domingo, 1 de mayo de 2022

Huellas que se pierden en el abismo de la desmemoria. En colaboración con Francisco Miguel Merino Laguna

Para la mayoría de cronistas e historiadores, y como quien dice hasta hace tres días mal contados, acercarse a la memoria colectiva era asomarse al poder acomodado en su sentido más amplio, hurgar en su génesis, narrar su consolidación y describir la farfolla que lo adorna y enaltece, cuando no sus caprichos. Aunque pueda parecer que la situación ya no es la misma, en cierta manera se sigue considerando que el patrimonio, digamos con mayúscula, solo lo constituyen aquellos gigantes de piedra que rompen el perfil de nuestros pueblos y ciudades. Aunque también es cierto que esta opinión tiene cada vez menos defensores. A modo de ejemplo y para no distanciarnos mucho de nuestro terruño, al amparo y sombra de estos asuntos, en nuestra romería se cantaba y aún se recita que ‘Baños de la Encina (…) tiene tres joyas de arte que todo el mundo conoce, el castillo milenario, la iglesia de san Mateo y el camarín del santuario…’. Y mientras tanto, con total normalidad, los molinos arruinaban sus acequias y rodeznos, las eras perdían sus piedras y las fuentes ahogaban sus veneros.

Con el tiempo, que siempre corre en contra, mucho esfuerzo y dedicación constante, tras un sinfín de estudios, no pocas penurias y alguna lágrima, se dio por bueno que algunos de estos elementos etnográficos pasaran a considerarse patrimonio de todos, aunque muchos de ellos, piedra arriba o abajo, ya estaban casi en ruina. En cierta manera, y casi al mismo nivel que los grandes monumentos, estos bienes pasaron a formar parte de la idiosincrasia de las comunidades locales y de su memoria colectiva. Puestos a ello, en nuestros pagos se volvió a elevar un molino, se dignificó alguna fuente y lavó la cara a más de una casería. Otros ingenios, con menos suerte, siguieron desempedrándose. Pero, a fin de cuentas, puestos a ser críticos y escarbando en los asuntos ideológicos, ¿es que la mayoría de estos inmuebles —molinos, puentes, ventas o almazaras— no eran herramientas de aquellas élites?, ¿huellas de lo que mantenía a unos pocos en la cúspide de la pirámide social y económica? Las fuentes, los lavaderos…, ¡eso es otro cantar! Con total seguridad, estos elementos de la vida cotidiana no formaban parte del poder establecido en cada momento. Risas, canciones y juegos, fábulas y mitos… y hasta las normas que regían la espera de la vez para lavar o llenar el cántaro, esto nunca fue manifestación del ejercicio del poder. Por todo ello, si no somos capaces de identificar las marcas, las huellas que todo esto ha dejado, por muy nimias que puedan parecernos, nunca llegaremos a conocer realmente cómo fue una comunidad en el momento histórico que le tocó vivir. Tan solo nos quedaremos con las maneras que tenía el gobierno de turno de expresar el ejercicio de su mandato.

Así que, cansados de hurgar en las manifestaciones del poder, decidimos buscar en un vacío imposible: en los miedos, en los anhelos, en las creencias... Porque, como diría nuestro buen amigo Antonio Torres, qué sería de los bañuscos de cualquier época si no supiéramos reconocer el valor emocional que tienen algunas marcas y expresiones, como es el caso de una sencilla bellota manchada con un perfil que puede parecernos la figura de Nuestra Señora. Por supuesto, la cosa no es tan simple.

Al hilo de todo esto, y por no irnos muy atrás en el tiempo, los que llevamos algunos años peinando canas daremos por bueno que sería imposible comprender a nuestros mayores, y menos aún llegar a entenderlos como colectivo social, si no apreciamos su huella en aquellos paseos dominicales que tenían como escenario la Plaza, la Carretera o la Llaná. Y lo que aquellos encuentros representaban, aunque nos puedan parecer tan simples como lúdicos. Menos aún reconoceremos su huella si no los evocamos en todos y cada uno de los componentes que formaron parte de aquella memoria colectiva, la suya: la diminuta pastelería de Joaquina —que para los de nuestra edad fue la de Manuela—, el kiosco del Maga, el empedrado de la Carretera y el paseo terrizo de la Llaná, el Peñón Gordo, las ‘moreas’ y los viejos álamos –por entonces, las unas casi estacas y los otros frondosos-, los Jardinillos del Barranco o el cine de Columpios… y mucho paseo y pipas. Todo aquello, aunque pueda pensarse que son asuntos de poca importancia, forma parte de la memoria colectiva de una comunidad y de cómo se argumentó y construyó su Historia, la de nuestros mayores, los que vivieron y sufrieron la postguerra y en gran medida nos encarrilaron como país.

En la mayoría de las ocasiones no somos conscientes de que con cada negocio que se cierra y con cada sueño que se apaga, con cada empedrado que se levanta y se dispersa en barbecho, con cada árbol centenario que se tala y arde en la lumbre, con cada horno que huele a polvo y no a jara, con cada tanto…, se pierde un párrafo de memoria de la comunidad que lo redactó y se corta un hilo, uno más, de los muchos que nos unían con la historia de nuestros ancestros.

