Entre
la maraña vegetal, atenazada y totalmente oculta por sus mayores, robustas y
endurecidas por los muchos años, una joven y pequeñita jara se esforzaba en lanzar
su diminuta simiente por encima de sus parientes. Encogida, apretadita entre los
estambres, la semilla no encontraba momento para armarse del valor suficiente
para coger impulso y volar libre.
-Venga, una, dos y…, -siempre se animaba contando,
pero nada, que no, que se quedaba siempre en la intentona.
-Vamos -le decían las ancianas del entorno-, venga
anímate, que si el impulso es grande podrás llegar al pueblo del otro lado del
río –le insinuaban en broma-. Allí, con suerte, podrás conocer un castillo sin
rey ni hada, pero que quizá tenga un fantasma. O una ermita, que dicen brilla
como el sol aunque reine la noche. También hay un gigante con cien manos, que cuentan
que nunca deja de moverlas, y una iglesia enorme, tan grande que, según se dice,
en majada cabrían en su interior miles de ovejas.
Por
fin, la semilla se decidió alentada por la sabiduría y ánimo de sus mayores,
que le hablaban de las muchas dudas que ellas tuvieron en su día y lo fácil que
fue cuando se decidieron, pero también por la cantinela que su madre le había dado
aquella mañana. Y así, la tarde del día 20 tomó aire, contó hasta tres –aún no sabía
de la existencia de más números- y sus pequeñas piernecillas la catapultaron
hacia arriba.
-¡Aaaaaaaaaaaaaadiós! –dijo a voces mientras se despedía
de toda la vecindad. Según subía, se agarró fuertemente al culito de una abeja que
casualmente pasaba por allí. Se quedó patidifusa, pues el bicho iba haciendo unos
giros muy estrambóticos. Trompetilla la llamaban, porque decían las malas
lenguas que se ponía de polen hasta las orejas perdiendo casi siempre el rumbo…
había ocasiones en las que se le iba la “olla”.
Tomaron
altura. Las abrazó una corriente de aire calentito que las impulsó un poquito más
arriba y las lanzó mucho más lejos. Semillita se dejó llevar, por ahora no era
su intención dejarse caer y germinar, ¡su deseo era viajar y conocer aquel
pueblo! Cuando todo parecía ir viento en popa, se les cruzó un dislocado
cigarrón que saltó frente a ellas. ¡Casi las esturrea!
-¡Ay gachón!, qué nos llevas por delante. ¡Locarias!,
hay que mirar por dónde salta uno, ¡ayayayayay…!.
Fue
tal el susto, que la semilla, sin querer, abrió las manos y se soltó del culete de la disparatada abejita.
-¡Qué me caigo!
Cuando
se despeñaba de unas, otra ventolera de aire caliente la elevó una barbaridad, tanto
que Semillita se vio de nuevo embarcada en un viaje a lo desconocido que imaginaba
más que emocionante.
-¡Vaaaaaaamos allá, a volaaaaaaaaaar! –pensó sin
saber a dónde iría a parar.
Por
muy potente que fuera el impulso de turno, según costumbre, caería unos cientos
de metros más abajo de su vieja morada, junto al río. Pero, un ligero e inesperado
viento la alzó de nuevo un tanto más al cielo, por donde pasaba casualmente la juguetona
y revoltosa Brisa de Poniente. Andaba ésta muy contenta, pues celebraba su
cumpleaños y esperaba le regalaran un pastel. Y así iba, dando trompicones
volátiles, sopla que te sopla como imitando que apagaba las velas de su tarta. Aunque
iba despistada con su tarea, vio a Semillita y la acogió con dulzura entre sus vaporosos
brazos.
-¡Qué nos vamos de viaje! –le dijo-. ¿Sabes?, hoy
es mi cumpleaños, -le soltó con entusiasmo.
Distraída
con la tertulia, la desvió en dirección al río más próximo, el llamado como
Pinto por el color vinazo de sus aguas. La hizo volar de un tirón sobre las
olas, apenas unos centímetros por encima del agua, pues Trompetilla, que venía haciendo
de las suyas, despistó un momento la atención de Brisa de Poniente. El azaroso
percance provocó que Semillita se mojara un poquito los deditos de las patitas.
-¡Achíssss!, ¡buf, qué fría está!
