La puerta, partida en dos agrietadas hojas horizontales, estaba situada al fondo de una corta y estrecha calleja, que en realidad apenas era una raja apretada entre dos muros de ripios de piedra y alguna maceta olvidada que a duras penas dejaba paso a una persona. El negro hueco del vano aventuraba una atmósfera cargada, robada a las entrañas de la tierra, que rezumaba a vino y queso añejo. Al frente se abría un cuerpo principal lánguidamente iluminado por un ventanuco que tímidamente dejaba paso a la luz del día. A la izquierda de la sala, sólo separada de ésta por dos machones de piedra y un mostrador de madera, un segundo tugurio robado a la tosca albergaba la trastienda y un segundo mostrador de piedra que cedía unos escasos metros a una mesa baja anclada entre penumbras. Los techos, soportados sobre vigas de encina y tirillas de madroña, ofrecían un constante ronroneo que era asumido con total normalidad por la cotidiana clientela. En la mesa, observando desde la oscuridad, Josico mantenía en vilo un chato de blanco.
Josico, que se las hacía de viejo recovero, mostraba espalda ancha y gacha, doblada por la fuerza de los años y de los muchos errores que le había salpicado la vida. Una vez a la semana se dejaba caer por el pueblo, como bien solía decir más por nuevos chismes que por otros menesteres pues ya poco trajín necesitaba para ir tirando. Apenas llamaba el nuevo día, siempre puntual, pasaba por el horno del Cotanillo donde tenía apalabradas una copa del “mono” y una torta de aceite y matalahúga. Allí dejaba recados y caza y se pertrechaba de pan del día, cachivaches y correspondencia que le tendrían en danza durante la semana entrante. Durante el último año, con la despedida, breve y a modo de sordo ronquido, ofrecía un guiño comprometido a Pollo, un jovenzuelo aprendiz de apretapanes.
Josico, avanzada ya la mañana y flanqueado por su corta reata de bestias, bajaba con la sola compaña sonora que producían los herrajes sobre la calle empedrada que le llevaba al bodegón de la Cestería. Atrás, a modo de señal de la que sería su herencia, de lo que había sido su vida, quedaban unas cuantas moñigas apiñadas junto al pozo de la calle.
Pollo andaba presuroso por la llana estrechez que ofrecía la calleja de la Cestería, a pesar de que tenía total certeza de encontrar a Josico en el oscuro rincón del bodegón, gustaba de asomarse al laero para sentar su sospecha. La tranquila presencia de las bestias de Josico, una mula y un burro, bajo la cansina guarda de Vainilla, una galga canela entrada en escasas carnes, le certificaba a aventurarse en el interior del bodegón. Los conocidos ponían a Josico en aviso de que el perro presumía de excesiva delgadez, a lo que éste sentenciaba que si un galgo no estaba seco ¡cómo demonios tenía que estar!
El jovenzuelo, inquieto en exceso, asomó la nariz por el umbral del bodegón. Desde la oscuridad, a modo de saludo, apenas alzando la voz, sonó la petición de dos chatos de pitarroso. Pollo, haciendo también gala de sus pocas carnes y de un carácter inquieto, tomó rápido asiento junto a la mesa que seguía cobijada bajo la penumbra. Sobre la madera, los apures del vaso, un libro de Pérez Galdos y el testigo de lo que fuera una vela certificaban la espera de Josico. Con certeza aquél era un tugurio bastante excepcional. Hacía ya algunos años, quizá ya muchos, que el Letras había hecho del trastero de su casa una tienda de vinos, aceites, vinagres, aguardientes y especias, maltapando los huecos de algunas de las estanterías con los muchos libros que le habían llenado la cabeza de disparates en sus primeros encuentros con la vida. Los vinos llegaron con la compaña de un cuenco de barro apretado hasta arriba de habas con aceite y sal.
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