A la espalda del humilladero se elevaba un murete con
tres hilás de piedra y remate redondeado, de sillares perfectamente labrados,
que abierto de tramo en tramo a modo de acceso cercaba en redondo todo el
conjunto de la ermita. En su interior y a modo de sacro preámbulo, un magnífico
empedrado hacías las veces de lonja o pórtico del santuario, lugar destinado a
diversas ceremonias, procesiones y romerías relacionadas con el Cristo aunque,
como justa extensión de lo que era y daba de sí el entorno, acababa una y otra
vez como corral de bestias y de cuando en cuando como apeadero de serranos. Y
así era, siendo aquellos pastores, serranos trashumantes (de la Serranía de
Cuenca y el Señorío de Molina), gente bronca y de poco gastar en lo que no
fuera más que necesario, de cuando en cuando se veían en la obligación de
pergeñarse pan, aceite, algo de vino, patatas o cualquier otro avituallamiento,
y con ese motivo aunque sin mucha querencia, se acercaban al pueblo, más por el
ayuno de vino y por saber del mundo que por socializar. Y por ahorrarse unos
reales en cuestión de fonda, alargaban los chatos de la noche hasta donde les
daban de sí o les dejaban, y hasta
sus alcances intentaban unirlos con el vasillo de aguardiente, que algunos
apodaban como alcarreño, y la sobá de aceite que, casi con la amanecida y en el
horno, se abrochaban entre pecho y espalda. Escasas eran las veces que enlazaban
lo uno con lo otro en noches tan largas y duras como las de aquellos inviernos,
y se veían abocados a encontrar soluciones de urgencia. Así que, amagando de devotos
y si encontraban la ermita abierta a horas tan imprudentes, intentaban dormir
en suelo sagrado y de balde, a cubierto de cualquier inclemencia y esperando
las primeras luces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario