lunes, 5 de marzo de 2012

Mi mecedora

Con motivo de la celebración del "Día de Andalucía" el instituto de la localidad ha convocado distintos premios literarios, fotográficos, etc., para alumnos y padres. Mi señora, como ya viene siendo norma todos los años, ha vuelto a participar y a llevarse algún que otro galardón. Ha quedado segunda en los recetarios (con una tarta que puedo certificar que estaba ¡buenísima!) y primera en el certamen de narrativa. Os dejo la foto del pastel y el cuento:


Me llamo Carla y ésta es una de mis pequeñas historias.

Dicen que los objetos siempre tienen una historia detrás y más aún si son antiguos. Mi mecedora ha estado conmigo toda mi vida, desde pequeña, era de mi abuelo Carlos, que se llamaba como yo. Creo que los nombres nos condicionan y nos guían en la vida, por eso creo que mi abuelo, la mecedora y yo éramos en realidad una sola identidad.

El primero en morir fue mi abuelo, viejo y cansado, estaba solo y ya no tenía ganas de vivir. Cada mañana se levantaba de la cama para sentarse en la mecedora a la espera de encontrarse con mi abuela, su esposa, que murió mucho tiempo atrás apenada por la muerte prematura de su hija, mi madre.

Al morir mi abuelo quedé sola, mi única compañía era la mecedora que cada noche me acunaba como cuando era pequeña. No tardé en entender a mi abuelo, comprendí al momento porque la cuidaba, la mimaba, le hablaba,… y creo que ésta le entendía.

Dejada caer en ella murió mi abuela llorando la falta de mi madre; después también lloró él mientras hablaba con mi abuela, ¡con su espíritu! El alma de mi abuela estaba allí, lo esperaba cada tarde para susurrarle al oído como ahora la suya hacía lo propio conmigo. Me sentía tan a gusto en aquella situación que cada vez pasaba más tiempo sentada en mi mecedora, dejando que me acunase al son de su susurro.

Un día dejé de oír la voz de mi abuelo y pude verlo. Estaba allí, delante de la mecedora y tendiéndome su mano. Me acerqué lenta pero segura, hasta llegar junto a él. Me besó la mejilla y se marchó, dejándome a mí el relevo de la mecedora, me quedé esperando hasta…
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Carlos paseaba por el pueblo al que acababa de mudarse, era el nuevo juez de paz del municipio. Una villa que le sorprendió nada mas verlo, tenía calles estrechas y empedradas, las casas eran de piedra, grandes y señoriales, y tenía un gran castillo que coronaba el pueblo. Había conseguido una casa en la calle Santa María a través del antiguo juez, amigo de la familia, pues ya que se jubilaba quería que su protegido estuviese bien situado en el pueblo. No podía quejarse pues la casa estaba ubicada en una de las mejores calles, tan sólo tenía el inconveniente de que la casa no estaba totalmente amueblada, le faltaba algún que otro detalle que ya iría subsanando.

Por eso cuando la vio se quedó prendado de ella, ¡era perfecta!, la pondría bajo la ventana. En ella podría descansar, leer, incluso echar la siesta. Estaba a la entrada de una casa vieja, una casa que parecía en ruinas, como si estuviera esperando el momento perfecto para caerse sobre si. Había una persona sacando muebles, pensó que sería para salvarlos del inminente derrumbe de la casa y así se lo confirmo el obrero que estaba realizando la faena que, al preguntarle por la mecedora, le indicó donde debía dirigirse para negociar su compra.

Carlos no se lo pensó dos veces, fue a la dirección que le habían dado y preguntó por el dueño. Se presentó argumentando su llegada reciente al pueblo y los fines que le traían, pasando directamente a preguntar por la posible venta de la mecedora. El dueño se quedó un poco sorprendido, pero como era la herencia de unos tíos lejanos que el no había visto nada más que unas cuantas veces en su vida y de una prima un poco loca, casi agradecía irse desprendiendo de esta vieja carga. Además de la mecedora le ofreció varias cosas más, que Carlos rechazó con mucha educación, pues a él no le interesaba nada más que la mecedora.

Carlos cruzó la calle muy contento con su compra, sobre todo por la facilidad con que la había adquirido, ¡hubiera entendido que le regatearan el precio a convenir! Pero no fue así. La sitúo bajo la ventana, como ya pensará, la limpió y se sentó en ella, era cómoda ¡muy cómoda! tan acogedora que parecía acunarlo. Apenas se quedó dormido, cuando despertó ya era de noche, se levantó de la mecedora y se fue a la cama.

Al terminar la jornada en el Juzgado, Carlos tomó como rutina hacerse de un libro y relajarse leyendo en la mecedora. Cada vez le tiraba más, se sentaba en ella y dejaba que lo acunase, hasta que con el libro apenas sujeto en la mano quedaba dormido.

Aquella noche hubo una tormenta bastante fuerte, cargada de electricidad, uno de los truenos lo arrebató del mundo de los sueños. Ya despierto, al cabo de un buen rato volvió a escuchar otro trueno pero ¡qué raro!, la tormenta había pasado. Se levantó de la cama y bajó. Todo estaba en orden, apenas había subido unos pocos escalones cuando escuchó de nuevo el fuerte estruendo. Bajó deprisa con el tiempo justo para apreciar que la mecedora se movía, despacio, muy despacio, ¡tuvo un escalofrío!, pero aun así se acercó lentamente y se dejó caer en ella, no pudo evitar el impulso de sentarse. Apenas se acurrucó en el regazo pudo apreciar como le tocaban la mano, se quedo inmóvil como a la espera de una nueva caricia, cerró los ojos esperando la calidez del roce que se fue repitiendo a mayores intervalos de tiempo; así pasaron los minutos hasta que se quedó plácidamente dormido. Por la mañana, cuando despertó, se sentía de maravilla. El sol brillaba, notaba como que cada rayo de sol lo iluminaba, la energía que sentía le hacía volar.

