La
mañana, aunque gélida, se deja llevar en el interior del local pues los
rescoldos del horno aún mantienen una temperatura más que agradable. El abuelo
bulle poniendo en orden las herramientas utilizadas aquella noche previendo el
barullo que tiene por delante. Con la misma, refunfuñando, se arma de valor
para atender la carga familiar que le han endiñado, que no es otra que cuidar
durante unas horas de un hato de
nietos.
Arturo,
sentado sobre un amago de taburete, un contenedor chico de pan, amarillo y
desvaído, dibuja seres de todo pelaje apoyado sobre una mesa provisional, un
carro de mayor tamaño de un gris descolorido. Por compensar el desajuste, Juan
Manuel no para de correr describiendo diferentes y extraños círculos, deformes,
como un autómata sin rumbo. Cuando cae y llega el primer porcino, duro como el
pedernal y sin hacer amago de llorar, cambia el tercio y se sube a una
bicicleta pequeña, sin pedales, que lo lanza cómo una exhalación. Un nuevo
encontronazo le obliga a mudar y vuelve a los trompicones pedestres que le
duran hasta una nueva caída, lo suficiente para volver una y otra vez al
vehículo rodado. Naiara, en silencio, tan ajena al tumulto como lo está su
primo mayor, se inventa una y cien aventuras que con cierta picardía deja
traslucir su cara. Sus manos, ajenas a los desatinos de su mente, ordenan
piedras de diferentes colores y cachos de herrumbre, los coloca con paciencia en
una vieja caja metálica que originariamente debió contener porciones de carne
de membrillo. Por su parte, Catalina mantiene una perorata ininteligible con
ella misma: ahora simula regañar a los demás moviendo enérgicamente las manos, pero
sin mirar a ninguno en concreto, ahora se reprende a si misma. Claudia, desde
una silleta y al calor del horno, observa sin más el trajín del resto, hace unos
instantes que dejó de llorar y mira a unos y otros como quién descubre un mundo
nuevo en cada ademán que realizan los primos.
Dejando
el trajín oratorio que se trae, Catalina va a sentarse junto a su hermano. Se suele
quejar por norma, sin motivos aparentes, como ahora. Con remilgos sopla y limpia
el polvo que acumula el culo de otro cajón amarillo, se sienta frente al allegado.
Con los codos sobre la coyuntural mesa de Arturo, apoya la cabecita sobre la
palma de sus manos manifestando con claridad que está aburrida. Sigue con la
mirada el bullir del viejo progenitor: –venga abuelo, deja el lío que te traes
entre manos y relátanos algún cuento de los que te guardas en la mollera, de ésos
que hablan de la luna y su hermana tierra, de hadas, fuentes y señores de fuego,
–le espeta sin miramiento ni discreción.
El
abuelo, hasta entonces alejado del bullir de los infantes y abrumado por el
descaro de la nieta, se ve obligado a mezclarse con la chiquillería. Se sienta en
una silla baja que fue de su madre, la que utilizaba para las labores de
costura. Juan Manuel abandona momentáneamente el velocípedo y deja caer brazos
y cara sobre la rodilla del abuelo. Un rotundo “venga” del chiquillo le obliga
a atender las peticiones de la jauría de enanos.
A
ver, prestad atención, que luego me pedís que lo repita cuando estemos en mitad
de la faena. Sin más prólogo, el abuelo da comienzo a la narración de una fábula
que se pierde en los tiempos, un mito de viejo que se habrá contado miles de
veces por estos rincones de Sierra Morena, una ficción que durante generaciones
ha proyectado su eco en el altozano del cotanillo:
Pintaba
una noche tan clara como la misma alborada, la tarde anterior había llovido y
corría un relente que encogía los cuerpos. Lubbo,
un mozalbete destartalado, algo cojo y tartaja
consumía la madrugada haciendo guardia sobre la gran peña de la diosa tierra,
la que desde el principio de los días era llamada con el nombre de Andara. Al abrigo de una lumbre y elevado
al espolón de Peñalosa, tenía bajo su visual las aguas y la caja del río Rumblar, el manso arroyo de
Valdeloshuertos y el cantarín de la Rumblosa, también y por frente el fértil llano
del Marquigüelo. En el enclave, llama la atención una gigantesca roca de
pizarra cortada en vertical, donde anidan desde siempre búhos de un tamaño
descomunal y cigüeñas de un plumaje tan negro como lo hondo de la Cueva de la
Mona. La obligación que el mozalbete tenía aquella noche, como venía ocurriendo
cada cierto tiempo entre los más jóvenes de la tribu, era vigilar el trayecto
que la “gran azul” dibujaba en el
cielo estrellado, una luna un tanto especial que cada cierto tiempo se elevaba
viajando por la cúpula celestial. La misión del arrapiezo de turno consistía en
controlar que la traza que describía el astro fuera la correcta, en caso
contrario debería avisar al chamán del poblado que se derramaba por debajo de
la roca. Según era norma desde que finalizó la primera guerra, la luna debería ocultarse con el alba, según se decía
en lo hondo del apretado barranco de la Salsipuedes, lugar que la protegía del
efecto dañino de los rayos solares. Nunca habría de quedarse quieta en el cielo
estrellado, jamás debería mudar el tono de su superficie de un blanco azulado a
un rojo sangre. Y esa era la encomienda que tenían los jóvenes del lugar, vigilar
lo que acontecía desde la luna que precedía a la mencionada luna azul hasta que emergiera la siguiente
en los cielos. Un periodo de una veintena de días.
