La Piedra Escurridera y el camino de San Lorenzo
Cuando llega el estío,
el lugar, ahora domeñado por cíclopes sin mirada ni aliento, por hoplitas
invasores que sangran un suelo siempre quebradizo, puede parecer árido y
estéril, un secarral bajo el imperio de las chicharras. Pero con el otoño, con
las primeras aguas y cuando se asienta la umbría, las piedras se arropan con un
verdín luminoso que les muda la cara. Es por entonces, cuando el arroyo de la
Alcubilla vuelve a la vida con un leve susurro y la atmósfera se viste con una luz
pálida y silenciosa, que la magia se instala en cada uno de estos canchales de
granito rojo. La madre tierra, eternamente generosa, apaleada mil veces,
dolorida y desgarrada hasta en lo más hondo de sus entrañas, pero siempre testaruda,
porfía y no falta a su cita anual, al ciclo de vida que día con día laceramos
impunemente. Oculta entre esta caterva de eucaliptos, arropada por un numeroso
rebaño de bolos pétreos, bermejos como hilo de vida, una roca resbaladiza
duerme la placidez de los siglos como héroe anónimo y legendario. Dejando atrás
Buenos Aires y su molino, perdiendo de vista el perfil del pueblo, alcanzamos
la Piedra Escurridera siguiendo el firme del camino de San Lorenzo, ahora
descompuesto y bacheado.
Hoy, quebrada como
vejez, amenazada por el escombro de sus muchos años y rodeada de los numerosos
dislates que engendra una comunidad que ha dado esquinazo al uso correcto de
los bienes del común, la Piedra Escurridera nos parece huidiza, oculta entre la
neblina y escondida bajo la escarcha negra. El cerco solar, diluido en la
primera mañana, dibuja una atmósfera acogedora, etérea, y amenaza con un día
anodino, propio para disfrutar del silencio que emana de este enclave natural.
Lámina 6: La Piedra
Escurridera tras eliminar la escombrera que la amenazaba, un bello canchal de
pórfidos situado en la dehesa del Santo Cristo. En la fotografía, mi hijo José
Fernando / Pocico Ciego antes de su
limpieza y recuperación de sus aguas
Por debajo de la enorme
roca, a tiro de piedra, una senda imprecisa y cercenada por el desuso abandona
por la siniestra el camino de San Lorenzo, vadea el arroyo y alcanza un pocico sencillo, un artilugio pétreo que
en tiempos pasó desapercibido entre zarzas y charabascas. La oquedad,
aprovechando las bondades geológicas del lugar, penetra y se abre generosa en
la más honda negrura. Mucho tiempo atrás, cuando los chivones de colorín bebían
a sus anchas en el recodo del arroyuelo, el ingenio hídrico hundió sus raíces
en la quebrantada pizarra para nutrir de agua su venero. Ahora, asomado al
brocal de los tiempos, a la resequedad agrietada de su fondo, en lo más
profundo del pozo se barruntan mitos que ya no son. En el sopor de la
desmemoria, la Piedra Escurridera podría parecer que sólo es un bolo de granito
rojizo, pero enredado en la telaraña de sus muchos años aún pervive el eco de
un tobogán natural, una piedra escurridiza manoseada por los críos desde
tiempos inmemoriales. Con el otoño, con el verdín y la niebla, una luz plácida
tenía por costumbre abrigar los canchales rojizos, fluir como el arroyete, asomarse a la gratitud del
pozo y, en una liturgia secular, escuchar como los chiquillos se dejaban caer con
algarabía por la superficie resbaladiza de la roca. Aunque es cosa de
mentideros, desde antiguo se dice que el canchal también fue piedra preñadera o paridera y que, en la negra
noche, las señoras la visitaban buscando descendencia.
