sábado, 23 de septiembre de 2023

La sacralización del refranero climático

(…)

Y ahora, situados temporalmente en los últimos estertores de la Edad Media y con una población cada vez más asentada e identificada con su territorio, ¿es posible que los aldeanos que nos precedieron decidieran dar mucha más fuerza al magisterio, grado protector y carácter sacro de sus refranes agroclimáticos? ¿Es posible que dieran un paso hacia adelante y decidirán hacerlos visibles, tangibles, legibles en el territorio? ¿Puede que nuestros paisanos del bajo Medioevo quisieran tenerlos muy presentes y desearan representar sobre el terreno ese santoral y sus refranes, lo que de positivo tenían aquellas enseñanzas? ¿Que con este fin edificaran unas ermitas cuyas advocaciones simbolizarían los contenidos de estos refranes y, por su secuencia lineal, narraran ordenadamente el ciclo agroclimático más idóneo para sus intereses?

Sí, existe esa posibilidad.

De manera paralela, y quizá con este fin, implantaron un ciclo de fiestas, procesiones y romerías muy concretas, estrictamente desarrolladas en un territorio en particular, que no es otro que aquel camino que mayor reputación tenía en el pueblo y en aquel momento histórico: el Camino de Andalucía en su tramo Majavieja o del Santuario. Un eje viario que tenía como vértices, y aún sigue teniendo, la parroquia del pueblo, a poniente, y el Santuario de Nuestra Señora de la Encina a levante. Y así nos narra, a modo de estaciones y en este orden, haciendo uso de las ermitas de San Ildefonso, San Marcos y Jesús del Camino.

Para que año agrícola sea lo más fructífero posible, y por tanto se obtengan las mejores cosechas, las lluvias deben llegar pronto, a comienzos de septiembre (mejor para la Virgen, 8 de septiembre). De esta manera la sementera se efectuaba tras la festividad del santo (San Mateo), en pleno equinoccio otoñal. Ese mismo día el Evangelista, en procesión desde la parroquia, en el marco de las tradicionales fiestas de Los Esclavos y siguiendo el eje viario del camino, despide a la Madre Tierra (Virgen de la Encina) que marcha a su santuario, a levante, al comienzo del ‘todo’, y en plena campiña —a renacer gracias a la lluvia regeneradora—. De esta manera se busca que la diosa proteja los campos mientras los fieles ruegan porque se conciba la mejor cosecha. Entonces y durante la procesión, cuando llegan a la ermita de San Marcos, San Mateo cede el testigo, la responsabilidad climatológica y la protección de la Diosa Madre (fertilidad) a San Marcos y en la ermita homónima —cuya festividad tiene lugar el 25 de abril—. San Mateo la despide en el atrio y regresa a su parroquia, la procesión y la virgen siguen su curso por la traza del camino de Majavieja. Este evangelista, San Marcos, no solo es protector de caminos (de ahí su ubicación en un importante cruce), es también portero de las beneficiosas aguas que deben aparecer en los días finales de abril y que han de extenderse a mayo —“San Marcos, rey de los charcos”—. Si se dan estas condiciones, las óptimas, se prosigue de la mejor manera lo que ya comenzó con buen pie en los albores del otoño, después de realizar una siembra temprana. Como debía ser.

La procesión sigue su camino por la vieja calzada.

Como también nos adelanta el refranero, “en mayo, aguas y soles hacen labores”. La acción conjunta de lluvia (San Marcos) e insolación (dios solar) favorecerá que la excelente cosecha que se preveía a finales de septiembre, con la siembra temprana, llegue así al mejor puerto. En este sentido, llama la atención que la siguiente escala procesional casualmente, o no, sea en la Ermita de Jesús del Camino, ¿Es la ermita, en su vertiente de símbolo solar (Cristo) y preámbulo caminero del santuario de Nuestra Señora —madre fértil que explota bondades y panes en mayo—, una escala más en el complejo camino simbólico que dibujaron sobre el territorio nuestros ancestros?

Y en este estado de la cuestión, ¿es posible que el trazado viario que une la parroquia de San Mateo con el Santuario de la Virgen de la Encina, el Camino del Santuario o de Majavieja y sus ermitas, pueda ser la representación física, tangible, legible y sacralizada de un tramo del calendario santoral, el que va desde la sementera a la siega, y de la sabiduría que encierra el refranero? De ser así, toda esta representación simbólica se condesa y escenifica en tiempo y forma con la procesión ya mencionada, la que tiene lugar el 21 de septiembre entre la parroquia de San Mateo y el Santuario de la Virgen de la Encina, con sus escalas en cada una de las ermitas. Todo el proceso culmina con otra procesión, la que tenía lugar el 9 de mayo con una romería al santuario. En un ambiente festivo por la cercana y casi inmediata cosecha, y durante la romería, se ruega a la diosa madre para qué en mayo, mes clave para el desarrollo del grano, se den las mejores condiciones climáticas. Es decir, que sol y agua vengan de la mano, alternen y se consiga la mayor cosecha posible. Tras la celebración eucarística, se procesiona con Nuestra Señora de la Encina el perímetro del santuario. Ya de vuelta a la parroquia, se regresa con la imagen de la Virgen para protegerla del sol abrasador que la campiña sufrirá durante el estío, a esperar de nuevo y pacientemente la llegada de las primeras aguas de septiembre.

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Ermita de Jesús del Camino

Santuario de la Virgen de la Encina

Baños desde el santuario

Camarín de la virgen de la Encina

jueves, 7 de septiembre de 2023

De la fuente Cayetana

A Josico le veías venir con buen paso, pero como partido en dos. De cadera hacía arriba caminaba doblado y contando los ripios del pavimento, como jazmín en sequía perpetua. Igual yerro y es una suposición mía, pero el asunto quizá estaba en que podía comerte el mundo y, por el contrario, prefería dárselo a los demás. Sin más interés que andar a buenas consigo mismo.

Josico mal anduvo en dos guerras, pero no recuerdo que me diera dato alguno sobre ninguna de ellas más allá de maldecirlas. Ni una palabra. Ni de una ni de la otra. Era más de vivir el día a día mirando poco hacía atrás. Era más de patearse media campiña con su reata de galgas, de echar un vasillo sin muchas voces, sólo alguna y por romper el silencio, y de darse a buenas con el primero que se encontraba. Creo que era de hacer la vida lo más sencilla posible, para sí y para los demás, sin ningún aspaviento, pero sin ponerse ninguna traba cuando tocaba ir de buenas y disfrutar de una buena compañía. Como diría su señora, el señor se juntaba con cualquiera.

Tuvo muchos asuntos, y motivos, para partirse la raspa y lo hizo sin mirar consecuencias ni pensar qué le traería el mañana… y así le iba. Con todo, eso de pegarse a diario con la artesa y un enorme plastón de harina y agua tenía gran parte de culpa.

Josico era mi abuelo y durante los últimos años de su vida fueron muchos los momentos que dormimos juntos, en mi cama de 95, apretujados el uno contra el otro. Seseando en sueños y haciendo notar sus orígenes y anhelos.

Cuando hacía la postura en el Mirasierra, que no eran pocas las veces, no había día que no me trajera unas pocas avellanas cordobesas o unas almendras tostadas liadas en una servilleta de papel. Hoy podría parecer poca cosa, pero para los días y mis años aquello era un mundo. En no pocas veces, viendo mi cara de alegría, mi abuelo me decía que, en el fondo, lo que vale es lo que hacemos, lo que nos damos, y no los resultados. Hijo –me decía-, disfruta de lo sencillo, que las modas y aderezos los dibuja el demonio.

Al hilo, o quizá no, llevaba mucho tiempo barruntando la cosa de que la fuente Cayetana fuera romana. Y con ese bullir, cada día que iba y venía a Peñalosa, me decía el próximo día me hecho el metro, que esas piedras no me dan la talla romana. Y día con día, volvía con las mismas. Aparte de otras contrariedades, me daba mal tufillo el poco desgaste de la piedra pese a sus supuestos muchos años, la falta de almohadillado en los sillares del aparejo o la ausencia de cualquier tipo de grapa de unión entre sillares, ya fueran de doble cola de milano u otras más sencillas. Pues eso, que no había ocasión para echarme el metro y medir las proporciones de los sillares, pues pensaba que ahí estaba la resolución del asunto.

En una de aquellas idas y venidas, recordé los consejos de mi abuelo. Así que, con la mayor sencillez del mundo, bajé desde el camino a la fuente por un senderillo mal pergeñado dispuesto a medir la cosa en base a cuartas y dedos. Sí ya me sorprendió que todos los sillares tuvieran la misma altura, una cuarta y seis dedos, más aún me llamó la atención que entre sillares hubiera argamasa de cal, que nunca hace acto de presencia en los buenos aparejos romanos, y una fina laja de pizarra, siempre presente en las construcciones bañuscas desde la más temprana Edad Moderna. Aquello me picó la curiosidad y, como el que pierde el tren, salí escopeteado para el pueblo. Sin saludar a ninguno de los contertulios que ya por aquellas horas pululaban por la plaza, me fui a medir mano en ristre la obra vieja, la gótica, de la iglesia de San Mateo. Como diría aquel, ¡¡eureka!!, una cuarta y seis. Por supuesto, entre sillares no faltaba el mortero de cal y su correspondiente hojita de pizarra.

Y con las mismas, ahora sí, me fui a mi casa a buscar el metro y ver la correspondencia en centímetros. Pues nada, 29,6 cm. Sin lugar a dudas, el pie romano como medida de longitud.

Pues eso, igual vuelvo a errar, pero me da que el aparejo de la parte primitiva de la fuente Cayetana coincidió con la construcción de la obra más vieja de San Mateo, siguiendo idénticos patrones y bajo la batuta de los mismos canteros y maestro de obras. Como diría mi abuelo, nada más sencillo que andar desnudo por este mundo.