Manuela era bajita, algo achaparrada, y poseía un corazón enorme. De carácter amable y generoso, cuando le entraban de mala manera le salía ese mal genio granaíno que parecía no tener, pero que si era necesario ponía a cualquier tontusco en su sitio. La edad, también los muchos sacrificios que le exigió esta vida, le provocó bastantes problemas en las piernas y en el caminar, pero lo salvaba con un enorme esfuerzo y las muchas ganas de hacer bueno. Lo mismo es mi parecer, pero llevaba con cierto equilibro su ceceo de fábrica, pues era natural de El Padul, y la sequedad propia de la gente de por estos pagos de Sierra Morena.
A su exigua pensión le ayudaba trajinando en un pequeño cuchitril, una tiendecilla de tener poco género, no cabía más, pero el más adecuado en el momento preciso. El cuartucho estaba situado en el esquinazo de poniente de la Plaza Mayor, donde Joaquina tuvo confitería por los sesenta y setenta y regentaba los alquileres Bartolico Recena. Si el abarrote ya era para tres clientes y el cuarto tenía que hacer cola en la puerta, la modernidad, que llegó de la mano del autobús de pasajeros y la querencia por penetrar en las estrecheces del callejero histórico, vino a quitarle un cacho a la casona y a dejar el colmado en casi nada. La vitrina de la repostería se levantaba en primer plano, a modo de barrera y mostrador, y por frente, tras la silueta de Manuela, se apilaban más o menos ordenadas un sinfín de latillas de todos los tamaños y colores, también algún licor mal encarado y caído en el olvido. A la derecha de la puerta, casi apretada contra la vecindad, ronroneaba la nevera-congelador, verdadero artífice de que los zagalones de mi edad fuésemos fieles parroquianos de la ‘Manolica’. Por mis años y modos, uno era cliente asiduo los fines de semana, cuando andaba por Baños y alternábamos poncharrinas en las escaleras del castillo con litronas en el parquecillo de los Turrumbetes, o viceversa. Manuela nos surtía, según el caso y con la mayor amabilidad, pero si se daba tal situación que la lengua llegaba a trabarse y el susodicho se mostraba ‘perjudicado’, la señora argumentaba con contundencia el correspondiente regaño y la necesaria sanción: se cerraba el kiosco para el de turno.
La buena amistad con Manuela venía de lejos. Entroncaba no solo con estos temas de índole comercial, lo era también por los excelentes lazos que tenía con mi familia y los esplendidos ratos de charla que, a primera hora de la mañana, nada más amanecer, echábamos en el despacho de pan de mis padres. De los mismos, también participaba otra buena amiga, María la de Juan Miguel, otra señora entrada en edad, mucho genio y mayor corazón. Tan amenos se hacían aquellos encuentros, que creamos un grupo de Primitiva al que se sumó Juana Mari, hija de María. Aquello acabó de una manera bastante peculiar, pues a la euforia de creer que nos había tocado un mundo le sucedió un momento de cierta desilusión. La cosa finalmente quedó en un premio que no iba más allá de unas pocas pesetas por cabeza.
Algunas tardes entresemana, cuando uno andaba en soledad y a la espera de que algún compadre cayera por la plaza, calentaba la litrona en el mismo puesto de Manuela. Ella, por hacer el rato más ameno y verdaderamente preocupada por mis pasos, solía preguntarme sobre los estudios, ya fuera en Jaén o Granada, o por dónde conducía la vida. Cuando no llegaba compañía y el entretenimiento se me iba de las manos, también se preocupaba por cómo mal perdía el tiempo empinando el codo. En uno de aquellos días, al saber de mis historias, y de la Historia en la que comenzaba de novicio, me comentó de la importancia que debió tener su vivienda, una casita situada a tiro de piedra de las Eras de Casas y en la manzana de Trinidad, frente al viejo molino de San Enrique. Perteneciente a la saga de los Muñoz-Cobo, la almazara estuvo en funcionamiento hasta la década de los cincuenta del siglo pasado. Para ella, por encima de todos sus méritos, el valor de la edificación estaba en el sótano de la casona, que más bien parecía bodega o cantina según la jerga que usan en la comarca de La Loma. Con sillares de arenisca perfectamente labrados, recordaba a los dos que sustentan los bajos de la Casa Grande, en el callejón del Pilar. Siguiendo su criterio, la verdadera virtud del sótano residía en lo fresquito que era, sobre todo en aquellas siestas estivales cuando los calores eran insufribles.
Para ser fieles a la realidad, el exterior de la vivienda respondía a la tipología más andaluza, la típica casita pequeña de un blanco que rayaba la pulcritud. Pero en verdad, en su interior, bajo esta primera capa de cal, escondía un revoltijo edificatorio de habitaciones que se metían en los solares colindantes, un verdadero laberinto de alcobas de corte austero y muy castellano. Con toda probabilidad, la casona, como las vecinas, fue fruto de numerosas herencias y particiones, la mayoría de las veces arbitrarias. En origen, debió tratarse de un único edificio noble de excepcionales características arquitectónicas, cuya portada señorea hoy en una vivienda dos casas más arriba, la que pertenece a Juan Manuel Ortiz. Con toda probabilidad, responde a un viejo hospital de transeúntes, una construcción que ya desde sus comienzos socavó el sótano, a modo de bóveda de cimentación del conjunto, en los bajos de la vivienda familiar de Manuela. Tanta división no nos debe parecer extraño pues, a modo de ejemplo, sirva el caso de don Pedro Andrés del Mármol, presbítero, que mediado el siglo XVIII poseía, por una parte, un tercio de casa en Cestería y, de otra, una novena en la misma calleja. Asimismo, era propietario de una cuarta parte de un molino en la calle Eras. Un caso similar se da con el prior de san Mateo, don Francisco Charidad Villalobos, que detentaba dos medias casas, una en la Bezerrá y otra en calle Eras, así como un molino, que acogía en su interior un horno de pan cocer, y dos mesones, uno en Eras, todavía en ‘alberca’ (sin techar), y un segundo que hacía las veces de posada. La Posá, que así la hemos llegado a conocer, estaba situada en el encuentro de la Plazuela con Bezerrá y calle del Pozo Vilches.
Del hospital, bajo el apelativo de la Sangre de Christo y situado en las cercanías de Camino Real o de Andalucía, del que cada vez tengo más argumentos para llamarlo ‘calatravo’, poco sabemos más allá de que fue de ‘pobres y pasajeros, también para los de este pueblo, con la encomienda de tratarlos y curarlos, que se sacaba para adelante con un raquítico presupuesto de 130 reales anuales y rentaba un subsidio de 1 real y 8 maravedíes’. Aunque se desconoce su fundador, la administración estaba a cargo de un tal don Alonso Francisco Tirado y Robles, presbítero de esta villa a enero de 1752. Un personaje de la época bastante peculiar e ilustre, como se puede apreciar más abajo ‘fiel cumplidor’ de la Regla de San Agustín. Y es que los apóstoles del voto de pobreza pregonan una y otra vez, permanentemente, regresando en el tiempo como la rueda de una noria, eso sí, exigiendo el cumplimiento al prójimo. Con vivienda en la calle del Potro, también tenía casa en propiedad en Eras y un solar en calle Ejido. Asimismo, administraba los bienes de las ermitas de San Marcos y Santa Eulalia de Barcelona, asunto muy propio, como después se verá, de los acólitos de la Trinidad. El primer santuario estaba situado en un encuentro de caminos señalado, donde Majavieja (o de Andalucía) se unía con el de Guarromán y la vereda de Linares; mientras que el segundo estaba enclavado en el paraje del Calvario Viejo, un conjunto con numerosas eras desde donde partían los caminos con destino a la vertiente norte de Sierra Morena (del Hoyo y San Lorenzo) y el cordel merino de Guarromán.
