Eran las casuchas de piedra encalada, de un blanco
que rayaba la pulcritud, achaparradas y más de una con techumbre amarrada con monte,
sencillas y de obligada simetría, de aquéllas de compartir a la fuerza cuartos
y portales entre varias familias. Y escoltaban a uno y otro lado el carril
enlosado de cascajos pétreos hasta darse de bruces con la Cruz de las Azucenas,
viejo humilladero y pórtico de la ermita. En el arranque del llano y a espaldas
de la doble hilera de casuchines, en un desorden no concebido con voluntad
propia, extensas corralizas remontaban apenas un metro sobre el terrazo elevando
bardales con muros de piedra oscura, ripios que habían sobrado de las faenas realizadas
muchos lustros atrás en las canteras. En su interior, los cortados, medio
quiñón medio cabrerizas de ganado, daban cobijo según año a siembras de habas y
chorchos, a mulos, burros y bueyes, mucha cabra y alguna vaca, la de menos, y
aquí y allá poca cuadra y mucha paridera, algún pajar, numerosos estercoleros y
unos cuantos chamizos negros que apenas vestían para romper el horizonte.
Fotografía del Carril de postguerra, propiedad de Plácida Álvarez y compartida en facebook.
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