lunes, 16 de abril de 2018

Santuario de Nuestra Señora de la Encina, Baños de la Encina

Decía un amigo, hortelano de siempre, que hay pedazos de tierra que pareciendo un erial están bendecidos. Que en un descuido se te cae un grano medio roído y con cuatro gotas de agua y una miaja de sol lo tienes hecho espiga.

Con las comunidades humanas, los lugares donde se dejan caer y su discurrir histórico ocurre otro tanto. Hay rincones de nuestra geografía que pareciendo agrestes unas veces y huraños otras, son por el contrario tan acogedores que el hombre, una vea que levanta allí su morada, nunca los abandona. Y si lo hace, ha sido entonando un hasta luego. Unas veces, la bondad de estos emplazamientos lo motiva que el sitio cuenta con tierra fértil para desarrollar cualquier tipo de cultivo, como ocurre en nuestro entorno con huertas como la de Zambrana, que presenta restos arqueológicos relacionados con la producción hortícola y posible origen árabe; en otras ocasiones su entorno es tan generoso en aguas para riego que su explotación agrícola se puede remontar a época romana, éste es el caso de la hoya del Marquigüelo y su inagotable manantial.

Se dan ciertas situaciones en las que la nobleza del sitio estriba en que ha sido y sigue siendo encuentro de caminos, como ocurrió durante varios siglos con la vecina ciudad de Bailén. En muy pocas ocasiones el éxito del lugar se debe a que el enclave desprende una magia difícil de explicar, como sucede con los Abrigos de la Lobera o la Cueva de los Muñecos, dos santuarios íberos localizados en la provincia. Y en este orden de las cosas, son muy escasas, casi podríamos decir que se pueden contar con los dedos de la mano, las obras creadas por el hombre que se han gestado al amparo y generosidad de todas estas benditas cualidades.

Pero “haberlas haylas”, como diría un buen gallego.

Un caso. En nuestra tierra está situado un emplazamiento que ha sido acunado por todas estas bondades, a poco menos de una legua del pueblo, junto al tocón y retoño de una agraciada encina que brotó y envejeció con nobleza. Desde su lontananza, a la par que consolidó sus raíces, observó pacientemente como en las inmediaciones del Cueto surgían y se multiplicaban las callejas que ordenaban nuestro pueblo, se elevaban casonas de labor y algún palacete, bullía la gente en sus quehaceres y se forjaba la forma de ser de los bañuscos, ¡tan peculiar! En el solar, junto a la encina, se derrama hoy un paraje seductor, de los pocos que han sido tocados por los hados. Un espacio que da cobijo a la casa de Nuestra Señora de la Encina, un santuario que acoge a la madre de todos, símbolo de la generosidad y abundancia de la madre tierra.

En pocos lugares puede uno sentirse tan fascinado por el SILENCIO como paseando por su entorno. Puedes llamarlo magia, religión, espiritualidad o sensibilidad paisajística, pero eso es lo que uno percibe bajo la mole pétrea de la ermita cuando se disfruta de la sencilla contemplación.

La estrecha vinculación de los vecinos con el lugar no es sólo fruto de la coyuntura actual, tampoco lo es del discurrir de los últimos 600 años de existencia de la edificación. El enclave, su entorno, fue ocupado y vivido desde muy antiguo. Así es, como si de un rosario de madera se tratara, todo el lugar está salpicado de pequeñas “cuentas” y “misterios” que han ido moldeando la historia del santuario y el HECHIZO de su emplazamiento.

Vamos a profundizar en su conocimiento.

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En los albores del 2º milenio antes de Cristo, gentes desplazadas desde la actual comarca de la Loma se reparten por todo el valle del río Rumblar, por sus afluentes, con la intención de horadar el subsuelo de Sierra Morena y obtener el valioso mineral de cobre que acogía y que en parte aún guarda en sus entrañas. Derraman sus viviendas por espolones de pizarra que se asoman al río, bien defendidos por barrancos naturales o mediante fuertes murallas y macizos bastiones, y elevan recios fortines en cada uno de los oteros que se asoman al valle, a la campiñuela. Su objetivo no era otro que controlar visualmente pasos y caminos, someter el territorio que habían comenzado a poblar y participar de los mercados mineros del momento. Y en ese marco histórico es donde se gestan los primeros vestigios humanos que van a salpicar el entorno del santuario, como así lo ponen de manifiesto el pequeño poblado de la Cuesta de los Santos o el fortín de La Mesta, junto a la Casería Manrique. Algo más alejado de la ermita se eleva otro fortín: el “Basurero”.

