No eran los rincones y estantes de la casa familiar de dar cobijo a libro o
cuartilla alguna, ni siquiera a los que solían ponerse más a la vista y que
daban lustre cuando llegaban las visitas. Y sí era un servidor de mucho
olisquear donde hubiera una mota de polvo y ninguna huella que la hubiera
profanado.
En una correría por el Santo Cristo, con mi abuela
Pura fuera de guardia, olisqueé lo posible y removí cuanto pude en la cámara de
mis mayores. Frente a la ermita y plantada en un ancho callejón, era casa en
sempiterna y obligada mudanza, que recuerdo de poco mueble para tan ancho
hogar. Estaba situada a espaldas de mi chacha Mariana, corral y “mentidero”
por medio. Ofreciendo puerta por patio y por calle terriza y regular, pues de
tanto en tanto mudaba de viario a corralón de vacas, los nietos teníamos por
firme costumbre entrar en la casa por la ventana de la cocina, un habitáculo
pulcro y diminuto. Aunque en el altillo había poco que calcucear,
pues mi abuelo era de ganar cuatro reales a media mañana y no llegar con
cuartos a la noche, rebuscando encontré argumentos que me parecieron fuera de
lugar y ajenos a los usos de la prole. Olvidados en un rincón, envueltos en el
lienzo de la desmemoria, tropecé con algunos cuentos de
“Roberto Alcázar y Pedrín” y un buen tocho de novelas de
pistoleros en un lamentable estado de deterioro. Las unas tenían descompuesto
el lomo, los otros andaban sin portada, casi todos hacían gala de unas páginas
amarillentas y roídas, cosidas con alambre previendo evitar destrozos mayores.
Con el botín, me dejé caer sobre una mecedora vieja, de tela desteñida y con
algunos jirones, comencé a hojear uno de los folletines. No pasaron unos
minutos cuando presa del interés me sumergí en lo más profundo de sus
entresijos… las agujas del tiempo se acunaron en un silencio placentero.
Cuando quise darme cuenta la penumbra se había
adueñado del cuartucho, aún así me dio tiempo a leer el wéstern casi por
completo, de un tirón. Recuerdo que aquella furtiva tarde, sin tránsito ni
aviso, el extraño placer de la lectura me cortejó con insistencia.
Escuché como en el piso de abajo removían sartenes, en
la cocina, seguro que mi abuela estaba de vuelta y metida en sus pucheros.
Temiendo represalias, cogí al azar dos ejemplares y me los escondí en la
cintura del pantalón y ocultos bajo la camiseta. Sujetos por la apretura del
calzón, aparejé bien la cincha no fueran a caérseme en la
huida, que por entonces estaba uno para no andar sin lastre en días de viento.
Bajé las escaleras casi de una y salí de la casa como una exhalación, por la
puerta que daba a la calle, no sin oír como en un murmullo que mi abuela
trajinaba en la cocina. Quizá fue porque estaba enfrascada en la hacienda y cautivada
por los aromas de sus guisos, quizá porque no me faltaron pies para correr,
pero lo cierto es que no le di tiempo a que me oliera el rastro.
Pasaron algunos días, se sucedieron los párrafos e
inventé mil escenas. En un desliz, dejé los folletines descuidos en un rincón
del comedor, por entonces la lectura ya era cosa de mi cotidiano. Doblarse a la
costumbre, también el azar, provocaron que mi padre se diera de bruces con el
botín. El apaño de los alambres le hizo reconocer que las novelas eran de su propiedad,
me miró y pergeñó una leve sonrisa. No medió una luna cuando el resto de
novelas y cuentos mudaron de la cámara del Santo Cristo al dormitorio que en la
casa del Cotanillo compartíamos mi abuelo José María y un servidor, habitáculo
donde una cama de hierro colado, de cabecero redondo y color azul, un diminuto
armario y el poco y necesario hueco para bullir encogidos armaban la estrecha
alcoba.
No debió trascurrir mucho tiempo, cuando la desgracia
vino a vestir de negro la casa. En aquellas vísperas, cuando acaecía
alguna tragedia cercana como lo era la muerte de un familiar, el pueblo tenía
por costumbre alejar por unos días y de la casa paterna a los chiquillos. Fue
por entonces, en aquella coyuntura, cuando una hermosa canasta arrinconada en el
altillo de mi tía Rafaela, hasta el colmo de libros y cuentos,
cubierta de polvo, me abrió definitivamente y de par en par el mágico misterio
de la lectura. La reducida vereda, que poco antes habían inaugurado los
escritos de la cámara de los abuelos, mudó a ancho carril. No cabía vuelta
atrás.
Cuando me quedé sin letras que engullir, mi padre me
recomendó que canjeara sus novelas por una módica comisión en el Kiosco de
Doro, un destartalado casuchín de chapa verde y cristales cuadriculados plantado
en un anchuroncillo al comienzo del Carril. Y cuando mi progenitor tenía viaje
a Linares y yo andaba sin obligaciones, lo acompañaba a la calle Serrallo a las
mismas y ahorrando una parte del corretaje fijado. Los años, también su afán
porque leyera, auspiciaron mi entrada en un reducido círculo de amigos que
intercambiábamos cuentos según precio de cada ejemplar. Cuando me hice veterano
en estas artes del trueque descubrí una librería de saldos, con catálogo
mensual y compra contra reembolso -Balmes, en Logroño-, con la que me uní en
nupcias durante gran parte de mi infancia y la primera adolescencia. Víctima de
aquella dependencia, la paga semanal mermaba con mayor o menor premura, de
manera proporcional al enganche del momento.
De por entonces atesoro algunos de mis más preciados
ejemplares, que quizá no lo sean por su valor literario o económico, pero sí
por lo que pesan en la balanza de la nostalgia propia. De entre aquéllos, tiene
un papel destacado el primer libro que tuve de los que podría llamar “serios”,
un “Diccionario Enciclopédico” que pasó por toda mano, lápiz y bolígrafo de
cada uno de los infantes de la familia. Aún lo tengo, quizá un poco destartalado,
bajo una cada de polvo, sujetando con su peso una ancha fila de libros...
recordando trayectorias.
Aunque éramos de poco o nada regalar en fechas
señaladas, un buen día, por su cumpleaños, le hice un agasajo a mi padre.
Entiendo que acerté con ofrecerle una colección en facsímil, que no fue otra
que una recopilación de viejos cuentos apaisados de “Roberto Alcázar y Pedrín”
y “El Hombre Enmascarado”. Recuerdo que se le escapó una sonrisa. De entonces,
supe valorar cuánto pesaron los primeros días de escuela en la vida de mi
padre, como el apego a la lectura marcó la concepción que se formó de cómo andar
por este mundo. Descubrí también, con amargura, que no pudo subirse a un tren
que hizo amago de recalar en su estación pero que nunca llegó. Paso de largo,
sin hacer escala. Por todo esto, cuando participé en la idea y
redacción de un cuadernillo sobre la historia de la educación
y la escuela en Baños de la Encina, lo hice colaborando con un escrito que
dediqué a mi padre y a las sensaciones que me transmitió de aquellos años y en
aquel trance. Aunque en el texto hablaba en primera persona el protagonista no
era yo, lo escribí con pluma prestada:
“Mis
zapatos de Domingo”
No era un buen día, o así me lo
parecía.
Yo era de calle llana y respirar
con anchura, de piso terrizo y polvoriento, de rincones con magarza y extensas solaneras.
