Hay ocasiones en las que realizas un sendero y, siendo de
nuevas, con las mismas te recuerda otro que tienes bien atrapado en las redes
de la memoria. Y así me pasó días atrás con éste del arroyo de la Cereceda, que
lo es también de la Cueva de la Ventana y Los Chorros, y con otro, pariente cercano, el del Huerto de la
Monja que me pateé con mi tío Dioni y mi primo hará ya para treinta años. De
aquél nos trajimos un buen hato de castañas, algunas colmenas de corcho desvencijadas
y mucha enseñanza; de éste de ahora nostalgia, buen rato y mejor gente, y como
siempre, siempre, mucho bien aprendido.
Dejamos los coches en un anchurón al pie de la carretera de
San Lorenzo y Huertezuelas, que es también la que lleva al nacimiento del Río
Grande o del Robledilo, que andando aguas abajo se abraza con el Pinto para gestar
nuestro Rumblar. El llanete que hace las veces de parking, polvoriento y
desangelado, da paso a un camino de firme terroso y un bosquete de eucaliptos -mala
hierba bien agarra-, que queda esquinado a la diestra. Situada a tiro de piedra,
en nada nos apremia una pequeña urbanización que se alarga y eleva, a la par
que la traza que ahora llevamos de la mano de “Mikiki”, Juani y Sonia, la gente
de la Asociación Charco del Batán. Mientras que por la siniestra vamos dejando chalés
y casonas de mejor o peor cariz, a poniente se desparrama un monte joven,
vigoroso, de retama, jara y jaguarzo, de chaparreras que quieren aparentar y
quejigos de porte, de madroñas que dan lustre y dibujan una postal amable, de tierra
buena y sierra fértil, que se quiere. Cuando ganamos altura, aparecen las
primeras matas de enebro y un bosque disperso formado por pinos de
reforestación. Siendo este paraje Sierra Morena, no es el lugar pago como por los
que uno anda a la solana del macizo, pues se asemeja más a Despeñaperros y al
macizo del Burgalimar, y aún a Las Hermanas y Puerto Claro. Pese a ello, al
comienzo del sendero, de cuando en cuando y muy tímidamente, quiere mostrarse un
salpicón de pizarra, como la nuestra, la que da forma a la cuenca del medio
Rumblar.
A poco, cuando superamos la portera del monte público del
Viso y en una curva bien cerrada, nos dejamos caer a la diestra por una estrecha
vereda que rompe más en caída que en descenso el macizo de cuarcita que ahora surcamos,
que ya quiere volcar al barranco para asomarse a lo hondo del arroyo. Nos
dejamos ahora caer por un senderillo que se apega cuanto puede a la malla. A
media altura y en una y otra vertiente, a modo de escalones gigantescos y como
si fueran entrecejos malhumorados, se elevan una decena de poyos de cuarcita,
como si la naturaleza hubiera querido abancalar las alturas desde siempre,
dando ejemplo y modelo a la hacienda agrícola de los hombres que habrían de
doblegarla. En el frente, en uno de aquellos poyos, la panorámica nos adelanta
uno de nuestros objetivos: la Cueva de la Ventana. ¡¡¡Nadie nos avisó de la señora
pendiente que venía!!!
En descenso, un continuo zigzag nos deja junto al hilo de
agua, donde un ejército de gigantescos hoplitas arbóreos da escolta y sombra a la
frescura del arroyuelo. Al hilo, como si de un veterano jefe se tratara, un recio
fresno de proporciones desmesuradas se planta en medio de la espesura, a modo
de un eterno guardián de los silencios que guarda la sierra. Por bajo mismo,
las aguas apaciguan su dejarse llevar preñando una pantaneta, la misma que
surte de agua potable al pueblo de El Viso. Tras un necesario descanso y
reagrupamiento del grupo –que en estas cosas de la organización e intendencia,
la Asociación Charco del Batán que nos comanda es de sobresaliente-, comenzamos
la subida a la Cueva, ¡que si la bajada era de aúpa, la cuesta es ahora de nota
superior! En todo caso, con paciencia y buen paso llegamos arriba de manera más
o menos decente.
