Ni muffins, ni brunch, ni afterwork, ni selfie. Los Enemigos no son de estos tiempos. Ellos siguen siendo de madalenas, cañitas tras el curro y almuerzo entendido como bocadillo matinal, nada que ver con la palabra elegante con la que ahora comen los políticos y los empresarios. Los Enemigos “no som d’eixe món”, que diría Raimon, son de los tiempos en los que la guitarra era totémica, instrumento con el que los más jóvenes airaban su enfado, construían una nueva lógica sonora y el nosotros podía al yo con sus crisis emocionales. La música sonaba fuerte y desafiante, no queda y ensimismada. El tiempo ha pasado orillando lo que antes era central, pero Los Enemigos distan de ser una antigualla porque su queja y su enfado no se momificaron con la llegada de la alopecia, sino que junto a la fidelidad a un sonido correoso han ganado al tiempo. Los Enemigos siguen molestos, pero ya saben que con guitarrazos no cambiarán el mundo. Pero los siguen dando.
La pandemia, otra palabra de nuestros días, impidió en sucesivas ocasiones la presentación de su nuevo disco en Barcelona, que los acogió en Apolo. Mucha cana, carnets de identidad varias veces renovados y mayoría masculina entre la asistencia. No, el rock no está de moda. Tampoco Pérez Galdós ni los tochazos de Tolstói, la antítesis de la contemporánea comunicación abreviada. Pero lo que hoy sí está de moda es perder, y Los Enemigos siempre han escrito historias que no olvidan a los perdedores. Perdedores, además, con ese toque popular que los hace cercanos, personajes de pueblo junto con el maestro, el cura, el rico y el médico. Y sus historias, esculpidas a base de rhythm and blues correoso, no ese R&B urbano de la nueva constelación de estrellas negras, tienen el tacto áspero del secano, de la tierra aplanada por el sol que, sin embargo, rinde su cosecha anual. Porque hasta un terrón desecado tiene vida en manos de Los Enemigos.
Su vida es la energía de un rock que se resiste a perder su caligrafía, por mucho que la tinta ya no viaje en estilográfica. De hecho ya no hay ni tinta, de tanta pantalla con letras. Vestidos como personajes de Reservoir Dogs, con Josele Santiago casi clavado frente a su micro, austero hasta en la gesticulación, ajeno al cabeceo tontorrón y al meneo estéril de las estrellas que aún creen en el despliegue físico como muestra de vigencia, sus canciones fueron cayendo con la contundencia de los capones que antaño propinaban los profesores en las cabezas de su alumnado. Un tema tras otro, despachando ya casi de entrada Septiembre, Señora y Me sobra carnaval, robles que repelen el polvo. También hubo piezas de reciente factura como Menos que un perro, Sacrilegio sideral o La ofensa, canciones que renuevan su compromiso con el sonido clásico del grupo, que en mero formato de cuarteto creó suficiente estrépito como para que ni se intuyese el griterío del público cantando las canciones. Y eso que ese público, con sensación de no estar hoy atendido por la actualidad musical, berreaba como quien se autoafirma con la garganta. De hecho lo hizo.
Y lo hizo durante hora y media larga, cuyo final fue paradigmático. Penúltima canción Todo a cien, un concepto casi desaparecido del floreciente comercio chino pero con aún notable carga semántica. Última canción Paracaídas, con una frase que dice “tengo amigos que nadie me presentó / que sacan fuerzas de donde ahora las estoy sacando yo”. Acabado el concierto, la banda saludó la euforia del público mientras sonaba Can’t Take My Eyes Off You del octogenario Frankie Valli. Y el punto final con el grupo y la sala cantando y preguntándose al unísono “¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? de Siniestro Total. Un señor concierto presidido por la raspa de sardina que para los presentes siempre evocará a Carpanta.
Firma: Ana Tascon
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