Es la palabra la
piedra que cobija
y el torbellino de
aguas que abre barrancos,
es el fuego que
arrasa
y el viento que todo
muda
En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como
lo era la temprana muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar
por unos días a los chiquillos de la casa materna. Fue por entonces, cuando en
el altillo de mi tía Rafaela una ancha canasta cubierta de polvo me
abrió de par en par el mágico misterio de la lectura. A los iniciáticos cuentos
y novelas del oeste que aparecieron en la cámara, le sucedieron escritos que
rezumaban intrigas y aventuras, inquilinos de la oculta y pequeña biblioteca
que se abría hueco en el despacho de la directora del colegio, doña Anita.
“La Isla del Tesoro”, “Los Viajes de Marco Polo” o “Viaje a la
Luna” vinieron a consolidar un poso ya inevitable, que me encarriló por el
insaciable mundo de la lectura. Fueron años difíciles para las letras, en los
que el libro era una herramienta extraña, un intruso, en pueblos pequeños y de economía precaria como lo era éste, donde la
abstinencia escolar era norma casi obligada para los infantes.
Por entonces, con la familia errática por
la pérdida de la madre y con la tragedia como trasfondo diario, mi padre y
abuelas contaron en esto de tirar para adelante con el apoyo de chachas
y tías. Aquello me permitió vagar libremente y sin cortapisas por las casas de
todo aquél con un poco de parentesco, lo que era excusa suficiente para
olisquear por los rincones y encontrar cualquier escrito que devorar, fuera
novela de pistoleros, folletín romántico, vieja revista o periódico
descolorido. De aquello, se intensificaron mis correrías por el Santo Cristo,
al amparo de la ermita y sus eucaliptos, junto al solar paterno... y se hizo
una constante merendar en casa ajena. De aquellos días, llevo en la mochila del
recuerdo los bocadillos de tortilla francesa con la yema a medio
hacer, que me pergeñaban mi chacha Mariana o mi tía Leonor en aquella cocina
blanca inmaculada, de baldosines y sin chimenea. También rememoro la extrañeza
por los pucheros a media mañana que guisaba mi tía Ana; aunque en el hato de la
memoria tienen una presencia especial los cucharrillos con aceite y polvo de
colacao que, de tarde en tarde y con mi primo Dioni, engullíamos en la casa de
mi chacha Ana María y mi tía Rafaela.
Por aquellos días el nombre de tan
socorrida vianda, cucharro, me sonó extraño, fuerte,… como muy
primitivo.
Años más tarde, en el curso de una clase
de “lengua” que impartía doña Paqui, maestra que aprecié y que fue mi
tutora de sexto, relacionaría arbitrariamente el vocablo con las lenguas de
origen prerromano. Pensé sin argumento, que quizá tendría vínculo con aquel
euskera que muchos años después intenté aprender mediante un curso televisivo,
aunque fuera sin suerte por falta de contertulio. La profesora, además de
sentar uno de los principales pilares que haría de mí un eterno aprendiz de
historia, consiguió que relacionara todo ese bagaje lingüístico anterior a Roma,
quizá sólo por similitud fonética, con una palabra que me era muy familiar:
nuestro término “cucharro”.
No debió pasar mucho tiempo, pues eran los
años que mi padre tuvo suscripción en el periódico provincial por cosas de
fútbol, cuando leí un pequeño artículo de nuestro muy emérito cronista, D. Juan
Muñoz – Cobo, padrino de todos los que después nos ha gustado bucear
en la historia local. Creo recordar que en dicho texto y con motivo de la
cercana Feria de Mayo, hacía una propuesta sobre el origen remoto de este
atractivo y singular vocablo gastronómico. Si la memoria no anda con pérdidas,
pues ya no está en mis manos aquel artículo que como argumentaba pudo ser
editado en una columna de cultura del Diario Jaén, vinculaba la génesis
del apelativo, debido a su forma barquiforme, con la presencia fenicia en
nuestro territorio, más concretamente en las Salas Galiarda, fortificación que
por entonces se consideraba vinculada a esta civilización. Encontraba así en el
carácter marinero de este pueblo del Mediterráneo Oriental, también en su
capacidad de penetrar en el interior de la península en un afán de comerciar
con los productores de metal, el origen de tan significado vocablo.
Mucho tiempo después, ojeando el número 162, año 1996, del Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, tuve la dicha de toparme con un artículo denominado “Una curiosidad lingüística: sobre el posible origen de la palabra cachurro” de José Santiago Haro, por entonces profesor del instituto San Juan de la Cruz de Úbeda. El autor realizó un estudio donde intentaba sin cerrar en firme, hallar el “étimon latino”, es decir, el origen etimológico de esta palabra que, como la nuestra, podemos resumir que viene a significar “hoyo de pan con aceite”.
