Y es ahora, cuando camino con paso cansado y nada me dicen los cantos de sirena, aún menos el último iphone o la efímera gloria de un trending topic, que me cautiva un paseo sin rumbo o un vino con charla y voces. Es ahora, cuando la tarde se derrumba irremisible, que me seduce el bronco sonido de la tormenta y me encandila el rumor postrero del silencio. Es ahora, que llueve, cuando llama mi atención algo tan sencillo, tan etéreo, como el soplo de aire frío que emerge de una caverna. Y es ahora, que recuerdo la seca bocanada que desprende ese vientre estéril, cuando me viene a la memoria que hay quién, erróneamente, nombra Cueva de la Mona a esta despanzurrada, huera y angosta cata minera. En verdad, para andar parejo a la realidad y sin engaños, el agujero responde al sustantivo de La Niña Bonita. La primera, la que contrariamente y por llevar el pie cambiado apela a un mico, anduvo medio oculta en el cerro de enfrente, el que tuvo por montera un perezoso mastodonte pétreo conocido como Peñón Gordo. El ripio, en realidad una enorme peña de piedra viva, fue otero y escondite, y alentaba las travesuras de toda camarilla de críos y al amparo de la negra noche permitía un beso robado. El siniestro socavón, que es lo que parecía, a la chita callando se deslizaba monte abajo y a tiro de piedra de la vieja granja de los Gatos, de antiguo un matadero desmantelado.
Aunque algunos juraron y perjuraron que la mísera gruta, la de la Niña Bonita, se usó como lazareto de leprosos y otros dieron a entender que fue refugio durante la Guerra Civil, son mayoría los que piensan que se trataba de una estrecha e ignominiosa galería que horadaron los moros. En caso de verse obligados, huirían del castillo por este corredor y con unas mínimas garantías. Para tan memorable arreglo se dice que bajo el alcázar socavaron una galería, primero rompiendo la rojiza arenisca que cimenta la fortaleza para, después, perderse en un oscuro precipicio de pizarra. En aquella desnortada negrura pétrea, la de la pizarra, se presupone que el hilo de esperanza giraba a poniente buscando faro que lo alumbrara. El túnel, tras navegar bajo las torrentosas aguas del Rumblar, galopaba sin rumbo cierto y en tortuoso ascenso por el barranco de la Plata. Finalmente, tras mucha zozobra, como la misma vida, asomaba sin ganar luz en la sorda penumbra del vientre de las Salas de Galiarda, un castillete con nombre de dama goda y piedras romanas cuya memoria se pierde en la oscuridad de los tiempos. Se cuenta que allí, en las desoladas entrañas del macizo de la Navamorquina, pululaban sin sentido ni orden unos penitentes que se decían eran mudos y ocultaban su rostro bajo capucha. Algunos de ellos, emparentados entre sí, no eran conscientes de su verdadera tragedia. Por otra parte, imaginando desvaríos cuando no inventándolos, hay quien asegura que el lugar, su silencio, oculta pecados y el misterio de sus piedras esconde enormes milongas. Hay quien habla de tesoros perdidos, riquezas que los agarenos habrían abandonado en su precipitada huida…, pero lo más posible es que nunca hubiera fuga, pasadizo ni claustro subterráneo.
En realidad, teniendo todo una explicación mucho más sencilla y poco metafísica, aunque no menos legendaria, parece ser que el origen está en un relato que se pierde en dichos y diretes a caballo entre los siglos XIX y XX. Se cuenta que un rico ingeniero, propietario de minas, casó con una moza lozana, la más hermosa del pueblo. De aquellos polvos lo de ‘bonita’. La mujer, de nombre Agustina Jódar Gutiérrez, era una señora bien puesta donde las hubiese. Enviudada, se echó a las espaldas el negocio del consorte, la mina que llaman de la ‘Niña Agustina’ río Grande arriba, y lo llevó con un rumbo económico impecable. Y, si con ello no fuera suficiente, tenía en propiedad un corazón enorme y piadoso. Pero volviendo a lo que nos llevaba, la señora, que tenía dos hermanos bastante parados y de poco beneficio, queriendo darles oficio, convenció al marido para que los contratara. Este, barajando qué utilidad dar a los cuñados, les encomendó abrir minado a media ladera del cerro del castillo, donde ahora está la susodicha galería. Con aquel asunto esperaba localizar un filón de galena argentífera, una veta metálica de plomo y plata que intuía orientada con la vecina trinchera minera del Polígono-Contraminas. Pasado el tiempo y sin ganancia, aunque hay quienes cuentan que sí dieron con algún tesoro moruno, quizá con cuatro dírhams mal contados y alguna flecha, la hacienda quedó en agua de borrajas y la cueva como firme testigo de un poder tan enorme como efímero, que lo es tanto o más que la propia juventud: la belleza.
Pero lo cierto es que un servidor, a sus años, cuando en mi interior intuyo sombras que danzan con movimientos electrizantes, confusas, imagino la gruta como un resquicio de luz en medio de la amnesia, un rincón pestilente que unos días sabe a greda polvorienta y otros huele a tierra mojada. Es entonces que la negra oscuridad del agujero me envuelve con una plácida y muda inmensidad, rota en ocasiones por la lenta cadencia de un goteo, un soniquete de memoria que se pierde en la eternidad del tiempo. En realidad, ajeno a todo este perogrullo, a la caducidad de la existencia, la cueva y su entorno son recuerdo de cuando crío, de cuando sisabas un brazado de habas verdes del quiñón de arriba y corrías, corrías sin tino, sin intuir que la vereda tenía fin cuando menos lo creías.
Juventud, egolatría,
la noche ha dejado cicatrices.
Esta vida es un licor que sube como una oración
y baja como una maldición.
Ilegales, 2020.