Noche
tras noche le correspondía la guardia a uno de los rapaces del poblado. La
misión no era otra, como se ha mencionado, que custodiar qué no ocurriera nada irregular
con el astro. Mediante esta prueba, y alguna otra que certificara la madurez
del gañán de turno, demostraban a la comunidad su hombría. De este modo,
superadas estas razones, podrían participar de las decisiones que tomaban los mayores
de la tribu.
Si
todo andaba como debiera, cada noche, desde la anterior nueva, el lucero iría creciendo hasta convertirse en una gran azul. Después, cada anochecer, volvería
a aparecer por levante un poco más chiquita y con un tono cada vez menos
azulado. Finalmente, volvería a la normalidad vistiéndose en la siguiente luna llena
como el disco blanco y lechoso que siempre lucía en las noches más oscuras. Y
así era de obligación que fuera por toda la eternidad.
A
hurtadillas, con una velocidad inusitada y por encima de la muralla, por las
puertas norte y sur, desde la acrópolis y las terrazas inferiores…, fueron
apareciendo numerosas sombras, muy menudas, que apretadas contra el suelo se iban
acercando al puesto de guardia. Buscaban el calor de la hoguera que comandaba Lubbo, su tertulia y su gracejo para
contar chismes. La chiquillería del poblado, sabiendo que el turno de guardia correspondía
al simpático amigo mayor, lo buscaba por oír sus relatos pese al desasosiego y
el miedo que les provocaba la negrura de la noche. Aunque de cotidiano se
atrancaba al hablar y tartamudeaba de una forma ridícula, cuando Lubbo recitaba sus historias, al estilo
de los viejos bardos, lo hacía de un tirón y con apreciada musicalidad. Esta
cualidad favorecía que los zagales, pero también los mayores, quisieran
escuchar sus fábulas. Después de muchos apuros para subirse a la cima de la
roca, según iban llegando a la altura del guardián, en silencio, se dejaron
caer. Unos sobre una bancada de piedra agarrada a la atalaya, otros en algún
pizarrón suelto, los más sobre el mismo suelo y a la querencia de la lumbre. Lubbo, sabiendo a qué venían, en su
papel de rapsoda y sin necesidad de que le insistieran, se dispuso a contar una
de las muchas quimeras que conocía. En esta ocasión y estando en la coyuntura
que estaban, eligió narrar una leyenda vieja, viejísima, la que dio origen a la
obligación de montar aquellos turnos de guardia.
Así
es, pues siendo el momento que era y estando con la misión que tenía entre
manos, les narraría el legendario origen del mundo tal y como lo conocían. De
cómo quedó establecido el orden tras la contienda que enfrentó a la diosa Andara y a su hermana Malac, la luna, dueña de la noche y de los
mares. También les versaría cómo nació de las entrañas de la tierra Neitín, el hijo sol. Recitaría, cómo no,
qué les obligaba a vigilar el camino que la luna marcaba en la esfera celestial,
sobre todo en días como aquél en los que iba enfundada con el manto azul de la diosa
madre.
Se
aclaró un poco la garganta con el agua de un frasco de barro, ligeramente
carenado y de un brillo negro, casi cobrizo. Ahora, con la voz entonada, se
dispuso a contar la historia, el mito del origen del centro del mundo, la
génesis de su pueblo. Comenzó con la voz un tanto atiplada, por no llamar la
atención de la gente que dormía en el poblado. ¡Shhhh!, silencio, comenzamos.
Que bonito narras!!!
ResponderEliminarDa gusto leerte.