El profesor, que por sus escritos parece originario de Lopera, aprecia en su investigación que la palabra cachurro es utilizada en un área muy localizada de la provincia de Jaén: su pueblo, Lopera, el vecino Marmolejo y el cercano Fuerte del Rey; en todos ellos su significación es idéntica: canto u hoyo de pan con aceite o miel. Asimismo, constata que en nuestro municipio, Baños de la Encina, el mismo contenido semántico es patrimonio de la palabra cucharro, que él entiende que es una variación por metátesis recíproca del término cachurro; es decir, dos sonidos del mismo vocablo, pronunciado éste en lugares geográficos diferentes, acaban por intercambiar su lugar en la palabra en la que están presentes.
Siguiendo al profesor Santiago Haro,
argumenta que este término de la Campiña Sur de Jaén deriva de uno anterior, cachucho,
pues éste segundo tiene una mayor dispersión geográfica y un contenido
semántico mucho más amplio (pozo, hoyo). Resumiendo, cachurro derivaría
de una palabra con un contenido territorial y semántico más genérico, cachucho,
y vendría a nombrar lo que entienden por aquellas tierras como un hoyo o
coscurro (matiz despectivo) de pan con aceite. El problema surge cuando profundiza
en la búsqueda de su origen etimológico con el fin de encontrar el étimon
latino de procedencia. El propio Santiago reconoce que duda de todas las
posibles opciones, aunque se inclina sin convencimiento por una de ellas:
Cacculus (étimon latino)>cach>cachucho>cachurro>cucharro.
Llegados a este estado de la cuestión, en nuestros pagos y tirando del Diccionario de la Real Academia Española, en su primera acepción considera cucharro como “Un pedazo de tablón cortado irregularmente que sirve para entablar algunos sitios de las embarcaciones”. De un sentido similar, subrayando la acepción marítima, participan el Diccionario Marítimo Español y Diccionario del Uso del Español de María Moliner.
Metidos ya en faena, poniendo en duda
parte de las teorías de Santiago y tirando del uso popular del vocablo,
investigué la posibilidad que existiera una mayor dispersión geográfica de
nuestro término y que, por ello, tuviera un número más elevado de acepciones
semánticas. ¡Eureka!, cucharro es una palabra que está presente en todo el sur
peninsular y en gran parte de la Meseta Norte.
Así, en Talavera la Vieja (Cáceres),
cucharro es “doblar la lengua haciendo canalillo para mamar”, en Cobos de Segovia
indica un tipo específico de punta de trompo que da nombre a la propia peonza,
mientras que en Bonillo (Huelva) es una calle principal del recorrido procesional
de Semana Santa. En Navalucillos (Toledo) se trata de un mote muy popular, pero
en La Puebla de los Infantes (Sevilla) el vocablo se presta para dar gentilicio
a sus habitantes.
Sin embargo, el significado con mayor
presencia y difusión territorial tiene relación con una forma abarquillada que
casi siempre, salvando excepciones que se mencionan, es utilizada para contener
alimentos. En este sentido, en la localidad de Feria y en casi todos los
pueblos rayanos con
Portugal (Badajoz), llaman cucharro a una pila o artesilla móvil para lavar (la
excepción que se subrayaba más arriba), de madera o corcho, que dicen “se
trata de un recipiente hoy arrumbado en el cobertizo de los cacharros
inservibles pero antaño muy utilizado por nuestras abuelas para lavar la colada”.
Por su parte, en Albaida de Aljarafe (Sevilla) se hace coincidir con el vocablo
talega, entendida ésta como la comida que se consume durante las faenas en
el campo. Sin embargo, el valor semántico que más me llamó la atención es
cuando se denomina cucharro al instrumento de corcho que se obtiene de la horquilla y nudos del alcornoque. Unas veces es utilizada
como fuente donde come el grupo, familiar o de amigos (Aznalcóllar), y las
mayoría de las ocasiones es útil para beber de las fuentes públicas, como así
ocurre en la Sierra de Aracena. Llegados hasta aquí, no falta lugar geográfico
donde desempeñe la función de dornajo para uno o dos cerdos, como ocurre en
Mérida.
Como podemos apreciar, y como ya decíamos,
en un primer nivel semántico y en la mayoría de los casos el término cucharro
se identifica con un recipiente más o
menos abarquillado que casi siempre es de corcho, a modo de una ruda cuchara que
es utilizada para contener líquidos y sopeaos. Si avanzamos un salto
semántico y pasamos a un segundo nivel, el vocablo originario, por similitud en
la forma, ha pasado también a denominar otros contenidos semánticos diferentes a
los originales, como ocurre con el casco de un barco, una pila para lavar o un
canto de pan con aceite. O telera, que dirían los cordobeses que cada
año por aceituna llegaba a Santa Amalia, al corazón de nuestra sierra, y que a
grito pelado y voceando telera recibían a la C-15 y a un servidor nada
más coronar la Cuesta de las Chinas.
