Metida
de nuevo en los trajines de la ventolera, un poco mareada por tanto zarandeo, intentó
mirar hacia abajo. Lo que al principio le pareció una extensa e inescrutable
mancha verde formada por los cientos de copas de los árboles, un bonito y
apretado bosque de pinos, poco a poco se fue aclarando permitiéndole que viera las
cosicas de su interior. La mágica luz
que había en el interior de las piedrecicas
le facilitó ver todas y cada una de las plantas que nacían a la sombra de los
árboles, la belleza de aquella umbría la dejó sin palabras.
Pudo
entrever una inmensidad de candilicos
que buscaban la protección y sombra de las rocas, también la humedad que había
a su vera. Vio cientos de gladiolos dispersos por todo el monte, formando diminutos
bosquetes de un llamativo color azullillo.
A modo de distinguido contraste, apreció también el amarillo luminoso de las
escobas, que formaban pequeñas manchitas en las cotas más bajas del cerro, ya linderas
con la ribera del río. También había un ejército de orquídeas, diminutas y
moradas, fugaces, que se cuenta son las larvitas de los duendes que hacen y
deshacen a su antojo en el bosque. Pero en realidad, a la sombra de tan
vetustos árboles, lo que más dominaba es el musgo y los líquenes, innumerables helechos,
frondosos lentiscos y alguna y severa encina, que hermanados luchan por
recuperar un terreno que les fue robado por tanto pino y eucalipto… Y, por todo
lo ancho del monte, campaban cientos o miles de “peos de lobo”, pequeñas bolitas
blancas y deformes ocultas entre una maraña de hojitas de pino.
Planeando
plácidamente, superó una corraliza gigantesca, donde se dice que los duendes
ceban seres fantasmagóricos que rondan por la noche, y pasó por la coroneta del cerro, el lugar donde minutos
antes había caído Trompetilla. A su izquierda quedaba el otero de Cerro Molinos,
rematado por un castillete de pizarra muy antiguo, con miles de años; a la
derecha se escondía el barranco del arroyo Paridero, escalonado por una
sucesión de frondosos y generosos huertos; y al frente se asomaba un rebaño de
piedras brillantes.
Unos
simpáticos arrendajos se le pusieron a la par venga y venga charlotear, le acompañaron
en su vuelo durante unos instantes que a Semillita se le hicieron interminables.
Mientras volaba, le pareció ver dos siluetas en la línea del horizonte, que
ajeno a la rutina diaria de cada cual mostraba el camino a la noche. La una
andaba muy lentamente, armada con varios pinceles y una paleta, como si husmeara
cada rincón del paisaje. La otra le seguía complaciente, cargada con un atril y
esperando la toma de decisiones de la primera.
En
un plisplás superó la cima y volcó a
la solana de Piedras Bermejas. El hato
de rocas presente en Las Migaldías mudó en un rebaile a rebaño de
proporciones gigantescas. Las piedras, vistas desde arriba, parecían una piara
de lustrosas y reborondas ovejas a la
que daban forma miles de peñascos en eterna trashumancia, de toda forma y tamaño,
incontables. En medio de tanto pedrusco, no había huequecito de tierra que no estuviera
tomado por la jara negra, una planta de dureza extrema pariente de Semillita. Entre
todas formaban una mancha verde parda, de enormes proporciones, moteada de
pequeñísimas florecitas blancas y puntitos amarillos. De tanto en tanto, una retama
en flor y algún altramuz amarillo ponían una nota de mayor color. Por mucha
atención que puso, Semillita no apreció ninguna mata de su familia más directa,
¡nada! Se entristeció bastante y derramó una lagrimita de pena al verse tan
sola.
Un
tanto desprevenida por la congoja, no fue consciente del cambio que hizo Brisa
de Poniente, que bruscamente viró el impulso de su soplo hacia el Este. Cruzaron
por encima del arroyo de la Alcubilla, un hilo de poca agua, mucha pizarra y alguna
adelfa, y se elevaron de un arreón hasta
el pelado del Cerro Estacas. Estando arriba, surcaron un llanete pequeño tomado por una multitud de bardales, corralizas y majanos…
un pedregal. Algo más allá, en la cuerda, les saludó un fantasmagórico bosquete
formado por más de un millar de gamonitos, muy erguidos, delgados y cimbreantes.
