martes, 3 de abril de 2018

Un cuentecillo sobre la madre tierra (1)

La mañana, aunque gélida, se deja llevar en el interior del local pues los rescoldos del horno aún mantienen una temperatura más que agradable. El abuelo bulle poniendo en orden las herramientas utilizadas aquella noche previendo el barullo que tiene por delante. Con la misma, refunfuñando, se arma de valor para atender la carga familiar que le han endiñado, que no es otra que cuidar durante unas horas de un hato de nietos.

Arturo, sentado sobre un amago de taburete, un contenedor chico de pan, amarillo y desvaído, dibuja seres de todo pelaje apoyado sobre una mesa provisional, un carro de mayor tamaño de un gris descolorido. Por compensar el desajuste, Juan Manuel no para de correr describiendo diferentes y extraños círculos, deformes, como un autómata sin rumbo. Cuando cae y llega el primer porcino, duro como el pedernal y sin hacer amago de llorar, cambia el tercio y se sube a una bicicleta pequeña, sin pedales, que lo lanza cómo una exhalación. Un nuevo encontronazo le obliga a mudar y vuelve a los trompicones pedestres que le duran hasta una nueva caída, lo suficiente para volver una y otra vez al vehículo rodado. Naiara, en silencio, tan ajena al tumulto como lo está su primo mayor, se inventa una y cien aventuras que con cierta picardía deja traslucir su cara. Sus manos, ajenas a los desatinos de su mente, ordenan piedras de diferentes colores y cachos de herrumbre, los coloca con paciencia en una vieja caja metálica que originariamente debió contener porciones de carne de membrillo. Por su parte, Catalina mantiene una perorata ininteligible con ella misma: ahora simula regañar a los demás moviendo enérgicamente las manos, pero sin mirar a ninguno en concreto, ahora se reprende a si misma. Claudia, desde una silleta y al calor del horno, observa sin más el trajín del resto, hace unos instantes que dejó de llorar y mira a unos y otros como quién descubre un mundo nuevo en cada ademán que realizan los primos.

Dejando el trajín oratorio que se trae, Catalina va a sentarse junto a su hermano. Se suele quejar por norma, sin motivos aparentes, como ahora. Con remilgos sopla y limpia el polvo que acumula el culo de otro cajón amarillo, se sienta frente al allegado. Con los codos sobre la coyuntural mesa de Arturo, apoya la cabecita sobre la palma de sus manos manifestando con claridad que está aburrida. Sigue con la mirada el bullir del viejo progenitor: –venga abuelo, deja el lío que te traes entre manos y relátanos algún cuento de los que te guardas en la mollera, de ésos que hablan de la luna y su hermana tierra, de hadas, fuentes y señores de fuego, –le espeta sin miramiento ni discreción.

El abuelo, hasta entonces alejado del bullir de los infantes y abrumado por el descaro de la nieta, se ve obligado a mezclarse con la chiquillería. Se sienta en una silla baja que fue de su madre, la que utilizaba para las labores de costura. Juan Manuel abandona momentáneamente el velocípedo y deja caer brazos y cara sobre la rodilla del abuelo. Un rotundo “venga” del chiquillo le obliga a atender las peticiones de la jauría de enanos.

A ver, prestad atención, que luego me pedís que lo repita cuando estemos en mitad de la faena. Sin más prólogo, el abuelo da comienzo a la narración de una fábula que se pierde en los tiempos, un mito de viejo que se habrá contado miles de veces por estos rincones de Sierra Morena, una ficción que durante generaciones ha proyectado su eco en el altozano del cotanillo:

