Y sobre una empinada loma que parece avanzar sobre
las aguas del río Ferrumblar, se derrama un todo pétreo, donde casas, calles,
tumbas, cisterna y corralizas se suceden de manera anárquica apretadas por una
recia muralla de pizarra descompuesta por los desaires del tiempo.
Al amparo de una mastodóntica acrópolis, más torre que alcázar, que bien se
asemeja a la del mito heleno del laberinto, grandes paredones enfrentados van
descendiendo, a modo de escalones, hasta llegar al río. En su interior, se
gesta un entramado urbano que da forma a un asentamiento que dominó la economía
minera del valle del Rumblar durante el segundo milenio antes de Cristo.
La maciza muralla externa, en casos de más de un metro de anchura, simula
serpentear por la pendiente viéndose salpicada, a intervalos, por bastiones
circulares de gran grosor. Orientados a norte y sur, agrupados en pareja, y
como si se abalanzaran hacia el exterior del recinto, dos pares de ellos
ofrecen entre sus “fauces” un pequeña hueco, a modo de puerta apretada, que
retorciéndose entre callejas nos deja penetrar en las entrañas prehistóricas de
la Sierra Morena de Jaén.
Peñalosa, mecida hoy por las aguas del Rumblar, esgrime murallas que se elevan
de la madre tierra, presenta macizos bastiones circulares, traza complejos pasillos murados
que pugnan por asemejarse al mismísimo laberinto del Minotauro de la Creta
legendaria, rinde culto a la gran piedra por donde nace el sol cada día y se levanta sobre las sacras aguas rojas del Barranco de Salsipuedes,… Peñalosa es hoy una ciudad que grita en su silencio.
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