Carlos estaba impaciente por llegar a su casa, necesitaba arroparse en la mecedora, ¡en su mecedora!, quería sentir de nuevo en su piel ese contacto. Nada más llegar se sentó en ella y espero el roce. No notó nada. Se inquietó ¿Quizá lo de la noche anterior sólo hubiera sido un sueño? Tomó la determinación de salir a la calle y pasear.

Subió hasta el castillo, el frescor de la calle lo tranquilizó. Más sosegado, regresó a la casa y, tras coger un libro, se sentó de nuevo en la mecedora, intentó leer pero seguía latente su estado de inquietud. De nuevo se levantó y decidió marchar a la cama. Las horas pasaron lentas, muy lentas, casi interminables, al casando son de un viejo cuco situado en el descanso de la escalera. Cuando ya parecía que el sueño le vencía, escuchó una voz susurrante que parecía balancearse en el silencio de la noche. Venía del piso de abajo. Despertó restregándose los ojos y afinando el oído, ¡seguro!, venía del piso de abajo. Bajo las escaleras y apreció como la voz, casi un susurro, procedía de la mecedora que se movía a un ritmo muy suave y parecía decirle “ven conmigo, ven, ven que te acune”. Paralizado, se quedó frente a la mecedora sin poder moverse hasta que notó que le acariciaban el brazo. Se estremeció, pero la sensación le encantó. Se dejó caer en la mecedora, en su cálido regazo, dejándose llevar por las mismas caricias de la noche anterior. Ahora los roces iban acompasadas de un suave susurro, una voz muy suave que le narraba los pensamientos más ocultos que Carlos escondía desde muy niño, lo que él anhelaba desde que tuviera uso de razón. No salía de su asombro, la voz le iba describiendo lugares fantásticos donde Carlos hubiera dado su vida por estar, parajes que estaban ocultos en los rincones más bellos de sus sueños. La voz le pedía que se quedara con ella, así viajarían para conocer lugares lejanos, sus culturas, sus creencias,… Haría de sus sueños una realidad. En el frenesí, a Carlos le vino la idea que soñaba de nuevo, como la noche anterior. Poco a poco, acunado por su querida mecedora, se fue relajando hasta quedar dormido.

Cuando abrió los ojos, la mañana le sorprendió feliz. Le costó un mundo levantarse de su mecedora, pero su sentido común se imponía y tenía que ir al Juzgado. Se aseó y marchó a trabajar. Fue un mal día, la inquietud fue creciendo con el paso de las horas. Cuando pudo salir del Juzgado sintió un gran alivio. En ese momento decidió que al día siguiente no iría trabajar, lo pasaría acunado en su mecedora, oyendo las historias que Carla le contaba, era feliz como nunca en su vida.

Su vida, hasta ahora monótona y triste, tornaba en mudanza. Él no quería ser juez tan joven, pero entre su padre y el amigo de su padre habían decidido ya por él. Le hubiera gustado viajar antes de tener la responsabilidad de un trabajo, haber conocido países lejanos. Tenía posibles, pero su padre estaba impaciente porque empezara su carrera profesional y aprovechando la jubilación de su amigo lo presionó para que tomara posesión del cargo, Carlos no supo negarse. Al principio, cuando llegó al pueblo, casi no le importó por la atrayente belleza del pueblo: sus calles empedradas, las casas señoriales y ese castillo impresionante del que quedó maravillado; pero eso fue antes de tener su mecedora y oír a Carla contarle sus historias. Ahora todo era diferente, porque a través de ella sus sueños se podían hacer realidad, lo que todavía no entendía era como lo iban a hacer.

De todos modos, no iría al juzgado al día siguiente, lo pasaría descansando en su mecedora. Llegó a la casa ya bien entrada la tarde, se sentó en la mecedora y le entró una morriña que fue cerrando sus párpados. Se durmió. Cuando abrió los ojos era ya de noche, volvió a cerrarlos y un suave balanceo le obligó de nuevo al sueño. Sin apenas notar el tiempo, transcurrió casi una semana, le era imposible levantarse, tampoco quería, apenas era consciente del paso del tiempo; tampoco lo era de los golpes que escuchaba de manera estridente en su puerta, tenía sensación de estar solo en el mundo, él y su mecedora, como si lo demás no existiera.

Sólo necesitaba de las historias de Carla, del suave balanceo que le acunaba y del roce, ahora entre cálido y frío, que notaba en la piel. Cada vez escuchaba con más claridad la voz de Carla, cobraba fuerza según iba consumiéndose.

Ya me oía perfectamente, casi podía apreciar mi silueta si se esforzaba un poco, seguían pasando las horas. Carlos se consumía en una suave sonrisa sin que él pudiera hacer nada, sin darse cuenta, su cuerpo era ya ausente.

Ya era la dueña de su alma, la quería conmigo, esa noche voló definitivamente hacía mí, murió. Pudo apreciarme con claridad, en su cara se dibujó una sonrisa, la misma que dejó en el tránsito a la muerte, que expresaba toda la nueva dicha que sentía. Desde ese instante estamos juntos esperando el relevo para nuestra mecedora…

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