En ocasiones, la memoria es caprichosa. De esta casona de calle Fugitivos, el primer recuerdo que tengo es de cuando crío. Creo que no llegaría a los diez años, cuando, por cuestiones de una mala caída y la preceptiva vacuna del tétanos, tuve que ir al dispensario médico del pueblo. Por entonces, estaba ubicado en los bajos de este edificio, en calle Fugitivos y a tiro de piedra de la lonjilla de la Cestería. Tengo poco recuerdo del trámite, pues quedó apagado por una pelea a silla limpia entre dos vecinas: María Cabeza y Juana la Punta, ¡asunto de desencuentros en la vecindad! Tiempo después, cuando ya andaba metido con las historias de la Historia, casi quedé de piedra al conocer que, en verdad, aquella sala médica fue tahona en las postrimerías de la Edad Moderna. En cuanto se refiere al pueblo de Baños, el catastro del Marqués de la Ensenada (1754) nos dice que el inmueble estaba considerado como horno de pancozer, uno de los dos que en propiedad tenía la ‘fábrica de la parroquial’, y que estaba bajo la administración de Antonio Joseph Lechuga, presbítero de San Mateo. Al hilo, recordé una charla con mi padre, panadero de raíces, que vino a decirme que aquel sótano fue la primera vivienda que tuvimos en el pueblo tras regresar de Barcelona. Mis padres, como casi todo hijo de vecino de la posguerra, después de trastear en todo lo posible en asuntos laborales, costura, rancheros, panadería, yuntero, tejares…, se vieron abocados a emigrar. En su caso a Cataluña, donde nació un servidor. Por cuestiones de salud, la vuelta fue obligada y, tras algún intento fallido, mis padres arrendaron la tahona donde mi padre había ejercido la profesión anteriormente: el horno de Cañizares, que no es otro que el que nos trae. Después vinieron otros, primero la Seria y por último Barbecho, en el Cotanillo, que en realidad había sido el horno familiar desde los años 20 del siglo pasado, aunque desde mucho antes habían ejercido el noble arte de amasar hogazas en los poblados mineros de Araceli y El Centenillo. En Baños de la Encina, mis primeros días de cuna, mi primer echar a andar y parlotear, fueron en los bajos de esta casona. Pero, puesto a acordarme de detalles, no recuerdo nada.
viernes, 7 de febrero de 2025
lunes, 3 de febrero de 2025
La fuente Cayetana, ruina inminente
viernes, 31 de enero de 2025
Sobre el origen de la poterna del castillo de Baños de la Encina
Andar a la par que
Antonio, era leer entrelíneas de la retahíla de voces que te daba y seguir con cautela
y atención donde aporreaba con la punta de su garrota, por si golpeaba un
casquijo de barro o una punta de flecha. Al tipo, ligero como pluma y reseco
como la muerte, había que seguirle el paso con buen pie si querías cogerle el
hilo. Y no te quedaba otra, pues Antonio era así, de ese tipo de personas que
vomitaba al viento sus pasiones y te las dejaba caer sin ningún miramiento. No
acababas de dar el quiebre a la almena del castillo, la que mira al Gólgota, y
te decía de sus andanzas como peón de albañil, de cuando anduvo a cargo de mi
chacho el Fino remendando la entrada
de la fortaleza. Metidos en faena, igual te cambiaba de tercio y le rumiaba cochones a un hato de turistas, que
olfatea como franceses y le recordaban sus años en París, o trasteaba con el
báculo el cimiento de una farola para dar rienda suelta a la muela de un
cadáver, posiblemente de los años en que el castillo lució como camposanto.
Finalmente, de
entre tanto vocerío, sabiendo de su proceder, sacabas en limpio algún argumento
sobre la historia, artificios y pesares de nuestro castillo de Baños, que no de
Burgalimar.