Con posterioridad, siglos después, como legado de aquellos trajines, Roma eleva un nuevo fortín en el Cerro del Salcedo, un ancho castillete que escudriña cualquier movimiento en el llano. Su ubicación no es casual. Aunque la ciudad de Iliturgi no estuvo plantada donde se creía y Toledo no era lo que sería muchos siglos después, junto a la ermita discurre una vía romana principal que comunicaba la capitalidad de Cástulo con el distrito minero de Sisapo, localizado éste en la vertiente norte de Sierra Morena. En el marco de estos movimientos camineros, el lugar de la ermita y el otero del Salcedo desempeñaron un papel principal, pues en el lugar se bifurcan dos caminos. Por sus condiciones geográficas, es también el acceso natural por donde se subía a los cotos mineros del Río Grande por Navarredonda y, según caso y girando a poniente, proseguía camino para ascender a las minas del macizo del Navamorquín por Baños, Valdeloshuertos y Marquigüelo.

Heredera y partícipe de aquellas briegas, durante los primeros siglos del Imperio surge la próspera villa romana que hoy enseña ruinas frente a la ermita. En su momento, fue tal la importancia que alcanzó, que llegó a cobijar en su seno necrópolis y un balnea, utilizando para aquellas necesidades suntuarias las aguas del cercano arroyo de Santa María. Abandonada durante un periodo de tiempo, el intervalo que media entre los siglos VI y XIV, fue esta explotación agrícola el germen de la torre-castillete que acoge el presbiterio del santuario y la primitiva y sencilla ermita primera.

Así es, a comienzos del siglo XIV se erige la primitiva ermita con obra nueva y sobre una porción de los hormazos de la vieja villa romana, a modo de guardián de un trayecto donde venían a confluir los diferentes caminos que, desde la meseta, salvaban el macizo de esta parte de Sierra Morena para acceder a las tierras del valle del Guadalquivir. Se levanta al modo e intenciones de sus vecinas, las casas reales del Santuario de Nuestra Señora de Zocueca y la que estuviera emplazada en el núcleo de la actual Santa Elena, también conocida durante el tránsito de la Edad Media a la Moderna como “Venta Palacios”. Ordenadas éstas edificar por Fernando III y construidas mayormente durante el reinado de su hijo Alfonso X, vendrían a ser verdaderas “áreas de servicio”. La iglesia de nuestra ermita, bajo los cánones impuestos por las órdenes mendicantes (franciscanos), sería de traza muy sencilla y achaparrada, de una sola nave que se levanta sobre gruesos arcos diafragma y cierra con cubierta de par e hilera y tejado a dos aguas. Como legado de aquella primitiva edificación, podemos apreciamos los pilares que sustentaban los arcos, hoy pilastras, de una profundidad tal que dan forma a las capillas laterales.

En el seno de la ermita, el control del territorio, el hospedaje, el trajín comercial y el soporte ideológico se dan la mano: un macizo torreón alterna con una diminuta ermita y una posada más cuadra que venta. De ahí, de la mezcolanza de su carácter, a medio camino entre torreón militar, hospedería para el caminero y espacio de culto, que fuera escenario de un desencuentro campal durante las guerras de banderías acaecidas en la segunda mitad del siglo XV, que enfrentó a los partidarios del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo y las huestes calatravas:

Y llegando a Señora Santa  Maria del Enzina, que es a media legua de Baños, fallaron ay dos batallas de cavalleros en que avria treçientos roçines e larga gente de a pie de las çibdades de Jahen y Andujar, quel señor Condestable les avia enviado en socorro” (Crónica de los Hechos del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo, que don Juan Muñoz-Cobo atribuye a Pedro de Escavias).

