martes, 6 de enero de 2015

Romance del Agua

Las tierras al amparo del antiguo Castellón de Susana susurran agua por todos sus costados. No es Valdepeñas villa de grandes monumentos, pero ha sido el agua la que ha moldeado esta tierra y sus gentes ofreciendo postales inéditas en las que una y otros se confunden tallando paisajes inimitables.

Bajo un tupido manto de vegetación, a la sombra de Las Chorreras, se abre una senda que discurre paralela al agua, que aún juvenil corre briosa formando un magnífico salto de más de quince metros de altura. A poco que se remansa, se deja llevar por el río Vadillo hasta las primeras casonas valdepeñeras, cuyas calles simulan estar hilvanadas a escuadra y cartabón, al modo renacentista.

Ahora, un caz hídrico (canal) sumerge parte de las aguas del río, a modo de arteria subterránea, que atravesando la villa viene a derramarse de manera estrepitosa bajo las muelas del Molino Alto de Santa Ana. Antes, juguetea entre callejas de raíz popular, que simulan hacer un guiño a la urbanística de origen morisco en viales como La Tercia, Sisehace, Las Parras, Tesillo o Retumbo, salpicando su curso con recatadas perlas constructivas que dejan en el visitante el poso más original de la villa realenga de Valdepeñas.

Al amparo de la calle La Parra dobla esquina el simulado campanario del "palacio", que fuera sede episcopal en tiempos de guerra con los franceses. Nada más asomarnos a la Calle Real, al modo de aquella jilguera que hiciera famoso al sastre de Valdepeñas, nos llegan las bellas notas sonoras que cobijan la casona de María Serrano, apretada a la escalera de caracol que reparte habitáculos.

Antes de tomar nuevos bríos y llegando a la calle Estepa, casonas retorcidas muestran en sus fachadas toda suerte de ventanucos, que parecen tirados al azar. Aquí el agua susurra bajo la parroquia de Santiago, achaparrada ante tanta mole natural que la rodea. Y pasa desapercibida por la olorosa -huele a pan, pan- y recatada Plaza del Patín.

Aún tendrá vigor nuestro hídrico guía, superada las dos muelas de Santa Ana, para retumbar presurosa ante los restos pétreos de lo que antaño fueran otros molinos y almazaras, a empujones movidos por la fuerza de sus latidos. Pero, poco a poco, su vigor irá mudando a susurro hasta darse la mano con las aguas del Ranera, que dan forma a un paisaje suave que se desliza en terrazas de huerta preñadas de fresas, hasta asomarse a Chircales. Tierra de quejigos, según nos cuenta la toponimia, es hogaño lugar de eterna magia. Al amparo de la gruta, bajo la atmósfera sonora que crea el agua de su manantial, la ermita alberga el óleo del Cristo, tesoro de viejos ermitaños y devoción de valdepeñeros y foráneos.






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