Días
atrás, mirando y remirando como hacía en su compañía, aunque ahora envuelto en
la soledad de mis años, volví a estudiar la fisonomía de las torres, observé la
mella de algún merlón y examiné uno por uno cada hueco de saetera; seguí los
trazos decorativos de sus lienzos y anoté mentalmente cada detalle que rompía
la norma. En la parte de poniente, al tropezar con la poterna y trastear en mi
memoria, recordé algún dato de los informes redactados a tenor de la última
excavación arqueológica: Actuación
arqueológica puntual en el castillo de Burgalimar de Baños de la Encina (Jaén),
2007-2009[1].
En el texto borrador propuesto para el Anuario Arqueológico de Andalucía (2009),
se sostiene que dicho hueco o acceso está considerado como poterna, aunque en
la redacción se refiere a ella como ‘pontanilla’.
Como prueba sumarísima, se aporta la existencia de dos muros interiores, quizá
pertenecientes a una estancia, que flanquean el hueco y parece que encauzan la
salida hacía dicha pontanilla. Literalmente viene a decir:
‘La
Pontanilla o “puerta de atrás” del castillo medieval se encuentra enfrentada
con la entrada principal, en la zona occidental del lienzo de muralla, aunque
algo más al sur en la numerada como área arqueológica 12. Ésta delimitada por
dos muros, más tarde reformados en sus alineaciones y caras, y con el mismo
sistema defensivo que la entrada principal, con un pasillo estrecho y quebrado.
Esta pontanilla siempre la hemos conocido abierta y con los muros que a ella
conducen, que no eran los originales, visibles en la planta del castillo, pero
existían dudas sobre si realmente era la “puerta de atrás” del castillo
medieval. En la actual excavación hemos resuelto esas dudas al documentar, bajo
los muros conocidos en superficie, los originales que definían el estrecho
pasillo’.
Para
ser fieles a nuestro criterio, el argumento nunca nos pareció causa suficiente que
sostuviera en firme la prueba de su existencia original: que fuera poterna del
castillo medieval. Con más motivo si se considera que el pasillo no sea corredor,
y sí aposento o patio interior entre estancias, y se tienen en cuenta otras apreciaciones
que vamos a desglosar. Veamos.
Argumentos
Volviendo
a la estructura en cuestión, la poterna está localizada en uno de los paños de
muralla de poniente, no centrada, algo desplazada hacía la torre norte de las
dos que recortan el lienzo donde se inserta la propia poterna. Siendo el hueco
ligeramente rectangular, tiene 125cm de ancho mientras que en altura ocupa dos
cajones de encofrado, es decir, 4 codos comunes o de 24 dedos, que dan un total
de 168cm. De otra parte, el fondo mide 140cm, aprovechando el ancho total de la
muralla. En su intradós, destaca la huella cóncava de dos quicios circulares cincelados
en piedra, que se corresponden con la posible presencia de una puerta de dos
vanos. Al exterior, la poterna se eleva sobre un terraplén inaccesible y pendiente
complicada, muy modificado por las numerosas obras civiles del entorno y la
deposición de escombros y restos funerarios.
De entrada, volviendo
al análisis que nos traía y reconociendo que nuestro primer argumento pudiera ser subjetivo y de poco peso, parece
extraño que, para un recinto relativamente
pequeño, cuyos ejes interiores miden 100 x 46 metros, se pretenda la
existencia de una puerta trasera, de escape o poterna. En caso de asedio, sería
tarea sencilla rodear la totalidad del perímetro del castillo sin necesidad de
armar un número muy elevado de atacantes. Con este razonamiento, no tendría ninguna
finalidad la existencia de una puerta de escape, pues, vencidos y abocados a la
huida, el invasor cubriría fácilmente cualquier posibilidad de escape de los
defensores de la plaza. En este castillo, nos parece que el meollo de la
cuestión estaba en evitar que el enemigo penetrara. Una vez dentro, no quedaba
otra que rendición o muerte.
Este argumento puede
parecer débil para desmontar la existencia de la poterna, pero no es el único. En segundo lugar, al hacernos eco de las diferentes crónicas históricas que
mencionan la distribución interior de este castillo, en ninguna de ellas se hace
referencia a la presencia de una poterna o portillo, entendiendo que la primera
es una puerta accesoria de un recinto militar y el segundo una abertura pequeña
y en alto de una muralla, como es el caso. Todo lo contrario, en los testimonios
identificados se subraya la existencia de una única puerta de acceso a la
fortaleza. Así ocurre con las Antigüedades
del Reino de Jaén (Jimena Jurado, 1644), donde se nos dice ‘…Está cercado
de población por todas partes, sino es por la occidental, y para entrar a este
alcázar no hay más que un pequeño postigo entre dos torres…’; a lo que
añadiríamos de nuestra cuenta que estaba situado bajo la protección de un
matacán, hoy inexistente por derribo pero sí documentado fotográficamente.
Asimismo, el testimonio escrito viene certificado mediante un croquis de la
fortaleza (lámina 3), donde no se aprecia más entrada que la principal ya
mencionada, la que mira al sur entre dos torres.
Por otra parte,
más cercano en el tiempo, se tiene una cita redactada por Francisco Javier Sánchez
Cantón (1891-1971). Historiador y director de la Academia Española de la
Historia, debió conocer el castillo tras remodelarse la puerta principal bajo
la dirección del coronel de Ingenieros Enrique Barrera Martínez (1953-1954), justo
antes de iniciarse las numerosas obras del ‘milenario’, un conjunto de
intervenciones de restauración que se llevaron a término para celebrar los mil
años de la errónea fundación del castillo (968 de nuestra era). En su informe, viene
a decir: ‘Su planta mide 100 por 46 metros. Torres cuadradas de igual altura,
tuvo quince; una de ellas, reconstruida cuando la reconquista. La puerta de
entrada con arco de herradura. Los muros y torres son de hormigón. Fue
construido en el 968, según reza una lápida que se conserva en el Museo
Arqueológico[2]’.
Si los últimos testimonios,
tanto el gráfico como los escritos, no fueran argumento suficiente, un tercer razonamiento, derivado de la
primera premisa, se argumenta en la posible idoneidad poliorcética de una poterna o salida accesoria en una
alcazaba de proporciones menores. Es decir, la existencia de esta poterna,
¿suma o resta a la estrategia defensiva del castillo? Veamos. En una fortaleza,
la puerta es un acceso, un tránsito entre el exterior y el interior, una
frontera abierta. Pero, por su propia naturaleza, también es el punto más débil
de la defensa, un frente concreto donde, en situación de cerco, se concentra el
mayor número de tropa, tanto de atacantes como de defensores. En caso de asedio
militar, el enemigo atacaría todos los flancos hasta atenazar en redondo la
totalidad del castillo. A primera vista, puede parecer que el objetivo principal
de esta táctica es hacer el mayor daño posible al conjunto de los cercados,
pero detrás de esta estrategia hay una intención oculta: dispersar el esfuerzo
de la defensa para que no se pueda atender convenientemente la fragilidad de la
puerta. Como respuesta, el defensor tendría que atender un mayor número de frentes
y repartir los contingentes armados, reduciendo la tropa que atendería la defensa
del punto más débil: la puerta meridional, donde el ataque sería más intenso y
virulento por su propia debilidad defensiva. Por otra parte, siguiendo con este
argumento, cuando se produjera el cerco en todo su perímetro, sería extraño que
el ejército atacante no identificara la existencia de una posible poterna o
puerta secundaria. Por muy oculta que estuviera en su interior, es claramente
visible desde el exterior. Siendo la entrada meridional el principal foco de
atención de los invasores, una posible entrada secundaria no tardaría en acabar
siendo segundo objetivo de las fuerzas atacantes. En conjunto, todo ello
provocaría que los defensores se vieran obligados a concentrar los efectivos
militares en dos puntos frágiles y no sólo en uno. En resumen, desde la
perspectiva defensiva de un castillo de este tamaño, nada positivo aportaría la
existencia de una puerta accesoria, por el contrario, obligaría a repartir las
fuerzas de choque y dejaría desguarnecida la puerta principal. Como ya nos avisaba
Calderón de la Barca, ‘Casa de dos puertas, mala es de guardar’.
A modo de cuarto argumento, nos quedaría el
análisis detallado del paño de muralla donde está localizada la posible poterna.