Pero
había sido tan enérgico el arreón que
le había propinado la entusiasta brisa, que saltó de una sola vez el regato del
Pinto y también la anchura de su hermano mayor, el llamado por todos como río Grande.
Con las mismas, fue a caer a la ribera contraria, donde campaba a sus anchas un
bosque umbrío llamado de Las Migaldías, un mágico pinar de bonitos contrastes,
donde la luz y la oscuridad jugueteaban a su antojo.
-¡Uf, qué sofoco! Casi la palmo, –pensó Semilla
medio tiritando por el frío y por el susto que se había llevado.
Había
caído a plomo sobre una arena muy fina, calentita, de un dorado que relucía tan
intenso como los últimos hilos de luz de la tarde más brillante. El lugar
estaba salpicado por una infinidad de bolos redondos, de diferentes tamaños,
que parecían un plácido hato de ovejas rechonchas y colorás. De un tamaño y color peculiar, de un bermejo llamativo y
brillante, parecía como si en lo más hondo de las piedras de este bosque habitaran
estrellitas minúsculas o rayitos robados al sol. Hay quien dice que estas
piedras se formaron en lo más hondo de la tierra, que son hijas de una roca tan
gigante que no hubo quién pudiera medirla, una piedra reboronda que al comienzo de los tiempos le hurtó al sol un
pedacito de la luz que le es propia.
Rocco,
el más robusto de aquellos peñascos, aterrorizado por la previsible y horrenda
caída, por un posible y trágico desenlace, cerró los ojos cuando la vio descender
y se encogió lo poco que pudo como si con aquello pudiera evitar el impacto.
Pero no, el estropicio no fue tal, la esponjosa arena amortiguó el brutal trompazo.
Pese a ello, Semilla quedó tirada en el suelo todo lo ancha que era, que era
muy poquito. Parecía un pelín
lastimada, bastante asustada y algo contusionada, ¡ay!, estaba totalmente despeinada
y sin maquillar.
Semilla
quedó aturdida por el brutal aterrizaje, pero en parte también lo fue por la belleza
del lugar, un rincón situado a esta parte del río donde la familia de estepas
nunca había viajado. Todavía con todo
el susto en el cuerpo, vio volar por encima de ella a Trompetilla, como si el
percance no fuera con ella. Aún seguía con su esperpéntico baile aéreo, sin
darse cuenta del estropicio que había montado despistando a Brisa de Poniente.
-Buenas tardes tengan ustedes –saludó con
desparpajo Trompetilla al hato de rocas -con todo su morro-, sin darse cuenta de
la desbaratada situación de la semillita. Ella, toda tirada en la arena, miraba
la escena lastimada y con pasmado asombro mientras abría enormemente sus
grandes ojos, redondicos y de un
bonito color castaño.
Semillita,
mientras intentaba levantarse del suelo, siguió con la mirada el alocado e
irregular vuelo de la abeja chiflada. Dejó de verla cuando el cerro comenzaba a
elevarse y se perdía la vista. Allí, en lo más alto de la cima, donde el
horizonte se escabullía entre los pinos y unos estirados cantuesos, le pareció observar
como Trompetilla caía de bruces contra la hojarasca.
-¡Tarambana!, -le voceó, intentando no reírse del
desastroso alunizaje de la abeja.
Semillita
se levantó del todo sacudiéndose la mucha arena que la envolvía. De pronto, a
sus espaldas y sin haberse dado cuenta de ninguna presencia, escuchó un sonoro
vozarrón.
-Con tanto vuelo y con tan pocas alas no llegarás
a ningún sitio. Ya verás, o no germinas o te pierdes en el intento –la voz sonó
con rotundidad y pesimismo, provenía de Rocco. Afirmaba tal cosa mientras movía
varias veces sus mofletes pétreos, de izquierda a derecha, de derecha a
izquierda, como negando y produciendo con ello un crujido espantoso.
Semilla,
con cara de pocos amigos, fue a replicarle a la piedra, pero la Brisa, que
volvía a las andadas bastante alborotada y sin pastel, la introdujo en un
travieso remolino y la izó de nuevo por los aires. La elevó una barbaridad,
casi tanto que la semilla creyó que iba tocar una esfera clarita. Era doña Luna,
que aún estaba muy bajita en el cielo. Recién desperezada, comenzaba su ronda
desaliñada y sin peinar. Semillita la saludó efusívamente recibiendo por
respuesta un bostezo.
Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos