Por saborear un poco del silencio que nos rodea, y quizá para recordar los olores a puchero que ya no son, nos dejamos caer en la lonjilla de la Cestería, banco corrido y baranda frente a la desahuciada discoteca ‘Jamaica’. Por debajo nuestro se derrama un anchurón escalonado y en pendiente, posiblemente lo que se nombra en los viejos catastros como corrales del ‘Conzejo’ o de Madre de Dios, lugar donde se estabulaban las aproximadamente 700 cabras que aportaban los vecinos para consumo anual ‘…a Domingo Reyes ofizial de las Carnizerias regulan quedarle de utilidad, 1100 Reales y que se consumiran en ellas 700 Cabras que es la expecie que se gasta en este Pueblo, y que por no haver Abastecedor, contribuyen los vezinos a este consumo regular…’. Patricio, apretando el ojo huero, me dice que hoy, cuando nos hemos hecho a chalés y adosados y no tenemos más alcance que el número de nuestra tarjeta de crédito, que hoy, cuando sin miramiento ni remordimiento escupimos en la calle un cartucho de pipas o un paquete de tabaco, es difícil comprender el uso original de espacios públicos como este, donde primaba el derecho de uso, pero también se hacía hueco la responsabilidad. Ahora, cuando la calle es un campo de batalla cotidiano donde romperse la cara por una plaza de aparcamiento, es imposible comprender que la lonjilla no fue una plaza al uso como hoy se entiende. Contrariamente, en la baja lonjilla había lugar para los estercoleros de la vecindad, que luego abonarían la tierra generosa, y fue corral de cabras y establo de los animales de labranza. Un espacio del común para el justo uso de todos.
Inmersos en el silencio, si uno pone oído escuchará el repiqueteo de garrotas en tertulia, el hilo de una conversación que sienta cátedra sin más sustento que la experiencia que da toda una vida en el tajo, que ya es más que suficiente, o el murmullo que mana de un corrillo y habla de sacrificios y sufrimientos, de un futuro de esperanza… Pero quizá, si uno se concentra, escuchará la voz rasgada de Jesús de la Rosa hilvanando una de Triana. Y es que, si uno escucha con la mentalidad del viajero inquieto, curioso, y no sigue el hilo del turista que derrocha tiempo y consume vida, comprenderá el sentido de las piedras.