En el caso de la puerta principal, por su propia naturaleza, se ha identificado
la existencia de una serie de elementos
estructurales que ayudaban a su defensa: doble entrada en recodo, amplios huecos
esculpidos en las torres que flanquean el acceso, tanto, que por el tamaño se
pueden considerar como troneras o ventanas, y la presencia de un matacán, que,
situado sobre la puerta y bastante deteriorado, fue desmantelado durante las
obras del ‘milenario’. No se da la misma situación en el posible portillo o
poterna, donde no se detecta la presencia de ningún mecanismo que proteja el
acceso y acentúe la defensa. Como tal, sólo puede considerarse la altura que
presenta el hueco en relación con el nivel de la calle exterior (portillo).
Encajada en un lienzo de muralla, enmarcado este entre dos torres, no se
identifica matacán alguno o mecanismo defensivo. Tan sólo en una de las torres,
la oriental, no en la dos, puede apreciarse una simple saetera que mira al frente
del portillo, no al portillo para su defensa. Su ángulo visual, inclinado, está
dirigido al exterior y no a la propia puerta. Es evidente, parece poca defensa
o ninguna para salvaguardar lo que sería uno de los puntos más débiles de la
fortaleza junto con la puerta principal o meridional.
Por otra parte, complementando
los argumentos anteriores, haciendo un ejercicio
comparativo con otros castillos provinciales de un tamaño similar o menor, estudio
que en verdad no ha sido demasiado exhaustivo, caso de Linares, La Guardia,
Marmolejo, Porcuna, Fuerte del Rey o La Aragonesa, pero obviando, claro está,
ciudades amuralladas cuya proporción y organización no es comparable con el
castillo que nos trae, como es el caso de Úbeda, Baeza, Arjona, Alcalá la Real
u otros, también en dichos castillos se puede identificar la existencia de una
única puerta de acceso.
En una línea de
análisis paralela y de cosecha propia, sería cosa extraña que, en el momento de
edificar una puerta, aunque esta fuese secundaria, los alarifes andalusíes, maestros
de la bóveda y el arco, no encontraran otra solución que romper el encofrado y crear un vano adintelado. Sin embargo, se
procedió de esa manera y se puso en peligro todo el paño de muralla de la
poterna, que ahora amenaza con colapsar. Si la poterna se hubiera abierto en el
siglo XII, y no recientemente como prevemos, hace siglos que el lienzo se hubiera
venido abajo.
Cuaderno de bitácora de una reconstrucción
Y a todo esto, tras
la estela y paso de Antonio, recordé que una manera de avanzar en el estudio,
tan eficaz como otra cualquiera, es pararse, hacer un corrillo y conversar con
aquellos que participaron en la restauración del ‘milenario’, asunto cada vez
más complicado por la cuestión natural del caminar de los años, o al menos hacerlo
con aquellos otros que pudieran dar testimonio de unos años ya difusos, de los
que hemos heredado los fastos y olvidado los detalles estructurales. Y reunidos
en cónclave, como por otra parte era de esperar, llegaron las sorpresas. La
pregunta ¿qué situación presentaba el portillo cuando se inició la restauración
del castillo?, obtuvo de mi tío Dioni una respuesta llana, contundente:
‘portillo, ¿qué portillo? Ahí nunca hubo hueco alguno hasta que se abrió una
ventana para facilitar el trasiego de las obras’. A lo que el amigo Paco
Ortega, dejando la espinosa faena de buscar nidos y guacharros de tordo de
entre los mechinales, con el fin de respaldar la aseveración anterior y darnos
norte, añadió: ‘allí no había más cosa que un pequeño agujero. Construir un portillo
con viga de cemento y reja fue la solución que Pedro el Gangas le dio para agrandarlo y sacarlo del olvido’.
Y tan cierto que
era. Rebuscando en lo más hondo del baúl de aquellos tiempos, aparecieron algunas
fotografías que certificaban sus asertos y la teoría que veníamos defendiendo (1950).