Y así es, nuestro cucharro ya no es un recipiente abarquillado de corcho, madera o barro, se ha transformado en una esquina de pan, eso sí abarquillada (aunque con el tiempo llegue a utilizarse un moño o, como ocurre hoy en día, se haga uso de una barra o un bollo), que contiene un líquido, más o menos espeso; en nuestro caso aceite con sal (o azúcar, o colacao), el churre de un tomate y unos acompañantes contundentes: aceitunas, bacalao, cebolleta y hasta melón. ¡Cuál ha sido nuestra sorpresa cuando, durante el trabajo de investigación, nos ha aparecido el término y la misma acepción en un municipio cercano, Linares (Jaén)! Así nos lo confirma Juan Vicente Acosta, profesor jubilado de SAFA, que ha dedicado parte de su vida a recopilar frases y términos que oyó en su niñez y juventud por la casas y calles de Linares. En uno de sus escritos nos narra con cierta nostalgia “(…) de un tiempo en el que los chavales se comían un cucharro antes de ir al colegio, aunque para ir a comerse unos (…)”.
Ya andado el camino y conociendo que el
nombre de nuestro cucharro deriva de un recipiente que contiene líquidos
y “sopeaos”, ¿cuál puede ser el étimon primero del que deriva?
Pues vamos a tomar como punto de partida
el origen etimológico de una palabra clave perteneciente a la misma familia que
cucharro: cuchara. En este sentido, todos los estudiosos en la materia
aceptan de manera unánime que el término latino del que procede es cochlea>cuchara
(cuchara pequeña en latín). Con estos supuestos, sí consideramos la raíz ya castellana,
es decir cuch-ara, dando por bueno como se decía más
arriba su evolución del término latino cochlea, al añadirle el sufijo
prerromano con connotación despectiva “arro/urro” obtenemos el vocablo
que nos trae en faena: cuch-arro . Literalmente, su
significado vendría a ser “cuchara ruda, tosca o rústica”, en total consonancia
con el primer nivel semántico que venimos considerando, ¿o qué otra cosa es el
artilugio de corcho que se cuelga en las fuentes de la Sierra de Aracena para
que las gentes beban agua?
Queda una última pregunta que aún nos debemos hacer y que tiene como cimientos la dispersión territorial del término cucharro, ¿cuál es el origen geográfico del vocablo?, ¿cómo llega hasta nuestros pagos?
Aunque hemos anotado una gran dispersión
geográfica del término (que es aún muy superior a la que se ha dejado expresada
en este texto), podemos subrayar que, obviando su presencia puntual en las
provincias de Almería, Navarra y País Vasco, la mayor comparecencia del vocablo
se sitúa en Extremadura y la Sierra Norte de Huelva, siendo puntualmente
numerosa pero suficientemente reveladora en sierras aledañas, como Montes de
Toledo, la Siberia extremeña, las sierras del norte de Sevilla y Aljarafe y
nuestro macizo mariánico hasta Jaén. Este hecho nos podría poner en relación la
dispersión del término con el fenómeno repoblador llevado a cabo por leoneses,
gallegos y castellanos durante la baja Edad Media y según avanzaba el frente de
conquista peninsular.
En este estado de la cuestión,
interpretamos que nuestro cucharro pudo llegar a los pagos del Rumblar a
lo largo de los siglos XIII-XIV y de la mano de los repobladores castellanos.
La vecindad del castillo, como así nos cuenta un censo de comienzos del siglo
XV, estaba formada por lanceros y saeteros, de los que un número muy reducido
se dedicaba también a otros menesteres: pastores de merino, colmeneros y
herreros,… del grano, legumbres, sal, vino y aceite les abastecía la corona.
Con aquella gente, definitivamente asentada en las estribaciones de la Sierra
de Burgalimar y a causa de una dieta donde tenían principal protagonismo pan,
aceite y miel, se afincó en nuestra tierra el hoyo, canto, joyo, talega,
cachurro,… de pan, que era nombrado en el Castillo Baños, y quizá también en el
vecino de Linares, mediante un vocablo tan significativo, tan primitivo, como
es cucharro. No llegó solo, hay otros términos, todos originarios del
castellano viejo, que se asentaron por el vecindario dando nombre a los hitos
orográficos que salpican nuestra tierra: Navamorquina, Serna o Cueto.
Estos párrafos tienen el deseo de aportar soluciones, al menos provisionales, a la vieja inquietud de un mozalbete que deseó aprender de la Historia.