Era de horizonte abierto apenas roto por solitarias casuchas desvencijadas y
bardales a medio derruir. Era de arremangarme el calzón en canteras anegadas de
agua podrida, pobladas de légano, tiros
y cabezolones. Y era de sembrar tropelías
que levantaban el vuelo de gallinas, de correr bestias trabadas sin más interés
que desfogar los pocos años, de estorbar en los trajines de las muchas matanzas a pie de calle que llegaban con
los primeros fríos del invierno. Pero, cosas de mi corto entender y decidir, aquel
día me veía obligado a descender a lo bajo del pueblo por calles estrechas y
empinadas, de pavimento duro y sombra casi perpetua; callejas apretadas como lo
eran mis rígidos zapatos de domingo, los que ajenos al calendario misal ahora, entre
semana, producían rozaduras en mis pies y levantaban tintineos de una solería
pétrea donde apenas crecía la hierba del otoño.
Mi madre, ajena a la costumbre
familiar, ahogaba lo que yo entendía como la libertad que sí tuvieron mis
hermanos mayores, que apenas pisaron colegio. Se acabaron mis andanzas por
corralones, mis correrías entre eras y barbechos, mis travesuras a la vera de
pilares y alcubillas.
Era mi primer día de escuela.
Con las tempranas aguas del otoño
y después con las primeras heladas del invierno, los desplazamientos diarios al
viejo corazón de la villa se hicieron cotidianos. Mudaron mis muchos ratos
entre corrales y calle por horas eternas en habitaciones oscuras, gélidas y poco
ventiladas, donde crujía la madera vieja y olía a polvo rancio. Cambie los
pálpitos que me producía un suelo desnudo, atado al calor de la tierra, por
mirar y remirar sin interés los gastados y fríos dibujos de las baldosas de
cemento que ordenaban aquel símil de mazmorra,
habitáculos desangelados que gruñían bajos mis indeseables zapatos de domingo.
Truncaron mi innata curiosidad, mi azogue, lo canjearon por constantes
regañinas cuyo motivo no entendía, pero que me ataban como una estatua inerte a
un duro pupitre, tan sólido como lo eran las lúgubres piedras de la Casa de Purita, el calabozo que ahora
amarraba mi libertad de antaño.
Con el invierno, creí que había
perdido en la mudanza.
Lo que parecía un mal domingo con
zapatos nuevos y sangrantes esollejones,
fue haciéndose cotidiano, como aceptar por imposible el matrimonio de la noche
y el día. Las esquilas del campanario de San Mateo, que en lo llano de mi Santo
Cristo emitían un murmullo lejano y apenas audible, vinieron a ordenar con sus sonoros
tañidos los husos de mi diario.
Los juegos fueron a menos y
cuando los hubo cambiaron de escenario, del amplio y caótico llano de Buenos Aires a la lonja de la iglesia, un
atrio encogido, ordenado en unas pocas cuadrículas de reborde pétreo; de los
huertos y quiñones de la Dehesa a los arrabales del castillo; de las plácidas aguas
del Rumblar al vértigo de las murallas… Como cada día a media mañana y en
avalancha, un tropel de vociferantes chiquillos tomaba con griterío la sinuosa calle
Santa María. Unos buscaban el anchurón terrizo de la plaza, los otros, los
menos y más avezados, alcanzábamos el otero del Cueto con la intención de olisquear
nidos en los mechinales de tapial del castillo o volar aludas en el Laero. En unos minutos la marabunta se
deshacía en grupúsculos menores, cada uno a lo suyo, no llegando la trifulca a mayor
altercado.
Con el tiempo, que todo muda y a
todos nos hace y dobla, los zapatos de domingo fueron perdiendo la rigidez del
cuero nuevo, se ensuciaron y rasgaron, malograron su agarrotada forma hasta
amoldarse a mis extremidades. Por momentos, llegué a pensar que siempre habían estado
allí, calzados en mis pies, formando parte de mi cotidiano. Pero no, un día
estuvieron guarecidos en la coqueta buena de lo hondo de la alcoba, en espera,
aguardando sin falta la llegada dominical.
La mudanza fue arrugándose hasta
hacerse costumbre. Ahora, gastada y vieja, fue conduciendo mi diario sin
aspereza alguna. Fueron los días madurando, alargándose, hasta percatarme que con
mis andanzas se había gastado el rígido material que daba forma a los zapatos
de domingo. Ahora, la rociá del alba,
la luz brillante de media mañana, la rejuvenecida calor de la primavera se
colaban a raudales entre los despojos de cuero.
Mientras mis zapatos de domingo
perdían consistencia, como si hubiera sido de un día para otro comencé a
hilvanar, a desenmarañar, los garabatos impresos en un libro estampado con un
viejo raquítico y un rapaz achaparrado y entrado en años. Hasta entonces me
había acompañado como una carga más que soportar, como lo eran mis zapatos de
domingo. El pupitre de mis primeras desdichas, desportillado y cojo, me abrió
un hueco cálido en sus entrañas ofreciéndome el placer, la virtud de la
lectura, de la escritura, de las cuatro reglas. Fue tan reconfortante mi
encuentro con las letras que no comprendí, o ya lo hice tarde, que ocupaba un
diván donde dejaba pasar horas ajenas de unos días prestados. Apenas fui
consciente del placer de la cultura cuando el préstamo ya reclamaba su
caducidad.
Ahora lucía con orgullo mis destartalados
zapatos de domingo, aunque estuvieran casi harapientos de tanto usarlos. Noche
tras noche me despojaba de ellos y mi madre, contraria a la firme decisión de
mi progenitor, los cosió y los remendó alargando una existencia que parecía
definitivamente extinta. Cada tachuela, cada costura, prorrogaba la vida del
calzado un día más, un suspiro más.
De nuevo hubo mudanza, se
acabaron los trasiegos a lo bajo pero no mi encuentro cotidiano con las letras,
pues cada tarde casi de noche cambiaba las alpargatas de diario por los
remendados zapatos de domingo. Como un suplente y endurecido pellejo, gastado y
avezado ya en mil trasiegos, era inmune a los cambios externos. Los garabatos,
que ya eran palabras perfectamente inteligibles, iban colando escenas que
llenaban lo que un día fue horizonte vacío; las frías mañanas de matanza,
atenuadas en su día por el calor de la lumbre, se alejaban en el recuerdo
dejándome una creciente e inusitada libertad. En ésas estaba cuando quise
detener el tiempo, hacer de aquella mudanza una estampa fija, pero ya era
demasiado tarde, o eso llegué a creer. Con los años ganados, con la ilusión de la
mucha juventud, quise alternar la dureza de jornadas interminables trajinando embutido
en esparteñas con pequeños y sugestivos instantes calzado de domingo, unos
minutos que me daban alas para devorar letras, dibujar escenarios cambiantes en
un paisaje que iba ensanchándose más y más mientras me atiborraba con las mil y
una gestas impresas en papel.
El préstamo definitivamente
reclamó su devolución. Aún intenté doblar una esquina de la vida que simuló
alargar mi encuentro con las enseñanzas, quise avivar los rescoldos que aún
quedaban sin consumir. Comencé a trasegar con legajos deshilachados, unidos con
dificultad mediante grapas de alambre duro, a devorar ásperas cuartillas
repletas de historias trepidantes y ajenas, exóticas, marcadas con nombres
incomprensibles, impronunciables, como Keith Luger o Silver Kane, unas pocas con
Marcial Lafuente Estefanía. Busqué refugio en la cámara de mis mayores donde en
un intento desesperado, de ficción, traté de hacer llegar el calor de los
escritos a mis hermanos, a los amigos, aunque mis aparentes enseñanzas eran amagos
ya caducos, eran ceniza.
Me inventé un presente que era un
deseo imaginario, fantaseé con un futuro inmediato que apenas podría levantar
vuelo bajo el peso de la fría realidad que me venía encima. Había llegado el
momento del reembolso, para mis mayores yo era dos manos necesarias cuando
llega el estío y es tiempo de cosecha.
Las letras quedaron dormidas, hibernando,
preñadas de esperanza.
Baños, primera luna de primavera