Como podemos
apreciar comparando la fotografía de archivo y una secuencia actual, el nivel
del suelo era entonces más elevado de lo que hoy es debido al rebaje de las
intervenciones arqueológicas. Por tanto, cabría la posibilidad de que el hueco
de poterna, en caso de existir, no pudiera verse en la instantánea de 1950 pese
a estar ahí. Para certificarlo, utilizando la fotografía actual con el fin de localizar
el lugar, se toma como referencia el conjunto de tres líneas inclinadas que dejaron
los antiguos tejados en el paño de muralla, la impronta de su huella y,
paralelamente, se contabilizan los cajones existentes entre el punto superior
de la poterna y el adarve, que en total son 6. Con este proceder, si nos
trasladamos después a la fotografía de archivo, identificada la impronta de las
líneas, al contar los cajones desde arriba hacia abajo nos debería aparecer,
como mínimo, la mitad del hueco que ocuparía la poterna. Sin embargo, no se aprecia,
no hay nada. Sencillamente, el vacío del portillo no existe en la fotografía de
1950. ¿A qué se debe? En realidad, como veníamos defendiendo, nunca existió esa
poterna. ¿Qué explicación le damos a este espacio? Los paños del frente noroeste,
donde se sitúa la que se decía poterna, se encuentra en la parte de umbría del
castillo, donde los lienzos de muralla están más deteriorados debido a la concentración
de humedad y a la escasa insolación solar. En todo ese frente, en el exterior
del paño de muralla, abundan huecos irregulares, de todo tamaño, que han sido parcheados
con sillarejos dispares, ripios de piedra, ladrillos, lajas de pizarra y hasta
fragmentos de lápidas mortuorias. ¡Vamos, un dislate, que diría Antonio! Este
conjunto de pequeños quebrantos de la muralla es lo que queda de los antiguos
desagües del castillo almohade. Considerando este hecho, es totalmente factible
que, para la construcción de una poterna moderna, pues nunca antes de los años
60 lo fue, se reutilizara alguno de estos ‘rotos’ de la muralla noroeste. Y al
hilo de este argumento, que viene a ratificarlo, no es casualidad que, en el
paño de muralla de la poterna, hoy no podamos identificar ningún desagüe. Simplemente
desapareció engullido bajo las nuevas formas de la poterna.
Si profundizamos
en el análisis comparativo y enfrentamos la fotografía de archivo y la imagen
del momento, podremos apreciar que, en la primera, el paño de muralla no
presenta ninguna grieta o rotura. Por el contrario, en la instantánea actual es
fácil identificar la presencia de varias grietas que, de abajo a arriba, rompen
el lienzo con total continuidad e impunidad. En el exterior el asunto es mucho
más grave, pues amenaza colapso. 60 años después nos hacemos una pregunta, ¿qué
ha provocado esta situación? Con total seguridad, la causa se encuentra en la decisión
de agrandar el desagüe, romper el
encofrado y edificar una poterna para usos relacionados con las obras civiles
del ‘milenario’.
Es nuestro
criterio, pero pensamos que la ‘poterna’ fue construida durante las otras del
‘milenario’, en los primeros años sesenta del siglo XX. La actuación, por
propia utilidad, agrandó y enmascaró uno de los rotos producidos en el paño de
muralla, uno que coincidía con un desagüe original de la muralla almohade. En el
resto de desagües, principalmente los orientados al norte y en zona de umbría, se
actuó restaurándolos con ‘casquijos’ y piedras de diferente tamaño, según se
muestra en la lámina 9. En nuestro caso, en relación con la poterna, por el
contrario, se prefirió agrandar el agujero y crear un acceso complementario
para dar salida a las necesidades de las obras del ‘milenario’. Al hilo de todo
esto, siempre nos pareció extraño que, en una puerta del castillo, la
meridional, se pusieran a su disposición todos los conocimientos de la
poliorcética mientras que en la otra no se dispuso nada o casi nada. O, como diría
Antonio leyéndome el pensamiento: ‘Tú crees que, en una puerta, por muy
principal que fuera, iban a montar un pitote defensivo y en la otra sólo iban a
armar un portalón de pajar partido en dos vanos’. Ahora tenemos la explicación,
o al menos una interpretación de por dónde puede ir la realidad histórica.