Es la Cueva de las Ventanas un geositio interesante, una
cueva de doblados pliegues de cuarcita que debió ser empleada por el hombre en
diferentes épocas y momentos. Aunque no apreciamos indicios de pinturas
rupestres, con seguridad sirvió como aprisco de ganado y, según nos contaron,
como refugio de “maquis”, como así nos permitían fabular las balas de plomo
encontradas a su vera. Aprovechando la bonanza y apacible sombra del lugar, a
su vera se organizó el desayuno. Un servidor, menos entrado en estos
oficios, utilicé el ratillo del refrigerio para olisquear el sitio e
intentar conocer con más profundidad sus cosas. Y, como es uno de mucho bajar
la vista y escudriñar cada piedra, en un ratillo ya tenía una talega de casquijos, que entregué a la
gente de la Asociación para que los hicieran llegar al Museo Local. Aunque la
mayoría de los cacharros eran de diferentes momentos de la Edad Moderna,
algunos de un barnizado de alta calidad, me pareció que una pieza, muy
deteriorada, podía ser de origen romano. Otras dos debían pertenecer a la Edad
del Bronce (fueron cocidas mediante reducción). Uno de los trocitos, muy
pequeño, mostraba con coquetería una esplendida carena.
El regreso, ahora en caída casi irrefrenable, tuvo como
escenario la misma vereílla, un
senderillo que ofrecía unas espléndidas vistas de la incipiente llanura manchega.
Al llegar al arroyo, junto a la pantaneta, la gente de la asociación abrió una
portera que nos permitió seguir el curso descendente del arroyo
¡¡¡espectacular!!! Al poco, cruzando una y otra vez la reguera, llegamos a un
bonito salto de agua, Los Chorros, todo un espectáculo natural que de haber
sido año de buenas lluvias hubiera sido imposible narrar por la belleza que
cobija. Por bajo, recibiendo las aguas y dando forma al Charco, se dibuja una
hoya tomada por magnífica horda de castaños, una fronda impregnada de magia.
Junto a la margen izquierda del arroyo se elevan unos robustos machones
fabricados con cuarcita y calzos de teja, soporte de los caces que, en su día,
derivaban el regato para suministrar energía hídrica al vecino batán, situado
apenas unos cien metros más abajo. Protagonista de la bondad de muchas haciendas,
también de mil desventuras, es hoy figurante del mayor de los abandonos. Pese a
ello, como un gigante herrumbroso muestra hoy la grandeza de su cubo pétreo.
Siendo el regreso por el mismo lugar, no hubo más que
subrayar que no fuera la espectacular panorámica que nos ofreció la cota más alta de la vuelta, que nos
permitió apreciar el despliegue de los caseríos de Calzada y Puertollano, pero también pudimos distinguir como rompía el pico de la Atalaya el horizonte y de qué manera la recia efigie del histórico
castillo de Calatrava se perdía en la lontananza.
Y, por supuesto, agradecer enormemente la excelente
dirección de la Asociación Charco del Batán y la agradable compañía de todos
los que nos acompañaron. Punto y seguido a este sendero de reminiscencias tan
prerromanas y ecos quijotescos, ¡¡¡hasta la próxima!!!
Mil gracias. Me encanta!!!
ResponderEliminarEnhorabuena!!! Está genial, muchas gracias por el texto por las fotos y por tu agradecimiento
ResponderEliminar¡¡¡Un placer escribir estas cosas!!!, espero seguir conociendo la zona con más profundidad.
EliminarGracias por enseñarnos parajes de nuestro cercano entorno, nacimiento del río grande,dos hermanas(me suena¿Por el centenillo?). Una buena entrada de tu blog.
ResponderEliminar¡¡¡Gracias Encarna!!!, espero seguir conociendo aquella parte de nuestra sierra que nos cuesta ver.
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