martes, 23 de septiembre de 2025

El camino de las Piedras Bermejas, Baños de la Encina (Jaén): una incógnita cartográfica y parcelaria, DOS

La Piedra Escurridera y el camino de San Lorenzo

Cuando llega el estío, el lugar, ahora domeñado por cíclopes sin mirada ni aliento, por hoplitas invasores que sangran un suelo siempre quebradizo, puede parecer árido y estéril, un secarral bajo el imperio de las chicharras. Pero con el otoño, con las primeras aguas y cuando se asienta la umbría, las piedras se arropan con un verdín luminoso que les muda la cara. Es por entonces, cuando el arroyo de la Alcubilla vuelve a la vida con un leve susurro y la atmósfera se viste con una luz pálida y silenciosa, que la magia se instala en cada uno de estos canchales de granito rojo. La madre tierra, eternamente generosa, apaleada mil veces, dolorida y desgarrada hasta en lo más hondo de sus entrañas, pero siempre testaruda, porfía y no falta a su cita anual, al ciclo de vida que día con día laceramos impunemente. Oculta entre esta caterva de eucaliptos, arropada por un numeroso rebaño de bolos pétreos, bermejos como hilo de vida, una roca resbaladiza duerme la placidez de los siglos como héroe anónimo y legendario. Dejando atrás Buenos Aires y su molino, perdiendo de vista el perfil del pueblo, alcanzamos la Piedra Escurridera siguiendo el firme del camino de San Lorenzo, ahora descompuesto y bacheado.

Hoy, quebrada como vejez, amenazada por el escombro de sus muchos años y rodeada de los numerosos dislates que engendra una comunidad que ha dado esquinazo al uso correcto de los bienes del común, la Piedra Escurridera nos parece huidiza, oculta entre la neblina y escondida bajo la escarcha negra. El cerco solar, diluido en la primera mañana, dibuja una atmósfera acogedora, etérea, y amenaza con un día anodino, propio para disfrutar del silencio que emana de este enclave natural.

Lámina 6: La Piedra Escurridera tras eliminar la escombrera que la amenazaba, un bello canchal de pórfidos situado en la dehesa del Santo Cristo. En la fotografía, mi hijo José Fernando / Pocico Ciego antes de su limpieza y recuperación de sus aguas

Por debajo de la enorme roca, a tiro de piedra, una senda imprecisa y cercenada por el desuso abandona por la siniestra el camino de San Lorenzo, vadea el arroyo y alcanza un pocico sencillo, un artilugio pétreo que en tiempos pasó desapercibido entre zarzas y charabascas. La oquedad, aprovechando las bondades geológicas del lugar, penetra y se abre generosa en la más honda negrura. Mucho tiempo atrás, cuando los chivones de colorín bebían a sus anchas en el recodo del arroyuelo, el ingenio hídrico hundió sus raíces en la quebrantada pizarra para nutrir de agua su venero. Ahora, asomado al brocal de los tiempos, a la resequedad agrietada de su fondo, en lo más profundo del pozo se barruntan mitos que ya no son. En el sopor de la desmemoria, la Piedra Escurridera podría parecer que sólo es un bolo de granito rojizo, pero enredado en la telaraña de sus muchos años aún pervive el eco de un tobogán natural, una piedra escurridiza manoseada por los críos desde tiempos inmemoriales. Con el otoño, con el verdín y la niebla, una luz plácida tenía por costumbre abrigar los canchales rojizos, fluir como el arroyete, asomarse a la gratitud del pozo y, en una liturgia secular, escuchar como los chiquillos se dejaban caer con algarabía por la superficie resbaladiza de la roca. Aunque es cosa de mentideros, desde antiguo se dice que el canchal también fue piedra preñadera o paridera y que, en la negra noche, las señoras la visitaban buscando descendencia.