Huellas y más huellas que se pierden en el abismo de la desmemoria.

¿Y qué hay de la memoria colectiva construida por los que llegamos después? De los que, tutelados por una EGB cuyo recuerdo parece más anecdótico que norma educativa, hoy somos ejecutivos del periodo que nos toca. ¿Qué huellas quedan y dan indicio de los cimientos de nuestra niñez? Nadie comprendería nuestro arrojo sin entender que la manera cotidiana de dirimir las diferencias era una pelea a pedradas en la Llaná; que nos divertíamos aprendiendo a nadar en el abismo de los cabeceros de las Colmenillas o cogiendo ‘níos’ en los mechinales del castillo; o que nuestra mayor aventura, despreciando el riesgo, era subir el Cotanillo encaramados en el cascajoso pasquali de Juan Manuel ‘el de la Tonta’. La máquina, por su esperpéntica forma y abarrotada hasta las trancas con paja, en nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga; pero en otras ocasiones la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.

No habría manera de entender nuestra camaradería sin conocer lo que era calcinar una candelaria antes de tiempo, que nos quemaran la del Corralón, o pasar una tarde de pipas, y con el tiempo litros, en la Cruz de las Azucenas. Tampoco habría forma de entender cómo somos si no se aprecian nuestras marcas en un baño con nocturnidad y voces en la alberca de Alfredo, en el hurto de un brazado de habas de la era de Lechuga o no se nos ve en las canteras del Santo Cristo con el agua hasta la cintura, en invierno y medio desnudos, atrapando cabezolones y tiros. Tampoco sabrían de nuestras raíces si no reconocen nuestros miedos en el silencio de la cueva de la Mona o cuando husmeábamos la presencia de la ‘Encantá’, un disparate de señora que enjuagaba sus pecados en las oscuras aguas del Pilarejo; o no aprecian como, durante horas, nos divertíamos dándole patadas a una pelota, cuando no a una lata, en la era de Vidalón o en la de Casa, o el ancho terrizo de la Vuelta la Pera. Pero, ¿alguien sabría cómo realmente fuimos si no reconoce que, posiblemente, aprendimos lo mismo en una mañana de liria en la Quijá que durante toda una semana en el colegio? La esfera de nuestra enseñanza también dejó sus huellas en una camá de olivas de la Campiñuela o en los caballones de la huerta Zambrana… y a la postre, por ceporros, nuestras marcas siempre se dictaban una tarde de verano bajo la parra de Patricio.

Definitivamente, nuestra memoria también se forjó en las cocinas, en la casa de nuestros mayores, en la escena de una chiquilla reprimida y sumisa que aprendía a coser… o en un beso perdido mientras esculpíamos un corazón, que sería eterno, en la dura roca del Peñón Gordo.

Y quizá, en una esfera menos sentimental, pero siempre nostálgica, qué decir de aquellos hitos, de aquellas marcas que identifican y dotan de memoria a nuestras calles. Valga de ejemplo. Conquista siempre fue Cestería, pero poco más conoceríamos del origen de este antiguo apelativo, que ya no es, si no lo viéramos refrendado en cada uno de los mojinetes de majar esparto que aún hoy salpican alguno de los casuchines de ripio, barro y cal que dibujan esta vieja calle. Porque esa y no otra era la industria que utilizaban sus pobladores, cesteros y canasteros, en su quehacer diario.

Y ahora, con el morral cargado de huellas y memoria, nos dejamos caer por caminos de herradura y sin documentar, por cañadas que no están en los papeles ni en los mapas cartográficos. Nos fuimos a hurgar en las raíces primeras, en nuestros argáricos, a encontrar cuando no adivinar las marcas de su memoria colectiva. ¡O qué demonios!, fuimos a documentar lo que pudiera ser un simple juego de niños, aunque en realidad querríamos que fuera una carta de amor a la tierra. Y allí estaban, siempre olvidadas, quebradas en cualquier rincón y roca de Valdeloshuertos, recitando juegos, risas, miedos, deseos, sueños…, pero también sus mitos.

Y rebuscando en el comienzo de nuestros tiempos, en la época de los primeros bañuscos, identificamos por doquier las marcas que ellos nos dejaron. Son huellas que debemos proteger, admirar y transmitir a los futuros habitantes y visitantes de nuestro hermoso pueblo. Debemos considerar que estas improntas tienen un nivel similar a la de los monumentos que tanto apreciamos y que ahora nos identifican, pues están a la altura de aquellos bienes culturales de los que cronistas e historiadores han vertido ríos de tinta.

Nos referimos a yacimientos como Peñalosa o el Fortín de Migaldías, enclaves arqueológicos que ya son parte del corazón de todo bañusco, un patrimonio que hoy es visitado y que atrae la admiración de los viajeros más exigentes. Pero hay otros muchos bienes que, siendo del pueblo, teniendo una entidad igual o mayor que aquellos, no están presentes en folletos promocionales ni en boca de los amantes del patrimonio y apenas son conocidos. Así ocurre con La Verónica, Peñón del Águila, Navamorquín, El Puntal o Salas de Galiarda, entre una infinidad.

En el término de Baños de la Encina, las primeras evidencias de existencia humana se encuentran en las terrazas fluviales del valle del río Rumblar (Galay, Santa Inés o Ángulo), datadas entre 100.000 y 30.000 años antes de nuestra era. En estos yacimientos tan antiguos no solemos encontrar huellas de los primeros bañuscos, pero sí sus herramientas de piedra, con las que nuestros antepasados más lejanos cazaban, recolectaban y preparaban los alimentos conseguidos.

En cambio, en tiempos más recientes, pero también muy antiguos, hace aproximadamente 6.000 años los ancestros nos dejaron su huella en lo más recóndito de nuestras sierras. Nos referimos a las pinturas rupestres que se conservan en el término municipal, como es el caso de Nava el Sach, Barranco del Bu, Canjorro de Peñarrubia, Selladores, Abrigo de las Jaras, El Rodriguero…, y otras tantas que enumerar y que aún no se han identificado. Como podemos apreciar, el municipio cuenta con un enorme arte parietal que nada tiene que envidiar a otros pueblos serranos y que, al contrario, rompiendo fronteras se suma al que aportan nuestros vecinos. Sin embargo, es un patrimonio bastante desconocido. La gran mayoría se encuentra en fincas privadas, herméticas, que dificultan su conocimiento y que nos identifiquemos con lo que simbolizan. Pero, estén donde estén, sean más o menos visibles, debemos vernos en ellas, en quienes las hicieron. Son las primeras huellas bañuscas y son patrimonio de todos.

Pero, al hilo de la capacidad inventiva del ser humano, de sus creencias y sueños, de sus mitos, recientemente se ha descubierto que las pinturas rupestres no son las únicas huellas que nos legaron nuestros ancestros más lejanos. Aunque muchas de estas marcas están en fase de estudio y no han sido publicadas, al menos a nivel local, su relevancia es tal que debemos detenernos, reflexionar e intentar comprenderlas. A diferencia de las pinturas rupestres, en este caso se trata de grabados en piedra que podrían tener una antigüedad aproximada de 4.000 años. Son muy variados en cuanto a tipos y formas y se encuentran dispersos por nuestro término municipal y áreas vecinas. Las más frecuentes son las cazoletas, pero no las únicas. Se trata de concavidades circulares modeladas en la roca, de diferentes tamaños, que van desde unos pocos centímetros a las de mayor envergadura, que podrían alcanzar el medio metro.

Estas cazoletas o insculturas suelen aparecer formando conjuntos, en ocasiones junto con acanaladuras y espirales, aunque también las hay aisladas. Algunas de estas agrupaciones se han encontrado en nuestro pueblo, en Baños de la Encina, formando alineaciones que giran en torno a estructuras rocosas, muy sencillas, que podrían asimilarse con santuarios o espacios de culto y posible vinculación con el astro solar. En otras circunstancias, las cazoletas parecen indicar un camino, una línea de protección o un limes simbólico y carácter sacro. En todo caso, es muy pronto para afirmaciones y se trata de especulaciones que habría que investigar con más detalle.

Desconocemos la utilidad real de las cazoletas, al respecto todo son conjeturas. Hay autores que piensan que podrían ser mapas astrales, mientras que otros defienden que serían marcas que identifican cañadas ganaderas ancestrales. Realmente, por la similitud con un recipiente, podrían utilizarse para contener algún tipo de líquido, quizá para ser prendido como luminaria. Pero esto no ocurre con todas. Muy contrariamente, la mayoría están talladas en rocas con cierta inclinación, incluso casi verticales, lo que impediría este cometido.

Como ocurre con los petroglifos de Burguillos, aunque aquí el soporte sea pizarra y en aquellos es arenisca, hay otra tipología de grabados que aparenta ciertas formas, que a su vez podemos dividir en dos tipos según el trazo: grueso y fino. Entre los de trazo grueso abundan los cruciformes (cruces) con multitud de variantes, conjuntos de espirales de distinto tamaño y formas humanas. De entre los grabados de trazo fino proliferan las cenefas, soliformes (soles) y rayados.

Como podemos apreciar, las huellas que nos dejaron nuestros antepasados, pretéritos o cercanos, son numerosas y diversas. Y todas nos cuentan cómo fuimos y cómo podemos llegar a ser. Es un patrimonio a conocer, interpretar, difundir… y siempre proteger. Es un legado que debemos dejar a las generaciones venideras para que puedan comprender la idiosincrasia de los bañuscos, aquello que nos hace diferentes y que es nuestra verdadera aportación a la Humanidad.

Cine de Columpios, parroquia de San Mateo al fondo. Cine de invierno y de verano en la Carretera

Taquillas del Cine López, o de Columpios, y antropomorfo cruciforme

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