Para finalizar el
cónclave, decir que lo que en origen nos parecía una herramienta para la
guerra, o al menos para permitir la huida en caso de derrota; que luego nos
llevó a pensar que lo era de muerte, en tanto útil del camposanto del XIX, en
realidad fue melladura de los fastos del ‘milenario’.
Para descargar de la revista Argentaria: pulsa aquí
[1] MOYA GARCÍA, SEBASTIÁN R.:
‘Actuación arqueológica puntual en el castillo de Burgalimar de Baños de la
Encina (Jaén), 2007-2009’, Anuario Arqueológico de Andalucía. Sevilla, 2009. https://www.juntadeandalucia.es/cultura/tabula/bitstream/20.500.11947/4403/1/AAA_2007_820_moyagarcia_castilloburgalimar.pdf
[2] DE MORALES TALERO, SANTIAGO: ‘Castillos
y murallas del Santo Reino de Jaén’, Boletín del Instituto de Estudios
Giennenses, nº 17. Jaén, 1958, pp. 55.
lunes, 27 de enero de 2025
La piedra escurridera
Cuando llega el estío, el lugar, ahora domeñado por cíclopes sin mirada ni aliento, por hoplitas invasores que sangran un suelo siempre quebradizo, puede parecer árido y estéril, un secarral bajo el imperio de las chicharras. Pero con el otoño, con las primeras aguas y cuando se asienta la umbría, las piedras se arropan con un verdín luminoso que le muda la cara. Es por entonces, cuando el arroyo de la Alcubilla vuelve a la vida con un leve susurro, cuando la atmósfera se viste de silencio y luz pálida, que la magia se instala en cada uno de los canchales de granito rojo. La madre tierra, eternamente generosa, apaleada mil veces y dolorida hasta en lo más hondo de sus entrañas, siempre testaruda, porfía y no falta a su cita anual, al ciclo de vida que día con día laceramos impunemente. En medio de esa anchura de eucaliptos, escoltada por un ancho rebaño de bolos pétreos, bermejos como hilo de vida, una roca alisada duerme la placidez de los siglos como héroe anónimo y legendario.
Hoy, quebrada como vejez, amenazada por el escombro de los
muchos años y rodeada por los numerosos dislates que engendra la vida, la
Piedra Escurridera nos parece huidiza, oculta bajo la neblina y la negra escarcha.
El cerco solar, diluido en la primera mañana, dibuja una atmósfera acogedora y
amenaza con un día anodino.
Por debajo de la enorme roca, a tiro de piedra, la senda,
dando de lado a veredas cercenadas, deja el camino de la Picoza por su
siniestra, vadea el arroyo y alcanza un sencillo pocico, un artilugio pétreo que podría pasar desapercibido entre zarzas
y charabascas. El pozo, aprovechando las bondades geológicas del lugar, penetra
y se abre generoso en la más honda negrura. Mucho tiempo atrás, cuando los
chivones de colorín vestían de color el recodo, el ingenio hídrico hundió sus
raíces en la quebrantada pizarra para nutrir su venero de agua. Ahora, asomado
al brocal de los tiempos, a la resequedad agrietada de su fondo, en lo más profundo
del pozo se barruntan mitos que ya no son. En el sopor de la desmemoria, podría
parecer que la Piedra Escurridera sólo es un bolo de granito bermejo, pero enredado
en la telaraña de los años aún pervive el eco de un tobogán natural, una piedra
escurridiza manoseada por los críos desde tiempos inmemoriales.