Lámina 7: Localización
de los caminos del Hoyo y de San Lorenzo. Fuente: Mapa topográfico de Baños de
la Encina 1:25.000, Francisco Ponce. Instituto Geográfico y Estadístico, año
1878
Asomándonos al cauce del
arroyo, por donde ahora serpentea la senda, apreciaremos como en algunos tramos
desaparece el granito rojo y queda a la vista la negra pizarra, en ocasiones doblada
de manera tan brutal que llega a quebrarse. A levante, por encima del camino de
la Picoza y detrás de un destartalado bardal de oscura arenisca rojiza, se
elevan los viejos quiñones del cerro de la Celada. Pese a la ardua resistencia
de un pequeño hato de cabras, otrora tierra de calma y rastrojera ahora renquea
domeñada bajo la silueta de diversos chalés. Sobre el hilo de la vereda, cuando
el regato gira a poniente, el viejo camino de San Lorenzo va a asomarse al
collado para vencerlo, diluirse con la línea del horizonte y dejarse caer
ladera abajo hasta alcanzar el hoyo de la Picoza y la cuenca del río Grande. A
partir de ahí, bifurcándose en dos trayectos, dejando atrás la era y las casuchas
de un espinazo de pizarra cincelado por el arroyo de la Celada desde tiempos
que se escapan a la medida humana, ambos caminos superaban los molinos de
Arriba y de Abajo, los que en tiempos deshacían el grano con las aguas del río
Grande. El primero de ellos ascendía la solana de la Cuesta del Gatillo y el
Mojón de la Legua para alcanzar San Lorenzo de Calatrava por las Tres Hermanas
y la venta del Robledo; el segundo ramal, a poniente de aquel y vadeando en
segunda instancia el río Pinto por encima de Las Juntas, iba a encarar los
puertos de Selladores para buscar El Hoyo de Mestanza. Uno y otro acababan
volcando las estribaciones septentrionales de Sierra Morena para fondear en la llanura
manchega.
En nuestro caso, rodeados
por el crujir de aquellos eucaliptos resecos, colonos invasores que no teniendo
suficiente con adueñarse de los suelos también agotaron las aguas de los
veneros y distorsionaron el paisaje, evitamos los caminos manchegos y nos
dejamos arrastrar por el giro del arroyo. Cortando el dique de granito, nos conduce
a la hondonada de la Alcubilla. Aunque la presencia del eucalipto es temprana
en esta comarca y un legado a preservar en los cotos mineros, en la dehesa del
Santo Cristo no se implantó hasta bien entrados los años cincuenta del siglo
XX, concretamente durante las reforestaciones que se llevaron a buen término
entre 1954 y 1957. Su pronta introducción en el Distrito Minero Linares-La
Carolina, ya desde mediado el siglo XIX, se debió a las bondades higiénico
sanitarias que encierra este árbol, que popular y erróneamente fueron
relacionadas con la quinina como tratamiento médico. Junto a las explotaciones
mineras era habitual la existencia de grandes encharcamientos, que resultaban del
agua desaguada del fondo de los pozos mineros. Con el objetivo de evitar la
presencia del mosquito anofeles y la propagación de la malaria, junto a las
aguas empantanadas se sembraron los primeros eucaliptos que, al consumir gran
cantidad de agua y mermar el anegamiento, reducían la presencia del mosquito y
la difusión de la enfermedad. Como en aquellos tiempos la quinina se tenía coma
la medicina más eficaz para combatir el paludismo, en Baños de la Encina y como
localismo este árbol era conocido como quinino.
Regresando a las piedras que nos traían, en el periodo Carbonífero, hace 300 millones de años y tras el plegamiento de los estratos de pizarra, un material fundido, ígneo y con elevado contenido en sílice -cuya formación más común es el cuarzo-, ascendió desde una cámara magmática a través de las fracturas o diaclasas producidas en la roca de caja, en la pizarra. Este material, al enfriarse lentamente bajo la superficie, cristalizó los minerales produciendo los componentes que dieron lugar a este peculiar granito rojo conocido como pórfido. Con el tiempo, al desmantelarse por erosión las pizarras que cubrían el dique, quedó al descubierto el cuerpo granítico que permaneció expuesto en superficie a las condiciones atmosféricas. Hoy, enfrentándonos a este complejo puzle geológico, podemos apreciar cómo, elevándose de un océano de pizarra, emergen pequeños reductos de bolos y canchales rojo que dan lugar a un paisaje de aspecto desordenado y gran belleza, como la Piedra Escurridera que hemos dejado atrás y el enclave vecino de Piedras Bermejas, a tiro de piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario