En los primeros años de la "Modernidad", la aldea de “Bannos” se
constituye como plaza básica en la protección y abastecimiento del Camino Real
de Andalucía a través del Puerto del Rey (su Concejo tenía Concesión Real para
el cobro y deberes de “robda”). No en
vano la propiedad concejil de la Venta de Miranda era el único punto de
aprovisionamiento en el corazón de Sierra Morena -antes lo fue la de Los
Palacios en la vía del Muradal-, a medio camino entre el Viso del Marqués y el
valle del Guadiel, se posiciona como principal posta
del Camino. Gestionada por un arrendatario, su abultado alquiler -14.300 reales
anuales- le convierte en uno de los más importantes ingresos de las arcas
municipales.
Pese a la baja calidad agraria de los suelos serranos, la bondad climática
invernal hace de este territorio al sur de Sierra Morena uno de los principales
pastaderos de extremo para la oveja merina castellana, verdadero pilar
económico de la Castilla bajomedieval. La brusca unión de las estribaciones
serranas con el valle de arcillas miocénicas de la Campiñuela, engendra los
primeros destinos territoriales de esta cañada sin necesidad de penetrar en una
serranía por aquellos años muy agreste y feraz. La toponimia de algunos de
estos parajes nos evidencia su uso ganadero primigenio: Mesto, Majavieja, cerro
de la Mesta o Dehesa del Llano.
Junto a estos dos pilares económicos hemos de reconocer un tercero que
permitió que la población arraigase en una tierra que, en principio, no era
atrayente debido a su carácter agreste: la concesión, realizada por Fernando
III, de un “término privativo” propio gestionado por los pobladores de la
entonces aldea dependiente del Concejo de Baeza, bajo cuya jurisdicción recaía.
Este hecho, posteriormente ratificado por su hijo Alfonso X y distintos
monarcas, entre ellos los propios Reyes Católicos, propiciaba la gestión
económica de un territorio, sin cargas económicas, bajo el mando de un muy
reducido “concejo aldeano” que en principio encabezaba el propio alcaide del
castillo.
A Corveras y Carvajales, mandatarios encastillados durante las Guerras
de “Banderías” acaecidas en las postrimerías de la Edad Media, sucedieron
varias ramas familiares que llegaron a estar completamente emparentadas entre
sí, y que comandarían la ya Villa a lo largo de los siglos XVII y XVIII: Molina
de la Zerda, Delgado de Castilla, Zambrana, Salcedo o Galindo.
Fotografía: Antonio Miraves
domingo, 12 de noviembre de 2017
jueves, 9 de noviembre de 2017
El vientre de los Turrumbetes
Un tiempo atrás, husmeando por la redes, por fin encontré
una mínima referencia a una toponimia tan bañusca como lo es “turrumbetes”. Hasta
entonces desconocía totalmente el trasfondo semántico de la misma, más aún,
dudo que algún paisano la conociera. Se trataba de una web, de un pequeño
municipio de la “vieja” Castilla, que recogía una especie de vocabulario local.
Ahí enumeraba la palabra “turrumbero” o “turrumbete”, que definía como barranco
o despeñadero.
Con los pies en el Cueto (alto enriscado en castellano
viejo) y formando parte de la primera mesnada castellana que arribó con
propiedad al castillo, que mejor apelativo que éste para definir el barranco
que rodeaba y rodea al coloso.
Era este lugar, por los años de de mi infancia, un excelente
lugar para poner patas arriba el trascurrir cotidiano. Por aquellos días y
siendo pago donde se elevaba el único hotel del pueblo, el muy afamado
Mirasierra, por allí había que moverse para ver a todo “bicho raro“ que llegara
al pueblo: maletillas, actores, comerciales… y turistas. Fruto de la efervescencia
turística que planeó sobre el municipio en la segunda mitad de los años 60, el
inmueble y sus gestores fueron motor de muchas cosas. Recuerdo, muy vagamente,
visitar a una señora que vivía en una de las habitaciones del hotel, creo que
amiga de mi madre, pintora o costurera…, poco más me viene a la memoria.
Por allí andaba mi vieja escuela de parvulillos, la llamada
como Santo Reino. De cotidiano le faltaban a unos pies para salir corriendo del
lugar y, cuando llegaba el fin de semana, nos faltaba tiempo para invadirla
saltando por encima de los tejados de las cocheras. El objetivo no era otra que
dar por sentado que forzabas la voluntad de los mayores… o así lo creo pasados
muchos lustros.
Y allí andaba el chalé del Quemado y las escombreras del
pueblo, un fenómeno novedoso en momentos en los que se espabilada lo de construir
después de muchos siglos de andar la villa agostada. Con una chapa vieja, la significativa
pendiente del lugar y la mucha piedra y ladrillo suelto emulábamos por
adelantado lo que luego serían los toboganes de los aquapark que habrían de
venir, dándonos de morros con el arroyo de “madres” o la perrera de Luis “Chapa”,
el propietario del hotel, posiblemente el mejor cocinero de gastronomía local
que anduvo por Sierra Morena. Con su cocina ambulante y una pequeña rehala de
perros de caza, era por aquella época la verdadera estrella de muchas de las
monterías de nuestra sierra.
Por eso, pasados los muchos años, cuando fui por primera vez a Sierra Nevada y me postulaba como posible geógrafo en ciernes, lo primero que hice, nada más bajarme del autobús, fue meter en la nieve los “litros” que llevaba en la mochila -por ponerlos a “punto de nieve”- y buscar un plástico viejo para tirarnos por la misma… y evocar aquellos espectaculares años de nuestra infancia.
Por eso, pasados los muchos años, cuando fui por primera vez a Sierra Nevada y me postulaba como posible geógrafo en ciernes, lo primero que hice, nada más bajarme del autobús, fue meter en la nieve los “litros” que llevaba en la mochila -por ponerlos a “punto de nieve”- y buscar un plástico viejo para tirarnos por la misma… y evocar aquellos espectaculares años de nuestra infancia.
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