñuela de Baños tiempos en los que
el reloj andaba más paciente, cuando los pucheros, los adobos, las gachas, los
dulces se elaboraban con tesón, mucho cariño, buen hacer y mejores viandas.
Tiempos en los que a diario las manos de nuestras madres, al amparo de tahonas
y hornos, mudaban en arte las faenas culinarias.
Apenas despuntaban las primeras luces de la mañana
cuando las señoras, lebrillo en cadera y armadas de canastas, surcaban cantones
en un ir y venir, en un trasiego de aceites desahumados, naranja y limón ralláos, papelillos del “lobo”, azúcar y
vainilla que impregnaban unas callejas en breve tomadas por el vuelo rasante y
el gorgojeo de las primeras golondrinas. A poco, ya en el horno y tras los
saludos de rigor, el panadero repartía las "latas", que no eran otra
cosa que bandejas de hoja de lata cuyo número intentaba ser ecuánime con el
volumen de la masa elaborada, aunque no era de extrañar que a última hora más
de una quedara olvidada a espaldas de una caja de cartón, una canasta o
simplemente despanzurrada sobre el suelo de terrazo.
El anfitrión, en su papel de alquimista, repartía
equitativamente, según aceite y pretensiones, la sal, el agua,… la levadura.
Las señoras, ya en el corte, a modo de extraño ejército de amazonas, brazo
arremangado, metían en faena el lebrillo de barro con la modernidad mudado a
simple barreño de plástico. A base de puños, no pocos sudores y una artritis
aventajada, no quedaba otra, emparejaban una masa en breve dispuesta para su
fin: magdalenas, tortas de chicharrones, mantecados, galletas de máquina y un
buen número de golosinas que endulzaban merendicas y fiestas de guardar.
Algunas de las señoras, avezadas en esto de la maquila
en tahona, ya dominaban sus propias mañas. Así, no era de extrañar que tuvieran
en casa una de las cucharas dedicaba exclusivamente al menester de llenar los
cucuruchos de las magdalenas o que vinieran armadas con un buen paquete de
legumbres para señalar sus latas con unas pocas unidades. Puestas en esto de
saber, mejor lentejas que garbanzos, pues con los achuchones del maestro pala y
la redondez de los segundos no era de extrañar que, una vez cocida la dulzaina,
muchas latas aparecieran huérfanas de señal y propietaria.
Según avanzaba la mañana y la faena, el maestro pala,
en la boca del horno y en su papel, comenzaba a agitar en exceso el rabo de su
herramienta intentando ganar terreno a las señoras que con más ahínco se
arrimaban al viejo horno moruno, de leña, para ver la evolución de su hacienda,
aún a sabiendas que a la postre serían intentos vanos. Finalmente, entre la
algarabía de señoras, las carreras de la chiquillería y los juramentos en vano
del tahonero, el rabo acabaría intencionadamente en la espalda de alguna de las
doñas, o de los infantes, apaciguando la algarabía hasta nuevo envite.
Finalmente asomaban por la boca del horno, humeantes, las
primeras vituallas ante la mirada entre atónita y golosa de los menores. No
pocas eran las quemaduras de paladar y mayores aún los dolores de tripa por
apresurase en exceso al engullir las primera presas, pero ¡ay!, palos con gusto
no duelen ¡Ahora si qué los aromas comenzaban a dominar sobre el revuelo y el
trajín constante!
Según avanzaba el día, el rumor se iba acallando, las
conversaciones se hacían más nítidas y el aroma anisado ya calaba todos y cada
uno de los poros de la tahona. Con el renacer de la tierra, vuelven los olores
a dulce, las buenas charlas, las correrías de la chiquillería entre lebrillos y
canastas, los restregones de masa cruda,… el buen hacer de aquellas largas y
espléndidas mañanas de preñado arte cotidiano.