Es cierto que la gerencia estaba en manos de un clérigo, ya fuera en concepto de mayordomo o prioste, y a cuyo cargo también debían estar los oficios, pero en la práctica, siendo un establecimiento pequeño, más casa de misericordia que hospital, con seguridad el hospitalero sería un cofrade casado o una casera designada por la cofradía. A modo de ejemplo comparativo, así sucedía con el hospital de los Honrados Viejos del Salvador, en Úbeda, donde la regente cobraba un sueldo de cinco reales, cinco panes y una media azumbre de vino a la semana, que debía darle de sí para comprar carne y viandas para su sustento, así como para coger agua de la fuente y el jabón necesario para la limpieza de camas, suelos y enfermos.
Y puestos en esta tesitura, a un servidor le llamó la atención la ubicación viaria de nuestro hospital, en concreto la existencia de un apelativo callejero de origen religioso, en este caso Trinidad, cuando se trataba de una época en la que este tipo de nombres brillaban por su ausencia en Baños: Cueto, Cestería, Matadero, Eras, del Pozo Nuevo, Suspiro, Piedras, Potro, Chacona, Bezerrá, Herradores, Arroyo, Luzonas… Podríamos seguir desglosando el callejero en su totalidad sin encontrar, mediado el siglo XVIII, ni una sola calle que respondiera a motivos de carácter sacro y sí a causas funcionales o cualidades topográficas.
Por las cosas de la edad, pero sobre todo por el momento histórico que te cae vivir y el escalón de la sociedad donde uno viene al mundo, a Manuela no le tocó uno de los más favorables. A muy duras penas, pero con cierto disimulo, se defendía en materia de letras y números. Aunque en más de una ocasión me pidió ayuda cuando la cuenta de una parroquiana superaba la rutina diaria. Ahora, eso sí, tenía una enorme cualidad, la de saber escuchar pacientemente, posiblemente uno de los bienes más preciados que nos ha dado nuestra naturaleza. Cuando veía pasión en el relato del contertulio, se plantaba en jarras y te exigía seguir con tus cuitas y encomienda, dando pie a que uno profundizara en su reflexión. Y aquel día, siendo más monólogo que charla entretenida, a Manuela le brillaron los ojos y a mí otro tanto, como abriéndome la puerta de par en par para que prosiguiera con mi batalla.
Y llegados hasta aquí, habría que tirar del relato histórico.
Durante el siglo XII, también en el XIII, y como ocurrió con las de tipo militar, las órdenes hospitalarias tuvieron un crecimiento desmesurado. Así sucedió con la Orden hospitalaria de San Lázaro, que dedicada al cuidado de los enfermos de lepra fue constituida en Jerusalén (año de 1120). Otro tanto ocurrió con la Orden aragonesa de Nuestra Señora de la Merced (1218), que fue tanto asistencial (hospitales y redención de cautivos) como castrense (defensa de las costas de los ataques berberiscos), la Orden de los Hospitalarios del Espíritu Santo (1195), que se extendió por Francia, Italia y Alemania, o la Orden de los Crucíferos (1119), que fundada en Bolonia, y con el apoyo del papa Alejandro II, se propagó por Hungría y Polonia. También cabe mencionar a las congregaciones de san Eloy de León, dedicada a la atención de los peregrinos del Camino de Santiago, a la de san Bernardo de Suiza, con hospitales en los pasos alpinos, o la Congregación de canónigos del Santo Sepulcro. Surgida en Jerusalén (1144) a iniciativa de Arnulfo de Rohes, los sepulcrinos pasaron a Occidente cuando cayó la ciudad santa integrándose a fines del siglo XV en otra orden hospitalaria, la de san Juan de Jerusalén, Rodas y Malta (1048).
