viernes, 12 de diciembre de 2014

Apenas despuntaba el día...

Arrancaba uno de aquellos noviembres preñado de amaneceres luminosos, de mañanas  que llegaban arropadas de un frío más que crudo y que sucedían a tardes oscuras, que creía monótonas ¡qué iluso! Las horas avanzaban tras los visillos contando el tintineo de las gotas de agua que rompían un silencio pausado y complaciente, o con una charla breve, casi apagada, provechosa. Corría uno de aquellos noviembres en los que la vida aún nos saludaba a diario.

Aún bien sentada la noche, superando las blancas hiladas de las últimas casas, se abría un llano ancho, limpio, infinito, terrizo, salpicado a tramos de eras empedradas aún ajenas a mi cotidianidad, a las mañanas de trilla y a mis tardes de fútbol. La avanzada nos puso por frente, apenas sugiriendo el horizonte, una delgada línea de mampuestos que se aferraba a duras penas a la verticalidad y, ante la orden de los mayores, un hato escaso y en exceso trajinado quedó arropado tras ella. Algunos pasos por detrás, apenas a unos metros de la fuente de Marquitos, desde donde me llovían órdenes y regaños, quedaba el hato mayor, con jaulas bien ordenadas y un correoso morral pertrechado de canutillos de cañizo mal pintados en verde, los espartos equitativamente cortados y una pringosa lata de liria, veterana en mil vericuetos y batallas dominicales.

Mientras mi primo izaba varios chaparros varados a la intemperie y que pugnaban por mantener su verdor en ya clara decadencia, mi abuelo faenaba tras el muro de la Viña la Tonta con una lumbre que se resistía sin razones y que empezaba a tostar unas piedras ajenas a la situación, testigos mudos de cientos de aconteceres como el de esa mañana. Haciendo equilibrios sobre el derruido muro, como empezaba a hacerlo con el diario, recibí la orden de traer la lata de liria para que su oscuro contenido, un helado amasijo de auténtico ajonje, pez rubio, aceite frito y agua, volviera a la vida bajo el calor gestado al amparo de las piedras.

Junto a la fuente, cuando apenas asomaba un hilo de luz por levante, los pájaros de reclamo eran aupados sobre pequeños montículos de ripios a salvo de insectos desagradables, dando así por finalizados los prolegómenos. Mi abuelo saludó el día hurgando en el macuto e inaugurando una bota bien preñada. Yo, viendo como se desmoronaba parte del muro bajo mis pies, tomé la decisiva opción, al menos por el momento, de arrimarme al calor de la lumbre y esperar recomendaciones.

Todos tomamos posiciones aunque al poco y a ratos, rebelde, volvía a auparme a la tapia desmoronada.

Mi primo, arrimándose por vez primera tras la hilera de piedras, traía por equipaje una tabla, larga y vieja, algunos espartos y la destartalada lata de liria. Mi abuelo seguía extrayendo y ordenando las pocas viandas del macuto sobre dos grandes piedras: una talega con el pan mojado y oreado aquella noche, la cabeza de ajos, el aceite,…y demás aperos para las migas de la mañana; y una buena tira de tocino de veta y un buen cacho de queso curado que solventarían los honores de la espera.

El vino, como las decisiones de la vida, aún me era ajeno.

Dejando la tabla sobre el muro y viéndome ocioso y pegado a la lumbre, con un ojo y un oído al cielo, mi primo me alarga un manojillo de espartos y un palo, corto y de estreno, con la cabeza apenas liada de pringoso ajonje y me ordena mirar y seguir su hacienda: realizando un movimiento giratorio del esparto sobre el filo de liria del palo y con una rapidez inusitada el hilacho de hierba seca quedaba impregnado de aquel ungüento. A ratos, dediqué aquella primera mañana al aprendizaje de estos menesteres, reponiendo espartos según capturas y evasiones. Aunque la punta de los primeros quedó cabezolona y con un pegotillo colgando que haría que, según caminaba mañana, la liria se corriera, puso los cimientos de lo bueno y lo malo de otros encuentros matinales.

A poco que el día clareó, la espera nos trajo a mi padre y tío aparejados de una ancha sartén. Al duro trajín de la noche le sucedía ahora un rato de asueto amarrados a una lumbre, unas migas y un puñado de pájaros en un día extraño, que me parecía harto especial.

Con la llegada de mi padre, dejé de manera definitiva las medias alturas de la tapia para intentar oír a un hombre que hablaba poco, pero para escuchar a un padre que comunicaba con su ejemplo. En días como aquellos tomaron posiciones en mi cabeza ideas extravagantes sobre humanidad, sobre el valor de lo cotidiano, empecé a duras penas a escuchar, y mucho, antes de actuar, a sopesar en su justa medida el esfuerzo constante y diario, sin grandes alardes y dando un paso atrás antes de volver al frente.

En aquellos lejanos Santos había un encuentro con la tierra, de cómo enfrentarse a la vida con las enseñanzas de la tradición de los mayores, algunas buenas y otras malas. Aquellos Santos no eran hijos de los derroteros de la muerte instaurados por el cristianismo en las postrimerías de una Roma decadente; aquellos Santos no conmemoraban la muerte del ciclo estacional de la tierra como hicieran los paganos del norte; aquellos Santos eran el encuentro con la vida, con sus enseñanzas, tras un verano que había achicharrado todo hilo de ella de nuestras sierras y campiñas, de Sierra Morena.

La tierra brotaba en los pastos, en los pasos, en sus cosechas de invierno. Hoy, posiblemente, ese espíritu se ha borrado y con él todo atisbo de enseñanza, campando la muerte por doquier.

Vísperas de Santos de 2014

En la fotografía, mi tío Antonio, hermano mayor de mi padre. Autor: Antonio Miraves

2 comentarios:

  1. José María, me ha encantado tu relato y recuerdos de los Santos que describes. Haces muy amena e interesante la lectura.
    Siempre tienes cosas ocurrentes que contar, y sobre todo, tu forma de contarlas, las hace especiales.

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  2. Gracias María. Sólo intento fundamentar en mis raíces lo que me va pasando a diario, dejar mis impresiones de lo cotidiano desde lo que me fue dando forma.

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