Se alzaban de tanto en tanto, como pasmarotes de manos abiertas, moviendo al
viento su flexible cintura mientras balanceaban sus diminutas y bellas flores,
estrellitas de impolutos pétalos blancos. En medio, en un hoyete pelao, se desparramaba una temprana mata de alcaparra, ¡ah no!,
eran dos, tres y hasta cuatro. Del tronco le salían ramificaciones muy alargadas
con brotes tiernos y verdes, que crecían hasta abrazarse las unas con las otras.
Con los días y las calores, cuando sus
cientos de flores cogieran forma de bolita, las delgadísimas ramas se harían
espinosas y sangrantes.
Aburrida
la cumpleañera y exhausta la pequeña, volaron bajo, muy rasante, tanto que
Semillita tropezó con la vara de un gamón y cayó al suelo pelado. Rodó unos
metros hasta quedar varada entre las matas de alcaparra, en un huequecito libre
de vegetación. La brisa, aburrida y sin pastel, regresó sobre sus pasos, a
juguetear con el agua en la Junta de los Ríos.
La
primera intención de las Matas fue arroparla bajo la protección de sus brotes, para
que descansara un poco de tanto vaivén. Así hicieron y la dejaron dormir un ratillo.
Entretanto, escucharon acercarse un zumbido, que cada vez era más sonoro y
cercano, más fuerte, ocultaron aún más a la pequeña por prevenir. Pero en nada
se dieron cuenta del origen, se trataba de una escuadra de abejas que venía bastante
alterada y con cara de malas pulgas.
-¿A dónde va, buena gente? –preguntó la Mata Uno
con interés.
-A dónde va a ser –contestaron al unísono-, la
locaria de Trompetilla, que anda con lo suyo dándonos mala fama.
-¡Y cuándo no! –dio como respuesta la misma mata-.
Pues por aquí ni rastro, si apareciera ya le damos norte, ¡si es que es posible
dárselo!
Mientras
las abejas se retiraban, Semillita comenzó a removerse debido al barullo
montado. Por la agradable acogida y la humedad, que siendo escasa era suficiente,
hizo un primer intento de echar raíces que no pasó desapercibido para las
matas. Éstas, con pena, intentaron impedirlo, pues aún teniéndole cariño y
queriendo su bien, reconocían que si echaba raíces entre ellas, con el tiempo,
la protección mudaría a daño seguro. O lo harían ellas, directamente, pinchándole
con sus púas, o sería el hombre quien lo hiciera, dándole un pisotón cuando viniera
buscando las alcaparras y los alcaparrones de su cosecha.
-¡Eh, tú!, ¿volvéis para el río? –preguntaron a
voces a la abeja más rezagada.
-Sí –contestaron a la vez y de forma unánime varias
de ellas.
-Haced el favor, llevad de huésped a Semillita,
seguro que por allí hay mejor tierra y más cobijo para ella. Podéis dejarla a
tiro de piedra de aquí, en la umbría de las Migaldías, donde los lentiscos y
los escaramujos son más abundantes. ¡Seguro que allí echa raíces con fuerza!
Semillita,
arropada por los brotes, asomó un poquito su linda carita, miró a las abejas
con sus grandes ojitos e hizo una mueca de resignada aprobación. Entonces,
cuando salía de una de entre el verde de las matas, los gamonitos comenzaron a
bailar de forma desenfrenada, tan trepidante que a punto estuvieron de romper su
delgada cintura. Nadie se dio cuenta del aviso, el motivo de aquello estaba en una
brisa que se producía de tarde en tarde y a la puesta del sol, cuando un
vientecillo enfurecido elevaba sus cabreos desde el río hasta el pueblo cercano.
De un zarpazo cogió a Semillita y la mandó por los aires.
-¡Uuuuuuuuuuuuuuuy!, ¡leches! Hasta
oooooooooooooooooooooootra. –No le dio tiempo a decir nada más.
Mientras
surcaba el cielo a gran velocidad apreció las primeras lucecitas artificiales, que
ya vestían de claridad la creciente oscuridad que se cernía sobre el pueblo.
-¡Yo nunca he estado en un pueblo! –pensó-, ¿cómo será?,
¿tendrá los edificios y la magia que me contaron las mayores?
Cada
achuchón del viento la aproximaba un poquito más a las casonas de la vecindad, aunque
todavía se apreciaban a cierta distancia.