La aurora despertó entumecida, plomiza
y fría, como acero al raso, envolviendo la mañana con un fino encaje de
escharcha. El aprisco, ancho y húmedo, se extiende salpicado de pequeños chortalillos de fango y roderas terrosas,
frágiles y quebradizas bajo la pisada que bulle con el primer hilo de luz.
Plantado en lo más hondo, el lugar parece
dibujado al modo de los campamentos romanos. Y así es, pues lo atraviesa en
toda su largura un camino empedrado, que dicen es también romano, que corta en
cruz la cadencia de un sucio arroyete,
a veces acequia, que recoge la mayor parte de las aguas de la campiña, cuando
las hay. A modo de cruce, de foro de encuentro, cañada y regato vienen a darse
en nupcias en un puentecillo pétreo, recio y menudo, que se sostiene en vilo en
mitad de todo. En su función de cardo máximo,
junto al hilo carretero se dan relevo dos pozos y sus correspondientes piletas,
evocando que sus raíces estuvieron en la trashumancia y fue descansadero de
ganado merino. Y no queriendo tener un desempeño menor, el riacho, en su encomiable
papel como decumano viario, va pariendo
en sus dominios norias de diferente tamaño y pelaje mientras enfila plácidamente el barranco de Valdeloshuertos.
Teniendo el lugar la apariencia propia que
rige las colonias latinas, el Charcón cierra su perímetro con un ancho muro de
piedra enmohecida, descolorida, roto a intervalos por media docena de
enmarañados y vetustos granaos, una línea
de bastiones retorcidos que da solidez y presencia al cercado. La civitas romana erigía sus murallas para
defender la ciudad de posibles enemigos, este anfiteatro varado en el tiempo las
traza para impedir que el ganado, haciendo de su capa un sayo, abandone el
abrevadero y desbarate la cosecha hortelana al otro lado del limes. Contrariamente a como lo hace la
urbe romana, la distribución interior del aprisco es un completo desorden, un disparate,
mientras que al otro lado del bardal la huerta se derrama en perfecta disciplina,
ordenándose en caballones de tierra quebradiza y surcos empapados.
Pese a lo intempestivo de las horas, el
lugar es hospitalario, huele a tierra mojada y generosa. La atmósfera está
limpia y la sensación es acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El anciano,
hombre de huerta y pocos
excesos, me observa con las manos atrás y ligeramente
encorvado hacia delante. El
Tuerto, le
llaman. Unos los tienen por huraño y cenobita, otros lo consideran muy
leído y
hombre de costumbres austeras. Lo
cierto es que el labriego es de porte bronco y ojo más seco que ripio, según se
dice fruto de un disparate digno de no contar. Es más tieso que erguido,
solitario y retorcido como almendro centenario en estepa. En su papel de augur,
se dice autodidacta y sabio que pocos comprenden, y es considerado viejo para
todo y para todos. Quizá sea octogenario, al menos así lo parece. De cotidiano anda
entregado a su hacienda mientras recita una cantinela perenne: cuenta que con
aquello de ser la huerta aprisco de muy atrás, por allí cae gente de todos los
estamentos, los de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los
que se arriman a lo sagrado, unos y los otros, dando instrucciones de cómo
hacer esto y desandar lo otro. Afirma con rotundidad que está hasta las narices
de tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabrá qué oración y a quién
rezar cuando toque. Auspicia con vehemencia que cualquier día le suelta los
perros a tanto apóstol.
De chico, más por seguir la corriente y
la gracieta del grupo que por la
ganancia del hurto, le arrancábamos un manojo de habas, le desatábamos una hilá de cogollos o le espachurrábamos
alguna graná; y cuando no era tal, en
un interés ruin y vándalo, le apedreábamos la destartalada puerta de su casilla
en la calle “Recuerdo”. Ahora, cuando el empedrado del camino preña socavones y
el regato alardea de anchura nutrido con las aguas de la depuradora, cuando los
caballones y surcos han mudado a camás
y su casuchín es desmemoria, ahora, imaginando
que el escenario no ha mudado un ápice, me dejo caer sobre las piedras de un
bardal que clama ruinas e invento charlas con el tipo.
Por bajo del puente, sobre una
plataforma de pizarra y como si todo aquello les fuera ajeno, se solean dos
galápagos. Desconcertados por la temprana helada, alargan el cuello cuanto
pueden, quizá por atrapar el último hilo de luz antes de la inaplazable
hibernada. Suena un crujido fuera de lugar, ponen oído y se lanzan velozmente a
la charca. Ahora y acorde con estos fríos primerizos, los granaos de los Charcones se yerguen raquíticos, sin hojas, exhibiendo
con esperpéntica guisa lo que resta de su fruto, oscuro, reseco y quebrado. La
savia duerme esperando mejor momento, Patricio hace otro tanto. Aguarda paciente
que alguien escuche sus dudas y reflexiones, que recoja el testigo y acepte cargar
con su incomprensible fardo.