En los años finales del siglo XV, con la definitiva pacificación del Reino, con los nuevos usos agrícolas y comerciales del territorio y con el nacimiento de la “empresa americana”,  se desarrolla un nuevo estatus geopolítico donde el lugar de Baños tendrá una posición destacada. Derivado de esta situación, los Reyes Católicos (1492) conceden al Concejo aldeano de Baños un privilegio real que les autoriza a cobrar la “robda”, un impuesto por el tránsito de personas y mercancías. Este derecho les obliga a guardar y avituallar el camino, pero también les permite disponer de un capital que les facultará para llevar a cabo diversas obras civiles y religiosas, de gran calado. Así, se eleva el cerco aldeano, se construye la parroquia de San Mateo y se comienza a edificar la Casa Consistorial. También será el inicio de remodelaciones en la primitiva ermita y que tendrán su máxima expresión en la reforma ejecutada en 1621, que configura en gran medida la iglesia actual. Pero no será la única. Hay intervenciones anteriores, que mejoran la fábrica y le dan mayor anchura (final del siglo XV), y las habrá posteriores y secuenciadas, como el levantamiento de la sacristía, el añadido del camarín, y la construcción del albergue anejo. Esta hospedería hará competencia  a las ventas de Guadarromán -en manos del duque de Arcos- y Miranda, propiedad del Concejo de Baños, en el tramo final de funcionamiento del Camino de Castilla por el Puerto del Rey -un viario situado a poniente del Muradal que discurre por tierras de Baños-.

Los siglos XVII y XVIII pondrán los pilares de lo que el lugar hoy es, un inmenso y ondulado mar hilvanado de olivos, una economía de porte agro transformador que sustenta la pujanza social y constructiva que da definitiva forma a la imagen urbana del conjunto histórico de Baños de la Encina. En todo este proceso desempeñaron un papel destacado cuatro caserías o haciendas almazaras, entorno a ellas giró tan tremenda transformación agro tecnológica. Volviendo a lo que nos trae, que no es otra cosa que la ermita, tres de ellas están localizadas en un entorno más o menos cercano al santuario. Así, Salcedo está situada a tiro de piedra, Manrique y Casa del Conde molturan un poco más alejadas.

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Siguiendo con el símil, mientras que el diminuto crucifijo que esgrime el rosario se vería encarnado por la pequeña ermita de Jesús, guía de nuestro camino vital hacia la virgen “ego sum via”, la medallita que cierra el rosario estaría personificada en el santuario, más concretamente en el Camarín de la Virgen de Encina. No es una afirmación gratuita.

En el rezo del Santo Rosario, aunque la letanía lauretana o súplica a la virgen no forma parte integrante de éste, viene a ponerle un magnífico colofón final, un excepcional estrambote sacro. En este sentido, si diseccionamos la iconografía presente en el Camarín de la Virgen, lo que nos pueden parecer sencillos adornos vegetales no son tales. Realmente, lo que hay en su interior es una magnífica combinación de los diferentes símbolos lauretanos que identifican a nuestra señora: la luna llena, el sol, las estrellas, la fuente, el árbol, la torre de David… la civitas dei, la ciudad de Dios, el Jerusalén celestial que, como la madre de Jesús, acoge a todos sus hijos en su seno. El autor, con sus trazos, dibujó en estas cuatro y acogedoras paredes la letanía que pone fin a la oración del Rosario.

Lo que nos parece una escenografía vacía, profundiza más allá de lo que podíamos imaginar. En el Camarín, el maestro de obras moldea un escenario cargado de mágica simbología, una alcoba mistérica. Eleva en tres dimensiones una magnífica ALEGORÍA a Nuestra Señora de la Encina.

…Espejo de justicia,
Trono de la sabiduría, 
Causa de nuestra alegría, 
Vaso espiritual, 
Vaso venerable,
Vaso insigne de devoción, 
Rosa mística, 
Torre de David, 
Torre de marfil, 
Casa de oro, 
Arca de la alianza, 
Puerta del cielo, 
Estrella de la mañana, 
Salud de los enfermos, 
Refugio de los pecadores, 
Consoladora de los afligidos, 
Auxilio de los cristianos…

(Extracto de la letanía lauretana)





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