Pintaba una noche tan clara como la misma alborada, la tarde anterior había llovido y corría un relente que encogía los cuerpos. Lubbo, un mozalbete destartalado, algo cojo y tartaja consumía la madrugada haciendo guardia sobre la gran peña de la diosa tierra, la que desde el principio de los días era llamada con el nombre de Andara. Al abrigo de una lumbre y elevado al espolón de Peñalosa, tenía bajo su visual las aguas y la caja del río Rumblar, el manso arroyo de Valdeloshuertos y el cantarín de la Rumblosa, también y por frente el fértil llano del Marquigüelo. En el enclave, llama la atención una gigantesca roca de pizarra cortada en vertical, donde anidan desde siempre búhos de un tamaño descomunal y cigüeñas de un plumaje tan negro como lo hondo de la Cueva de la Mona. La obligación que el mozalbete tenía aquella noche, como venía ocurriendo cada cierto tiempo entre los más jóvenes de la tribu, era vigilar el trayecto que la “gran azul” dibujaba en el cielo estrellado, una luna un tanto especial que cada cierto tiempo se elevaba viajando por la cúpula celestial. La misión del arrapiezo de turno consistía en controlar que la traza que describía el astro fuera la correcta, en caso contrario debería avisar al chamán del poblado que se derramaba por debajo de la roca. Según era norma desde que finalizó la primera guerra, la luna debería ocultarse con el alba, según se decía en lo hondo del apretado barranco de la Salsipuedes, lugar que la protegía del efecto dañino de los rayos solares. Nunca habría de quedarse quieta en el cielo estrellado, jamás debería mudar el tono de su superficie de un blanco azulado a un rojo sangre. Y esa era la encomienda que tenían los jóvenes del lugar, vigilar lo que acontecía desde la luna que precedía a la mencionada luna azul hasta que emergiera la siguiente en los cielos. Un periodo de una veintena de días.

Noche tras noche le correspondía la guardia a uno de los rapaces del poblado. La misión no era otra, como se ha mencionado, que custodiar qué no ocurriera nada irregular con el astro. Mediante esta prueba, y alguna otra que certificara la madurez del gañán de turno, demostraban a la comunidad su hombría. De este modo, superadas estas razones, podrían participar de las decisiones que tomaban los mayores de la tribu.

Si todo andaba como debiera, cada noche, desde la anterior nueva, el lucero iría creciendo hasta convertirse en una gran azul. Después, cada anochecer, volvería a aparecer por levante un poco más chiquita y con un tono cada vez menos azulado. Finalmente, volvería a la normalidad vistiéndose en la siguiente luna llena como el disco blanco y lechoso que siempre lucía en las noches más oscuras. Y así era de obligación que fuera por toda la eternidad.

A hurtadillas, con una velocidad inusitada y por encima de la muralla, por las puertas norte y sur, desde la acrópolis y las terrazas inferiores…, fueron apareciendo numerosas sombras, muy menudas, que apretadas contra el suelo se iban acercando al puesto de guardia. Buscaban el calor de la hoguera que comandaba Lubbo, su tertulia y su gracejo para contar chismes. La chiquillería del poblado, sabiendo que el turno de guardia correspondía al simpático amigo mayor, lo buscaba por oír sus relatos pese al desasosiego y el miedo que les provocaba la negrura de la noche. Aunque de cotidiano se atrancaba al hablar y tartamudeaba de una forma ridícula, cuando Lubbo recitaba sus historias, al estilo de los viejos bardos, lo hacía de un tirón y con apreciada musicalidad. Esta cualidad favorecía que los zagales, pero también los mayores, quisieran escuchar sus fábulas. Después de muchos apuros para subirse a la cima de la roca, según iban llegando a la altura del guardián, en silencio, se dejaron caer. Unos sobre una bancada de piedra agarrada a la atalaya, otros en algún pizarrón suelto, los más sobre el mismo suelo y a la querencia de la lumbre. Lubbo, sabiendo a qué venían, en su papel de rapsoda y sin necesidad de que le insistieran, se dispuso a contar una de las muchas quimeras que conocía. En esta ocasión y estando en la coyuntura que estaban, eligió narrar una leyenda vieja, viejísima, la que dio origen a la obligación de montar aquellos turnos de guardia.

Así es, pues siendo el momento que era y estando con la misión que tenía entre manos, les narraría el legendario origen del mundo tal y como lo conocían. De cómo quedó establecido el orden tras la contienda que enfrentó a la diosa Andara y a su hermana Malac, la luna, dueña de la noche y de los mares. También les versaría cómo nació de las entrañas de la tierra Neitín, el hijo sol. Recitaría, cómo no, qué les obligaba a vigilar el camino que la luna marcaba en la esfera celestial, sobre todo en días como aquél en los que iba enfundada con el manto azul de la diosa madre.

Se aclaró un poco la garganta con el agua de un frasco de barro, ligeramente carenado y de un brillo negro, casi cobrizo. Ahora, con la voz entonada, se dispuso a contar la historia, el mito del origen del centro del mundo, la génesis de su pueblo. Comenzó con la voz un tanto atiplada, por no llamar la atención de la gente que dormía en el poblado. ¡Shhhh!, silencio, comenzamos.



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