Antonio podría parecernos un personaje extravagante, pero tan solo era vástago de un tiempo y unos modos de sacar la vida adelante. Para ceñirnos a la realidad, se trataba de un tipo muy delgado, casi esquelético, lleno de nervio y arrugado por tantas razones y los muchos desencuentros. De sempiterna garrota machacona, gorra pálida y cazadora deslucida, se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo. Su voz de pregón le precedía en un deseo constante por no quedar ajeno a las escenas que cada día pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la Cestería mientras miraba de reojo a la Peñasca y con el báculo en alto clamaba un no rotundo, que la señora de la guadaña lo esperara para más adelante. Poco importaba que nadie lo escuchara, desde el alba al ocaso su voz tenía la obligada norma de rasgar la paz sonora del otero.
La tahona —me cuenta—, ya no es un ágora espaciosa y acogedora, lugar de encuentro y charla, un ir y venir de gentes de todo pelaje y mucho trato. Ahora es un cuchitril empequeñecido, apretado entre un sinfín de estanterías de plástico rígido y mercaderías bien empaquetas y venidas del último confín del mundo. En la tahona —me dice—, ya no huele a masa madre, ni a jara verde, y el pan ha dejado de mirarnos con esos ojos tan enormes. La tahona —se lamenta—, ya no evoca pálpitos de tierra vieja y aceite nuevo. Ahora, el horno no es un vientre cálido y panzudo, es un infierno de armario que cierra herméticamente, un ingenio del demonio que sin necesidad de hornero ni maña se traga de una sola tacada cientos de barras precocidas. Mudado a punto caliente, es gélido y aséptico, un fardo de globalidad que sin despeinarse ha fulminado la memoria de todo un pueblo.
Junto a la boca del horno no queda ni asomo de la vieja cafetera desportillada, ni de los aromas torrefactos que invitaban a la charla a voces.
Puede no parecerlo, pero un día incierto Antonio fue umbría callada, generosa, aderezada de quejigos, lentiscos y madroños. Y fue huerta derramada, ancha, de caballones terrosos y acequia sonora. Y fue campiña de mieses doradas. Pero la ruina, cuando llama a tu puerta, viste a la gente con la misma horma que calza su tierra. Antonio se mantiene a duras penas en pie, como balate derruido o rastrojo quemado, más parece un hato de charabascas resecas que coloniza sin miramiento cualquier huella de lo que un día fue industria y ahora es barbecho. En su otero, sobre una era empedrada, derrama sus pocas inquietudes pastoreando la nada que este pueblo le deja apacentar.
Pon oído, escucha, —me dice Antonio—. Y solo oigo silencio, un silencio agobiante a intervalos roto por el estridente ruido de la chicharra. De repente un disparo estremecedor, rotundo y seco. Unos segundos que son una eternidad… una jauría. El horizonte se asemeja a una enorme cerca vallada con alambre de espino y la tierra se quebranta. Con cada paso se levanta el polvo de una vereda que se pierde, que te envuelve y reseca el aliento. El aroma a ládano de la jara, un aceite achicharrado, te viste de una calma chica, te envuelve con una atmósfera pesada que te agacha. Te acuna un viento avaro, holgazán, que no hace ni un solo intento por desperezarte.
Y de entre el tumulto emerge una frase positiva que te toca el hombro, un rebaño de palabras huecas, vacías, que gestan una cínica impostura que no cambia nada. Siempre nos quedará una tierra expoliada y ninguneada una y cien veces, un pueblo vaciado, una guadaña cuya mano acecha sin cara ni nombre.