¡Ejem,
ejem!..., venga, escuchad. Al comienzo de todo, cuando el mundo no se parecía a
nada de lo que hoy conocemos, cuando aún andaba
a gatas, un dios hacedor y talante extraño, llamado Caos, reinaba sobre todo lo existente, que no era otra cosa que un
gran desorden formado por rocas, magma y turbulencias de agua hirviendo. Engreído
de su poder y soberbia, solía dormir siestas interminables sin prestar atención
a los trajines y conspiraciones que tramaban las fuerzas de la naturaleza: los
vientos y las aguas, la luz y el fuego, las rocas y las plantas… Todos ellos,
día con noche, tramaban y decían que el mundo debía cambiar y tener un orden, y
cada cual, según opinión propia, lo dibujaba según la naturaleza de la que
estaba hecho. En uno de aquellos eternos y somnolientos descuidos del creador se
rebelaron contra el primero, sepultándolo en lo más profundo de la tierra. A
renglón seguido, estando la fuerza del lado de la tierra y el agua, llegó el
equilibrio, el mundo quedó ordenado en dos partes totalmente idénticas en
tamaño. La una era todo mar y oscuridad, con crustáceos y moluscos grandes,
chicos e insignificantes, extensísimas praderas de coral y unas simpáticas ninfas,
pequeñas y blancas, que tomaban mil y una formas a su antojo. Se trataba de
diminutas hadas que habitaban en las aguas profundas, tan cristalinas y menudas
que parecían translúcidas. La otra mitad era un lugar salpicado de rocas y bañado
por una luz tenue, apagada, con sus árboles, matorrales y gran cantidad de
animales de pelo, ninguno de pluma, herbívoros de cien tamaños y formas.
Mientras esta segunda estaba bajo la tutela de Andara, la diosa tierra, la primera era potestad de su hermana, Malac, que tenía la forma de un gigantesco
disco lechoso y habitaba en lo más profundo de las aguas. Aún siendo las
hermanas mellizas, la diosa del mar, que fue la que llegó después en el parto,
era de natural más inquieta e inconformista, siempre dispuesta a deshacer la
igualdad con la que se ordenó el mundo.
El
resto de seres que daban forma al mundo, el fuego y los vientos, las plantas y
la fauna, quedó al amparo y capricho de estas dos diosas, que día con día se
tiraban de los pelos.
La
línea que separaba una parte de la otra, el agua de la tierra, la noche del día,
estaba trazada entre los cerros del Cueto y Gólgota, dos montes escarpados, de gran
pendiente, que estaban coronados por sendas mesetas, dos amplias llanuras de mucha
piedra rosácea. Entre el uno y el otro, en la vaguada, existía un gran tapón de
pizarra, tierra y materia vegetal, de un tamaño descomunal, que impedía que las
negras aguas penetraran en los dominios de Andara.
Se contaba que si el mar salado, en algún momento, llegaba a ocupar la tierra sobre
el reino de la diosa primera, Andara, caería la oscuridad más cerrada,
la noche eterna. Con tal motivo, la frontera era guardada por unos seres
llamados gamusinos, unas criaturas de fuego que nacían de las esporas que Andara esparcía al viento por medio de sus
cabellos. Una vez cuajaban y tomaban forma, la diosa les insuflaba vida mediante
un soplo de su aliento. Eran orondos y juguetones, gustaban de rodar por uno y
otro cerro sin más intención que chamuscar toda maraña vegetal. Con suerte,
conseguían frenar su trepidante descenso antes de entrar en contacto con el
agua, pues de lo contrario se apagarían quedando sin vida. Habitaban en la cima
de uno y otro cerro, en casuchines de roca, más pedregal desordenado que chozo
bien puesto, en realidad un quemado erial salpicado de majanos. Su obligación
no era otra que proteger la frontera, manteniéndola a salvaguarda de Malac y sus malvadas intenciones, de tal
forma que todo siguiera como quedó establecido tras fenecer el reino de Caos.