Pero la que aquí nos trae, por nuestro apelativo callejero, es la Orden de la Santísima Trinidad, más conocida como de los trinitarios. Fundada por san Juan de Mata en Cerfroid (1198), en la diócesis de Meaux, el papa Inocencio III aprobó sus estatutos bajo la regla de san Agustín. Desde sus comienzos tuvieron dos grandes encomiendas. De una parte, la hospitalidad, entendida como acogimiento de enfermos, pobres y peregrinos, y de otra, la redención de cautivos, también conocidos bajo el apelativo de esclavos. En este sentido, no fue casualidad que el fundador pusiera la Orden bajo la protección de la Virgen del Buen Remedio, indicando con ello quién sana todos los males de la humanidad. Rápidamente se propagó por Francia, Italia e Inglaterra, llegando a tener en la Península Ibérica más de 30 casas hospitalarias a finales del siglo XIII. La Orden daba gran valor a la ascesis, que se manifestaba especialmente en el silencio, el ayuno, la abstinencia y el comportamiento, tanto en la casa como fuera de ella. En una época donde la vida religiosa es entendida como huida del mundo, como enclaustramiento (conventos y monasterios), los trinitarios se mezclan con los laicos en su rutina diaria, en sus obras de apostolado, en su trabajo y en su economía. Incorporan a laicos a su espiritualidad, a sus obras, mediante la ‘Cofradía de la Orden’, oportunidad que suscitó el entusiasmo de Gonzalo, obispo de Segovia, quien, en una carta elogiosa que obsequia al fundador (1208), animó a toda la población, a todas las clases sociales, a convertirse en cofrades y bienhechores de los trinitarios.
Obedientes a su superior, castos y sin propiedad alguna, los trinitarios se instalarán en los arrabales, muy frecuentemente extramuros y junto a las entradas de la población. Sus ingresos, que procedían de canales bien diferentes, como la limosna o las cuotas de sus cofrades, se dividían en tres partes. Con dos de ellas se atendería a las obras de misericordia y al sustento de los religiosos y la casa; la tercera se dedicaría a la redención de cautivos (esclavos). Asimilados con el pueblo llano, usaban lana para la vestimenta y el lecho, y el asno como cabalgadura. El caballo les quedó terminantemente prohibido. Los siglos XVI y XVII serán de gran vitalidad para los trinitarios de la Península, creándose nuevas fundaciones y hospitales, y abriéndose numerosas casas de estudio y colegios universitarios. Tan ingente actividad tuvo un gran protagonismo en la ciudad de Baeza y en todas sus colaciones, incluida la de Baños de la Encina, villa desde 1626. La última década del XVI trajo consigo la reforma de la Orden. Bajo la batuta de san Juan Bautista de la Concepción, y con la conformidad de Clemente VIII, en 1599 se constituyó la Congregación de los Hermanos Reformados y Descalzos de la Orden de la Santísima Trinidad y Redención de Cautivos. En Andalucía se establecería una de sus tres provincias españolas, en concreto la llamada como de la Transfiguración. Entre otros aspectos de la Orden Reformada, cabe destacar la posibilidad de tener terciarios, es decir clérigos y laicos que profesaban los votos de la Orden. Entre 1625 a 1769 consiguieron veinticuatro redenciones, personas liberadas de la esclavitud del pagano, entendiendo como tales a los sarracenos. Por otra parte, en aquel periodo divulgaron sus renombradas procesiones penitenciales, en las que recitaban y cantaban la doctrina cristiana por las calles concluyendo con un sermón. Todo ello favoreció la general propagación de las cofradías de Jesús Nazareno, cautivo y rescatado, como podemos imaginar directamente relacionadas con la Orden y sus fines.
Al hilo de toda esta perorata, Manuela parecía preguntarse a qué venía tanto verso y qué tendría que ver con las bondades de su sótano. Momentáneamente, la mujer quedó como fuera de sitio, pero tenía la total seguridad de que llegaríamos a buen puerto.
Para el asunto que nos traía, y por no tener a Manuela en la más absoluta inquietud, es interesante apreciar como nuestro edificio, que más nos parece casa de misericordia que hospital, está ubicado junto al Camino de Andalucía y en su encuentro con el camino Cascarrillo (o de Enmedio) y la vereda de la Argamasilla (también conocido como Camino de Linares o de las Enebras). Situado en los arrabales de la villa, lo está en uno de sus accesos principales (entrada de levante). Por entonces, Trinidad se estaba construyendo como barrio de nuevo cuño, extendiéndose por debajo de la calzada viaria que llevaba a las eras de la parte baja del pueblo, las de ‘Casa’. Sobre el terreno, la principal peculiaridad de esta manzana es que las almazaras tenían un protagonismo urbano más que notable, pues eran muy numerosas y sus testimonios aún son más que notables. En este asunto, en la ubicación junto a los accesos y en los arrabales, encontramos la primera coincidencia con los hospitales trinitarios. Por otra parte, como el tamaño de nuestro dispensario era muy reducido, no era la Orden quién directamente gestionaba el hospital. Por el contrario y como hemos visto más arriba, estaba administrado por un clérigo, posiblemente profesante de la Orden, lo mismo que debía ocurrir con los laicos que llevarían el trámite diario: curas, limpieza, atención del peregrino, etc. En este tema, en la colaboración activa de cofrades y terciarios, participando como empleados del hospital, volvemos a encontrar nuevas coincidencias con el modelo asistencial que desarrollaron los trinitarios.
A modo de epílogo, mediado el siglo XVIII, el Catastro de Ensenada nos dice que se desconocen los tiempos y la persona que llevó a buen término la fundación de nuestro hospital. Pero hay tres aspectos que nos indican la posibilidad que existiera una cofradía vinculada con los trinitarios, un grupo de personas respetuosas con los fines y regla de la Orden que gestionaría la rutina diaria del dispensario y que, por tanto, nos indicaría el origen trinitario de nuestra casa de misericordia. En primer lugar, y como nos recordaba en su blog nuestro ilustre paisano Diego Muñoz-Cobo Rosales, tenemos el testamento de Elvira Galindo, que falleció en Baños en 1708 y lo tenía otorgado en 1696. En él, entre otras disposiciones, nos viene a decir que ‘el primer fruto de aceituna de las fincas que dejaba para tal fin, se saque a almoneda o subasta al mayor postor y el producto se ponga a censo y sus rentas sean para la Esclavitud del Santo Christo del Llano, como ayuda a las fiestas y demás gastos de dicha entidad’. Este legado nos confirma la antigüedad de la cofradía y la consideración de ilustre que ya tenía en 1752, fecha del mencionado catastro elaborado en tiempos de Fernando VI.
En segundo lugar, nos llama la atención que el apelativo ‘esclavitud’ tenga especial protagonismo en el nombre de dicha cofradía, más aún cuando el rescate o redención de esclavos en poder de los berberiscos (cautivos) era una de las principales dedicaciones de la Orden (véase el caso de Cervantes en Argel). Paralelamente, en las disposiciones de Elvira Galindo se hace mención expresa de las ‘fiestas’, cuando más arriba veíamos que es por esta época cuando se popularizaron las procesiones penitenciales, principalmente las de Jesús del Rescate y Cautivo, que en la mayoría de las ocasiones venían de la mano de las cofradías de la Orden.
Por último, es muy interesante la presencia de numerosas cruces de la Orden blasonando los dinteles de diversas casonas del conjunto histórico. De cruz griega, muy similar a la paté o patada de la Orden Hospitalaria del Temple, aunque con unas ligeras diferencias, las tenemos identificadas en más de una decena de viviendas. Así sucede con las labradas en la propia manzana de Trinidad, donde hay hasta tres; pero también están presentes en Industria (Becerrá), de la Cruz (del Potro), Visitación (Chacona), de la Amargura, Fugitivos o Isidoro Bodson, antigua Donosa, entre otras. A destacar una de las que hay en Donosa, en el reutilizado dintel que da acceso a los domicilios de Unicaja, cuya cruz no responde al tipo paté. Por el contrario, representa la primitiva cruz de la Orden, la versión formada por dos franjas sencillas.
Estos testimonios, más que significativos, nos podrían confirmar la presencia y la actividad de la Orden en Baños, primero cuando fue colación (aldea) y después siendo villa. Y todo ello nos lleva a considerar que el hospital de la Sangre de Christo, como la vieja cofradía que promocionó la fiesta de los ‘Esclavos’, debieron ser consecuencia directa de la actividad desarrollada por los acólitos que la Orden Hospitalaria de la Santísima Trinidad tenía en nuestro pueblo.
Manuela, mirándome de arriba abajo, me dice que escucho algo en lo más profundo de las piedras, quizá raro o singular, como si quisiera descubrir en su duro interior el corazón y el pensamiento de las personas que las tallaron. Sonríe, echa la llave a la destartalada puerta y me emplaza para otra tarde.