Lámina 7: Localización de los caminos del Hoyo y de San Lorenzo. Fuente: Mapa topográfico de Baños de la Encina 1:25.000, Francisco Ponce. Instituto Geográfico y Estadístico, año 1878

Asomándonos al cauce del arroyo, por donde ahora serpentea la senda, apreciaremos como en algunos tramos desaparece el granito rojo y queda a la vista la negra pizarra, en ocasiones doblada de manera tan brutal que llega a quebrarse. A levante, por encima del camino de la Picoza y detrás de un destartalado bardal de oscura arenisca rojiza, se elevan los viejos quiñones del cerro de la Celada. Pese a la ardua resistencia de un pequeño hato de cabras, otrora tierra de calma y rastrojera ahora renquea domeñada bajo la silueta de diversos chalés. Sobre el hilo de la vereda, cuando el regato gira a poniente, el viejo camino de San Lorenzo va a asomarse al collado para vencerlo, diluirse con la línea del horizonte y dejarse caer ladera abajo hasta alcanzar el hoyo de la Picoza y la cuenca del río Grande. A partir de ahí, bifurcándose en dos trayectos, dejando atrás la era y las casuchas de un espinazo de pizarra cincelado por el arroyo de la Celada desde tiempos que se escapan a la medida humana, ambos caminos superaban los molinos de Arriba y de Abajo, los que en tiempos deshacían el grano con las aguas del río Grande. El primero de ellos ascendía la solana de la Cuesta del Gatillo y el Mojón de la Legua para alcanzar San Lorenzo de Calatrava por las Tres Hermanas y la venta del Robledo; el segundo ramal, a poniente de aquel y vadeando en segunda instancia el río Pinto por encima de Las Juntas, iba a encarar los puertos de Selladores para buscar El Hoyo de Mestanza. Uno y otro acababan volcando las estribaciones septentrionales de Sierra Morena para fondear en la llanura manchega.

En nuestro caso, rodeados por el crujir de aquellos eucaliptos resecos, colonos invasores que no teniendo suficiente con adueñarse de los suelos también agotaron las aguas de los veneros y distorsionaron el paisaje, evitamos los caminos manchegos y nos dejamos arrastrar por el giro del arroyo. Cortando el dique de granito, nos conduce a la hondonada de la Alcubilla. Aunque la presencia del eucalipto es temprana en esta comarca y un legado a preservar en los cotos mineros, en la dehesa del Santo Cristo no se implantó hasta bien entrados los años cincuenta del siglo XX, concretamente durante las reforestaciones que se llevaron a buen término entre 1954 y 1957. Su pronta introducción en el Distrito Minero Linares-La Carolina, ya desde mediado el siglo XIX, se debió a las bondades higiénico sanitarias que encierra este árbol, que popular y erróneamente fueron relacionadas con la quinina como tratamiento médico. Junto a las explotaciones mineras era habitual la existencia de grandes encharcamientos, que resultaban del agua desaguada del fondo de los pozos mineros. Con el objetivo de evitar la presencia del mosquito anofeles y la propagación de la malaria, junto a las aguas empantanadas se sembraron los primeros eucaliptos que, al consumir gran cantidad de agua y mermar el anegamiento, reducían la presencia del mosquito y la difusión de la enfermedad. Como en aquellos tiempos la quinina se tenía coma la medicina más eficaz para combatir el paludismo, en Baños de la Encina y como localismo este árbol era conocido como quinino.

Regresando a las piedras que nos traían, en el periodo Carbonífero, hace 300 millones de años y tras el plegamiento de los estratos de pizarra, un material fundido, ígneo y con elevado contenido en sílice -cuya formación más común es el cuarzo-, ascendió desde una cámara magmática a través de las fracturas o diaclasas producidas en la roca de caja, en la pizarra. Este material, al enfriarse lentamente bajo la superficie, cristalizó los minerales produciendo los componentes que dieron lugar a este peculiar granito rojo conocido como pórfido. Con el tiempo, al desmantelarse por erosión las pizarras que cubrían el dique, quedó al descubierto el cuerpo granítico que permaneció expuesto en superficie a las condiciones atmosféricas. Hoy, enfrentándonos a este complejo puzle geológico, podemos apreciar cómo, elevándose de un océano de pizarra, emergen pequeños reductos de bolos y canchales rojo que dan lugar a un paisaje de aspecto desordenado y gran belleza, como la Piedra Escurridera que hemos dejado atrás y el enclave vecino de Piedras Bermejas, a tiro de piedra.

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