Los
gamusinos, gamberretes de armas tomar, con sus estrepitosos juegos y desatinos lanzaban
al oscuro cielo de la vecindad trepidantes llamaradas de fuego, a modo de
relámpagos de luz que surcaban la negra y perenne oscuridad. Su única y
traviesa intención era asustar a los seres que habitaban el mar, sobre todo a
las llamadas como noctilucas, las diminutas ninfas, menudas y transparentes,
que disfrutaban de cuando en cuando asomando la cabecita por encima del agua
con el único propósito de respirar el viento de la eterna noche. Estas
simpáticas y volubles criaturas nacían y cobraban vida con cada uno de los
blancos destellos de luz que Malac emitía en las profundidades marinas.
Los
gamusinos, que se alimentaban del oxigeno que contenía la plomiza luz de su
parte del mundo, no necesitaban de otra materia para vivir. Aún así, por una
natural inquietud, viendo como los animales comían toda clase de verdín los
emulaban intentando coger con sus
manazas las frutas y ramajes que poblaban la tierra. Por aquellos lejanos
tiempos no se daba más vida vegetal que las recias encinas y los altivos alcornoques,
las bellotas que ambos producían y los pastos que nacían a su sombra. De toda aquella
hojarasca, también de la rociá que
vestía de agua las muchas hojas de tanto bosque, se alimentaban los grandes
herbívoros que lo poblaban. En su afán por jugar y por su mucha ineptitud, cuando
los gamusinos intentaban arrancar cualquier follaje, o simplemente lo tocaban
con sus abrasadoras extremidades, el ramaje se deshacía en pavesas y ceniza ante
la cara de incomprensión del bicho. Por
motivos como éste, por su escasa inteligencia, se lamentaban a diario de su
suerte y envidiaban la armonía y felicidad de todas las criaturas. Y esa rabia
la pagaban con sus vecinas, las noctilucas juguetonas y danzarinas, que
disfrutaban con cualquier dicha sencilla.
Un
día con otro Poloc, uno de aquellos
trastos de criatura, porque no le vieran llorar se alejaba por levante del
Cerro del Cueto, donde habitaba, y sollozaba a solas en la linde del mar. Con
cada lamento que soltaba caía una lágrima, que cuando entraba en contacto con
el agua marina se transformaba en una menuda piedra blanca -aún hoy son
visibles en el Camino de Majavieja, mezcladas con la tierra-. Como balas de
luz, las piedrecicas llamaron la atención de Malac, que puso oído y escuchó los lamentos del llorica. Conociendo
la situación, por interés propio, tentó la doblada voluntad del quejica. Su
intención no era otra que conseguir que traicionara su obligación y con tal
motivo utilizó algunos de los frutos que daba el mar, en concreto le ofreció
corales de todas formas y tonalidades, cuyos cuerpos sacados del agua adquirían
una dureza similar a la de las rocas, manifestaban multitud de colores y obtenían
una belleza indescriptible. Siendo estos objetos de mucho placer para los gamusinos,
aunque no los pudieran ingerir, disfrutaban de su magnífico colorido, ¡qué
bueno, podían tocarlos!, ¡no se deshacían fulminados entre sus ardientes manos!
Con
sus malas artes y el pregón de Poloc,
Malac consiguió atraerse a unos pocos
más, después aumentó el número que se apegó a su bando y finalmente cayeron
bajo sus garras todos los gamusinos de la frontera. Con los bichos bajo su
acomodo, por orden de la diosa del mar y siguiendo sus traicioneras instrucciones,
los falsarios guardianes quemaban de tanto en tanto la frontera vegetal que
separaba tierra y mar, cada día un poco, muy poco, de tal forma que nadie era
consciente de que las aguas iban erosionando la muralla rocosa y un hilillo hídrico
se iba colando por el barranco de Valdeloshuertos… ¡a fin de cuentas que otra
cosa hacían de ordinario que no fuera chamuscar todo verdín con el que tropezaban!
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