De cuando chico, los encuentros con las fiestas de renombre, cada una con lo suyo, no se encuentran entre el repertorio de mis mejores recuerdos. Es posible que no ocupen ni tan siquiera un hueco en lo más profundo de mi memoria. Cuando no era por asuntos familiares, la cosa venía por las obligaciones de la edad. En la mayoría de las ocasiones pasaron de refilón y sólo sabía de aquellas onomásticas porque no había colegio.
Pese a estos argumentos, al poco de tener los primeros roces con las obligaciones de mi progenitor, comenzó a llamarme la atención el mucho trajín de esos días y el gran revuelo que se producía en el horno. Aquellas celebraciones traían en el capazo una bulla de mujeres y niños que superaban con colmo la desazón cotidiana. Cuando apenas enfilaba el alba, de la cada vez más difusa oscuridad emergía una vibrante procesión de lebrillos y garrafas de aceite amarrados en precario equilibrio a las curvas de unas señoras que primero me eran anónimas, pero que con el tiempo se fueron abriendo un hueco entrañable en una memoria que día con día se iba tejiendo en lo más profundo de la penumbra.
En mis comienzos, casi ningunas eran mis obligaciones más allá de curiosear en lo novedoso, estorbar o distraer a todo Cristo. Con aquella espesura de señoras, llegaba una turba chiquillos, estropicios y regañinas con algún coscorrón. Pero también, según mediaba la mañana y la tormenta mudaba en calma chicha, encontraba un hueco para reconocer la magia que encerraba la alquimia de mi padre.
Mis primeras navidades llegaron muy tarde, o al menos así lo recuerdo si no damos por válido algún chispazo de la desmemoria donde me veo jugando a pistoleros con los camellos del belén. Los hilos que los tejen me hablan de unas pocas tardes molestando a pie de una mesa de pino, ancha y alta, tanto que superaba la medida de mis deseos. Para aquellos momentos, el horno ya estaba frío y el ambiente era bastante gélido. La luz era tenue y la sala dormía el más plácido silencio. Y allí veía a mi padre dándole puñetazos a una mole deforme, una masa terrosa que, contra toda voluntad, parecía desmoronarse estrepitosamente como muchos de mis deseos. Aunque intento auparme por encima del armazón y mover con cierta gracia el plastón, aquello se me venía encima una y otra vez.
La sonrisa de mi padre me desaconseja un nuevo intento.
Desistiendo de lo imposible, me sitúo en la esquina contraria, junto a un cuezo viejo, tanto como la memoria panadera de mis ancestros, y una torre de latas rectangulares y ennegrecidas a fuerza de cocerse la azúcar. Me alzó sobre una pequeña y desvaída canasta ocre, que me permite elevar las manos sobre la mesa y observar con más detalle el trajín de mi padre.
Con detenimiento, aprecio como de entre sus manos, y con una maestría inquietante, la masa amorfa va cogiendo diferentes apariencias. En primera instancia se asemeja a un volcán grumoso, pero en segundos se transformar en una enorme torta circular de poco más de unos milímetros de gruesa. Es entonces que apego lateralmente la cabeza al horizontal de la mesa e intentó precisar el grosor exacto de cada torta. Y así una y otra vez, y juro que no llegué a concluir como todas podían ser tan parejas.
Cogiendo harina de un balanzón, la lanza con cierta suavidad y estilo propio, como cuando uno ‘tiraba el trompo a cepazo’, sobre la cara superior de la torta. Después la distribuye con la palma de la mano por toda su circunferencia hasta conseguir que la superficie, otrora terrosa, tenga un tacto suave y cálido, navideño diría yo. Sustrae del cajón inferior de la mesa varias figuras geométricas y de hojalata, entre ellas una estrella de cuatro puntas que un viejo amigo, bromista y chistoso, Eufrasio el Pelotas, le había moldeado con los restos de una lata de tomate. Y comenzaba entonces un baile de manos trepidante. En unos instantes hacía desaparecer la torta y dibujaba sobre la mesa una inmensidad estrellada, mientras tanto, yo pugnaba sin éxito por cosechar cada uno de los mantecados mixtos y alinearlos sobre mi cachito de cielo de negra hojalata. Aunque mi afán era desmedido, raramente conseguía poner orden y no arreglaba un asunto cuando ya tenía encima una nueva mole de masa terrosa que venía a ocupar el lugar de la anterior.
Y ya sin el consejo de mi padre, con cada solsticio la rueda vuelve a girar.