Pegado a un enorme eucalipto y al calor
de una lumbre, me cuenta que no hay mayor placer que andar al raso, charlar y
discutir con Judas, su perro, ¡tan
sencillo!; o sentarse bajo la higuera, sin prisas y a su sombra, para escuchar
el silencio y observar desde aquella lejanía los epicúreos trajines con los que
bulle la gente. A veces, el pueblo parece un disparatado hormiguero sin más timón
que la avaricia, la envidia, la soberbia o la venganza. Es como si el mundo se
les fuera en un suspiro. Me dice también que desde allí se aprecia todo tal y
como es en verdad, y nada es tan grande y de tanta enjundia como nos damos a
entender. Desde allí, sin embargo, todo se ve pequeño y distante. Desde tan extraño
otero, me repite, domina el curcuño
de casas que dieron lugar a las primeras calles del pueblo. A lo largo del tiempo
ha observado como su crecimiento ha sido más o menos ordenado, más o menos
inteligente, generalmente al arbitrio de la sinrazón. En sus primeros años creció
holgadamente por bajo del castillo, en dos hileras y mirando de reojo a levante,
con casillas de poco lustre y mucho vivir en la calle. En segundo término, se
edificó la iglesia y se gestó el anchurón
de la plaza elevando en su cuadratura casonas de más porte. En un suspiro de
nada, se cerró la villa vieja con un cerco murado y se obligó a las viviendas a
que se apretaran las unas con las otras, mediando entre ellas estercoleros y
canteros. Se perdió en anchura y se ganó en intereses; de la misma manera, creció
la hidalguía urbana y menguó la calidad de vida de los vecinos. A no más tardar,
cuando la vieja aldea mudó a villa, cuando multiplicó la población y
diversificó sus quehaceres, se trazaron casonas de más lustre y molinas aceiteras
que salpicaron todos y cada uno de los caminos de ida y vuelta. Pese a ello,
como no había más inquietud que ganarse el sustento, poder reconocerse en cada uno
de sus rincones e identificarse con el lugar donde vivían, sus callejas y
plazas se rotularon con apelaciones sencillas, humildes… siempre funcionales.
Los primeros apelativos referentes al
callejero aldeano, —me dice, —emanan directamente de los accidentes
topográficos que rodean la fortaleza. Por entonces, el interior del castillo y
su entorno más inmediato, lo que hoy se conoce como el barrio de Santa María,
formaban el primer núcleo urbano, el único habitado. Los de Castilla, que se
tenían por austeros y de poco especular, no tuvieron otra que nominar al
enrisco de arriba y al barranco de lo hondo con las designaciones propias de su
lengua llana, que no eran otras que Cueto
y Turrumbetes. Pronto, con el crecimiento
urbano bajo medieval y bajo los impulsos de los primeros “Austrias”, aparecerían nuevas apelaciones, ahora vinculadas a los
nuevos usos del viario, a sus industrias o relacionadas con alguna
característica notoria de la topografía: Cestería, Plaza, Arroyo o del Horno.
Cuando la modernidad saltó el cerco
aldeano para titularse villa, lo hizo sustentada en unos nuevos usos económicos
que marcaron el viario: Plazuela, Becerrada, del Potro, Eras, Peñas, Cuesta de
los Herradores, Ejido, Ejidillo, Molinos… y transformó caminos en apelativos urbanos:
del Pozo Vilches, Luzonas (pozo), Mestanza (municipio de la Alcudia manchega,
en la vertiente norte de Sierra Morena, que rezuma trashumancia) o Camino del Pozo
Nuevo.
Se da un respiro mientras mantiene en
vilo la conversación. La mañana va despertando y los hilos de luz conquistan el
chortal. La tierra cruje, es como si se desperezara en un intento vano de ganar
el protagonismo que definitivamente ha perdido. A modo de gollería, el labriego
arranca el moño de un pan y me lo ofrece, —come ahora que hay, —me dice. En un
afán litúrgico, prosigue el soliloquio con un giro de tercio, como dejando en
suspense el relato que nos trae. —Nuestra tierra, —prosigue, —tan hecha a toda
clase de invasiones, pisotones y escarnios, sigue mojando su pan duro en agua,
para luego estrujarlo con las manos y apretarle un algo de aceite de oliva,
vinagre y ajo. Si tienes la gracia de cogerlo recién horneado, te harás un
cucharro mojando la sopa con aceite y sal, de lo contrario, si tan sólo pillas
un coscurro duro, con suerte, te harás un gazpacho. ¡Qué no te cuenten milongas!,
aquí acabaron llegando cuatro desarrapados y un puñado de tasadores, los de
lustre se instalaron en vegas y campiñas y muy pocos de los que por aquí pacían
se fueron. Unos cuantos acabaron de simiente, los otros, los más, de abono.
