Son días de lluvia intensa, de
vientos que remueven conciencias, devoran asfaltos y alzan remolinos de humo
dormido; tardes que desperezan retazos de la memoria, de lo que fuimos y de lo
que hemos llegado a ser.
Aquella tarde, como la anterior y como con seguridad lo sería la siguiente, descendía con avidez cada una de las enormes gradas de la empinada calle Mestanza, un viario destartalado, enlosado con cascajos pétreos…, un viejo camino mesteño empeñado en alargar el pueblo viejo hasta los llanos del Santo Cristo y Buenos Aires. Cada escalón daba acceso a una o varias moradas de la margen derecha, según se subía desde la Plaza Mayor, y a diario se empeñaban en rompernos la cabeza, o al menos lo intentaban. Y estaba la rúa flanqueada por casuchas de piedra encalada, de un blanco que rayaba la pulcritud, achaparradas y de obligada simetría. Era por entonces corredera de gente humilde habiendo sido en días hilo urbano de cierto postín.
Siendo como lo era un día
especial, marcado en rojo en mi memoria, hasta ese momento, unos minutos
después de salir de la escuela, en nada superaba lo que acaecía de cotidiano.
En la esquina de la casona de Joaquinito, el viejo palacete que fuera
de los Mármol, doblaba los últimos metros que me llevaban en cuesta a la casa
familiar, al horno de mi infancia de la Cuesta de los Herradores, donde se
hundían mis raíces y mis deseos futuros. Entre aquellas anchas paredes de
piedra y cal se empeñó la memoria en redactar capítulos de mi corta vida, versos
que escribía mediante sensaciones olfativas, olores a pan caliente, levadura
madre y aceite desahumado con cáscara de naranja. Allí, en el armario que no olía
a madera y sí desprendía aromas a canela, matalahúga y limón, una buena cantidad
de magdalenas daba forma a mi faena diaria: 16 latas, 320 unidades, 53 bolsas…
diez minutos y a correr… desatinos en el Corralón, trastadas en el corral de
las vacas de Juan Manuel, un encuentro a pedradas en el Molino, fantasías en el
Peñón Gordo, inquietudes y miedos en el Pilarejo… Pero no, aquella tarde no era
de tal calado, era día de visita familiar, de mudar aromas, de husmear cuadra y
chimenea, fisgonear en cámara y altillo, olfatear higos secos con harina y granaás de cuelga, oler a pepitas de
melón… y a despensa de madera vieja.
Mis abuelos maternos moraban en la calle de Las Piedras, dos
hileras blancas y enfrentadas, a diferente altura. Un viario de casas
impolutas, pequeñas y de umbrales minúsculos, que emergían irregularmente, sin
concierto, de la vieja roca que les daba cimiento. La calle se partía en dos
trazas separadas por un medio barranco y un muro de pizarra, negro, a modo de
poyete de tertulias interminables. Con un firme imposible, parecía una postal
sacada de una geografía irrepetible. Mirando a mediodía, la fachada se
abría en el lateral de levante dando paso a un portal de chinos, tierra y
baldosas de barro, solar de siestas y susurros cuando caía la canícula. El
pasillo dejaba a la siniestra un hogar bajo, a pie de suelo con negra trébede,
una mesa chica con brasero y rescoldos, pegada al hilo de luz del ventanuco,
olor a leña quemada y paredes de cal recién blanqueadas,… y un eterno puchero
en constante ebullición. Había un segundo portal, apretado, oscuro, del que colgaba
por la derecha una escalerilla de bóveda que subía a la cámara. La misma acogía
y daba forma en sus bajos a una alacena chica, de madera, yeso y porcelanas
desportilladas a fuerza de pasar de mano en mano, de madre a hija. Dejando a su
izquierda unas alcobas minúsculas, frescas y frías, según tiempo, la casucha va
a asomarse a un corral de firme irregular, partido sin orden en varias
escalinatas. Formado por ripios de asperón, era escenario de muchas siestas de
verano secando higos al sol, de amenas tardes de tertulia y costura. Al fondo, donde
apenas penetra la luz, cierra el patio con cuadras de pesebres elevados y olor
a mundo viejo, a una historia cotidiana estrechamente apretada a la tierra y
sus rigores.
Recuerdo a mi abuela peinándose
al trasluz, una señora pequeña, pelo fino y blanco, moño apretado, sentada en
una silla baja al fondo del portal, en eterna espera. Recuerdo a mi abuelo de
tertulia, hablando del campo y del tiempo, en los Piñones y al amparo de un frondoso eucalipto. Era el rincón buena
escuela para aprender de las cosas de labor, lugar apartado, pedregoso y
difícil. Elevado sobre el vericueto del Mazacote,
un coto con las canteras más viejas, pobres y duras para extraer piedra de todo
el pueblo, hacía de magnífico altozano a la campiñuela, a la tierra donde
derramó día tras día su alma con cada gota de sudor. Un tipo alto, delgado y
fibroso, una tez oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina,
adelantando siempre una sonrisa grande y blanca, amable, la más sincera que uno
pueda imaginar.
Desde la casa, me acerco en dos
patadas y llamo su atención. Gustaba de abrir ganas con gaseosa y vino tinto, peleón
y manchego, que aquí casi todo huele a Mancha, que mareaba en un vaso achatado y
redondo, de los viejos de duralex.
Despacio, con movimientos repetidos día tras día, como en una liturgia, mi abuela se acercaba a la vieja despensa de madera y yeso, bajo la escalera de la cámara. Abría la frágil puerta de cristal y de allí, oculta y al amparo de la vajilla, a modo de joya mil veces oculta, sustrae con parsimonia, ofreciéndome un guiño, una ovalada magdalena de concha. Sin cucurucho de papel, eran de las novedosas e industriales, de Bimbo. La recibo como un regalo furtivo, el mejor agasajo de cumpleaños.
Pasados los años, muchos, puede parecer extraño y hasta ridículo, pero la memoria se desentumece y eleva, como si fuera humo, recuerdos olvidados, entrañables, y pone en valor los pequeños detalles que uno dejó pasar y que florecen ahora con la luna de abril.
Hoy, casi todo aquello huele a pavesas que se elevan al cielo, son ceniza: la calle desencajada, los Piñones, Palacio, los portales, la cuadra, los afectos... El calor del asfalto sepulta los recuerdos y el viento anda en calma chicha.
Baños de la Encina, noveno día de las cabañuelas de ida.
Los Piñones y Palacio
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