Un
poco más abajo, sobre lo que parece una vieja torruca, una hilera de hormigas
trajina con todo un granero. En el interior, unos curicas chiquitos, como cagarrutas de gato, se ocultan entre la
maleza que se levanta de las ruinas, por esquivar toda mirada ajena; al fondo, a
la sombra de una esparraguera de piedra que sujeta sus raíces a la roca, unos
diminutos alacranes se desperezan sobre la espalda de la madre. En la terriza penumbra
de un espeso lentisco, un buen número de marranicas
juega al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de variopintos
colores. Inmóvil como una piedra, la escena se desarrolla bajo la atenta e
inquietante mirada de una chinche.
Una
pareja de diablillos de colores se hace carantoñas junto a un regato… avanza un
precioso día de julio. El rocío de la mañana multiplica la luz de una forma
extraordinaria, todo se impregna de un rumor creciente, de una avalancha de
alegría.
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