Llegados hasta aquí, en las calles bulle
un nuevo orden villano. A los pecheros se les aprieta cada día más y los
virtuosos tienden a perder el tiempo elucubrando disparates y florituras. En
éstas, al calor de la doblez y artificio barrocos, de la máxima de parecer más
que ser, mudaron lo terreno en celestial santificando callejas y viarios. De
tal manera, unas pierden el nombre primero quedando tan sólo el apelativo
secundario. Así ocurrió con la calle llamada del Horno, que siendo en origen mera
prolongación de Cestería contaba con un ingenio de esta calaña situado en la
trasera de la Casa del Concejo, propiedad de María Ruiz y nominado como de
Madre de Dios. La vía dejó la cochura en el camino y pasó a llamarse por el
calificativo: Madre de Dios. Otro tanto sucedió con el enriscado Cueto, que pasó
a conocerse de Santa María, o con la Plazuela, anchuroncete en pendiente que añadió Rosario a su vieja
denominación. En otros casos, directamente hay apelativos que sustituyen a los originales
que se creían de peor catadura. Éste es el caso de La Cruz, que sustituyó a del
Potro, o Visitación, que hizo otro tanto con Chacona. De la misma manera,
también surgen apelaciones de nuevo cuño vinculadas a flamantes calles: Iglesia,
Trinidad, Callejón de la Ermita de Jesús del Llano (luego Cotanillo), San
Ildefonso o Santa Eulalia, la de Barcelona que no la original de Mérida.
Después, con la intrascendencia
romántica, más preocupada en hacer patria que en formar ciudadanos, nos llegaron
las rotulaciones más bellas, o al menos las más evocadoras. Quizá las gestó un
mercachifle que tan sólo buscaba hacer patria y caja, un mercader de la
palabra, o quizá las preñó un alma poética, que era de la opinión que un país
se construye tan sólo con ‘amarguras’, ‘desengaños’, ‘recuerdos’, ‘suspiros’,
‘vistas alegres” y ‘conquistas’, aunque con ello sólo se consiguiera borrar
toda memoria de lo que se fue. Aun así, hubo lugar y tiempo para la llaneza y
para bautizar a las cosas (véase calles) con propiedad, como ocurrió con el
Cotanillo mencionado más arriba, que no es otro apelativo que el diminutivo de
Cueto, o las calles Matadero (ahora Bailén) y del Pilar, en estos casos por la
presencia de lo uno y de lo otro. Precipicio, Industria y Laberinto lo son por el
carácter que mejor les define, ya fuera éste topográfico, económico o por su
complejidad urbanística. Y aún hay lugar para denominar a las nuevas trazas
viarias que se sustentan en viejos caminos como tales, y ése es el caso de Carril
(de Mestanza), nombre popular que se daba a Jesús del Llano, Virgen de la
Encina (ahora Encina) o Higueras (hasta entonces Ejidillo o Lejidillo). También mudó Peñas en
Piedras, según la jerga popular, o Riscos, como marca la oficialidad.
Finalmente, perdida de manera
definitiva la memoria que hundía sus raíces en las cualidades del territorio y
sus quehaceres, una modernidad mal entendida y cargada ahora de parcialidad,
banaliza y bandea indistintamente los apelativos de nuestras calles. Se apela a
‘comediantes’, a deseos y nostalgias
que igual nunca fueron. Y se desprecia la raíz. Si con la rotulación de calles
se ha de enaltecer la memoria de prohombres, que así sea, pero con la de
quienes las padecieron de cotidiano, que los hay y en
buen número. Ahí tenemos a Juan de Rica, cantero local que edificó la torre campanario
de San Mateo; o Martínez Rojí, ingeniero que cuando la construcción de la presa
en la Cerrá de la Lóbrega, cuando se
iban a ocultar bajo las aguas del pantano las fuentes de abastecimiento público
de la población, informó y luchó para que se encontrará la solución más
favorable para los vecinos. Fracasó jugándose la vida en el intento.
“Dixeron
que esta villa compondrá de trescientos Vezinos, pocos mas o menos, y en las
Caserias de Campo, Huertas, y ventas cinco, Uno de la Casa de Campo de Don
Miguel Manrrique, Otro en la de Don Fernando de Mendoza, otro en la Huerta que
llaman de Carvajal y los dos restantes en las ventas de Guadarroman, y la de
Miranda. Dixeron que este Pueblo habra 320 cassas y en ellas 6 inabitables, y 8
arruinadas, que hai un Castillo Fortaleza anttigua desta Poblazion y que por el
suelo de ella no se paga cosa alguna”.
Catastro de Ensenada, 1752
Pozo de Los Charcones