Husmeando en los recuerdos más profundos, los que aún se
mantienen a flote en aguas tan tenebrosas, nos dejan ver una señora de buen
porte, algo ajado por los años y los muchos sufrimientos. De la Benita, que algunos
mal metían diciendo que era puta y bruja, se contaba que era estéril, quizá de
tanto uso y abuso, pero lo cierto es que su sombra aún huele a tierra mojada. La
mujer se ganaba la vida moliendo el chocolate de los demás, aunque lo mismo te decía
el porvenir con habas secas que te destripaba unas semillas de cacao en el
metate. De buena conversación, ya no tenía más intención que dar con el buen atajo
con el menor daño posible. Con todo, en ella había un rasgo que llamaba la
atención, su irónica sonrisa, como de importarle todo un carajo. Con el otoño,
con el verdín y la niebla, la Benita tenía por costumbre abrigar los canchales
rojizos, fluir como el arroyete, asomarse
a la gratitud del pozo y, como si fuera una liturgia secular, dejarse caer por
la piedra escurridiza, en paños menores y sin ellos, porque siendo escurridero
se decía que el canchal también era piedra paridera.
Pero con todo, la Benita, quebrada y reseca, ninguneada por una
humanidad que camina fuera de senda y derramando sal, ya es tierra baldía.
Ahora, cuando todo son recuerdos podridos que se escapan por el sumidero de una
pecera de estiércol, Benita, día con día, es un poco más yerma.
Aún recuerdo aquellas melodías que sonaron en mi niñez,
aún recuerdo aquellas melodías que sonaron en mi niñez,
aún recuerdo aquellas melodías que sonaron en mi niñez,
aún recuerdo aquellas melodías... (Eskorbuto: 'La sangre, los polvos, los muertos', 1997)
martes, 21 de enero de 2025
Sobre cruces de calvario y recursos hídricos
Presente en diferentes fábricas y ofreciendo trazas diversas, es muy interesante la presencia de calvarios relacionados con ámbitos en los que tiene especial presencia el agua, con seguridad representando un símbolo apotropaico, protector, con la esperanza de encontrar abundancia y salud, en el caso de fuentes y manantiales, y con la necesidad de favorecer la fertilidad a las tierras de cultivo cuando los calvarios están cincelados en el armazón de las norias. Encuadrado en la primera tipología, tenemos el pilar de San Mateo, donde encontramos un calvario muy elaborado, preciosista, adornado con formas redondeadas. Junto a la cruz, aparece una herradura, símbolo protector que simboliza abundancia y es origen pagano, cuyo contenido alegórico parece haber pervivido a lo largo del tiempo, tanto en el ámbito religioso como entre los miembros del gremio de los picapedreros. Símbolo, por otra parte, que aparece cincelado y de manera abusiva en la lonja principal de San Mateo. Al hilo de este tema, abrimos un campo de estudio interesante.
La herradura, como artilugio ecuestre, es totalmente desconocida por el mundo grecorromano y no aparece en las tierras de la Europa Occidental hasta el siglo V, cuando está presente entre las comunidades celtas de los galos, que las anclaban al casco del caballo mediante un tipo de clavo característico cuya cabeza tenía forma de violín. Sin embargo, su presencia como marca lapidaria es muy anterior, como podemos comprobar a tiro de piedra del núcleo urbano de Baños de la Encina. En la bailenera dehesa de Burguillos aparece profusamente sobre una roca de arenisca roja o piedra letrera, acompañando a otros componentes, caso de una especie de diosa con atributos sexuales masculinos y femeninos y otros elementos epigráficos que se corresponden con la Edad del Cobre tardía o principios del Bronce. Siendo una marca pagana con carácter apotropaico, en la mayoría de los casos y de forma abrumadora su presencia está relacionada con el agua, con fuentes y manantiales. ¿Y cómo un símbolo pagano, de origen prerromano, pasó a integrarse con todas sus acepciones en el corpus simbólico cristiano? Fue muy fácil, se reinterpretó como la huella que dejó el caballo del apóstol Santiago en diferentes situaciones bélicas y junto a fuentes naturales, pero siempre en apoyo de las huestes cristianas en batalla. En ciertas ocasiones, la huella quedaba marcada cuando el propio Santiago corría al enemigo espada en mano, pero en otras, más elaboradas, cuando la tropa cristiana parecía derrotada por la sed, aparecía el apóstol y, bajo la huella de su caballo, comenzaba a manar el agua, que en numerosas ocasiones era termal y contenía propiedades terapéuticas.