Aquel mediodía, como el anterior y como con seguridad lo
sería el siguiente, descendía con avidez cada una de las blancas graas de la
pétrea y empinada calle Mestanza, un eje viario empeñado en alargar el pueblo
hasta los llanos del Santo Cristo y Buenos Aires. Siendo un día especial, hasta
ese momento, la salida de la escuela, nada superaba lo cotidiano.
En la esquina de Joaquinito doblaba los últimos metros en
pendiente para llegar al horno de los Cantarero, donde se hundían mis raíces y
sus empeños. Allí, en el armario que olía a madera y a matalahúga, una buena
tanda de magdalenas daba forma a mi faena diaria: 16 latas, 320 unidades, 53
bolsas… diez minutos y a correr… al Corralón. No, esa mañana no, era día de
visita, de alacena con olor a huevo, azúcar y aceite; cosas de la edad, uno pretende
lo contrario de lo que tiene.
Mis abuelos maternos moraban en la calle Las Piedras, dos
hileras enfrentadas de casas blancas, pequeñas y achaparradas que emergían
irregularmente, sin concierto, de la vieja roca rosácea, separadas por un
fuerte desnivel y un negro muro de pizarra. La fachada se abría en el lateral
derecho dando paso a un portal de chinos, tierra y baldosas de barro dejando a
la siniestra el hogar. Un segundo portal, bajo la escalera de la cámara, abrazaba
la alacena e iba a asomarse a un corral de firme irregular formado por ripios
de asperón y sacos viejos arropados de higos al sol. Al fondo, las oscuras
cuadras de elevados pesebres y olor a mundo viejo, a historia apretada a la
tierra.
Recuerdo a mi abuela Manuela sentada en una silla baja, al
fondo del portal, haciendo hora para que mi abuelo Frasquito volviera de los
Piñones, un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde tanto derramó.
Una cara oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina, adelantaba la
sonrisa más amable, sincera, que uno pueda imaginar.
Despacio, con movimientos repetidos año tras año, como en una liturgia, mi abuela me acercaba a la vieja alacena de madera y yeso y allí, al amparo de la blanca vajilla, a modo de perla oculta, emergía una redonda y dorada magdalena "bimbo". Quizá parezca extraño, y hasta ridículo, pero con seguridad que, una vez pasados muchos años de aquello, ha sido uno de mis mejores regalos de cumpleaños.
Despacio, con movimientos repetidos año tras año, como en una liturgia, mi abuela me acercaba a la vieja alacena de madera y yeso y allí, al amparo de la blanca vajilla, a modo de perla oculta, emergía una redonda y dorada magdalena "bimbo". Quizá parezca extraño, y hasta ridículo, pero con seguridad que, una vez pasados muchos años de aquello, ha sido uno de mis mejores regalos de cumpleaños.