Así pues, ávido caminante
comenzamos un bello paseo por la historia de este pueblo… El camino de Mesta
que traemos, nos pone por frente el escalón de Baños, que ya nos adelanta el
fin del llano, del olivar y de la tierra calma, y que el agreste pellejo de
Sierra Morena nos viene encima.
Han sido los pagos ocupados por
la histórica aldea bajomedieval de "vannos" tierras de retener
mucha agua y de gentes que daban muchas tretas para obtenerla. Quizá el nombre
de su castillo, que por entonces coronaba un cerro enriscado germen de la
futura villa, le venga de antaño, de cuando Castilla llegó a esta frontera allá
por el siglo XIII y, a la vera de su alcázar, se diera de bruces con un amplio
humedal que le franqueaba el paso. Y los castellanos, que tiran de llaneza y
sencillez, y de poco calentarse la cabeza en devaneos, no tuvieron otra que
nominar Cueto al enrisco, Charcones y Cantalasranas al enfango y castillo de
Baños a aquél que oteaba sobre las aguas. Y desde entonces hasta ahora, siempre
fue de "los baños", pese a que se han rebuscado otros
apelativos según las querencias y modas de cada época, como ocurrió en tiempos
pasados y presentes. Y así, cuando se ensalzaban reconquistas, era Burgalimar,
y cuando son las tierras de África a las que se hace un guiño, nos decantamos
por Burch Al Hammam.
Hijos que somos del “trajinado
milenario de este castillo”, nuestra interpretación se fue quedando
excesivamente apresada entre los muros del coloso y la larga enumeración de
títulos que fueron atesorando fortaleza y villa. Así, se dejó de lado el
territorio que lo cobija y perdimos la
perspectiva histórica. Pero, por encima de milenios, banderas y reyes, el mayor
emblema de este pueblo emerge ahora justificando que sus muchos años le deben
bastante a la roca que lo sustenta. Siempre se ha dicho que las formas del
recinto amurallado que hoy apreciamos, semejan un raro ovoide, ¡quizá no haya
mayor aseveración al respecto! Y es que sus lienzos se amarran férreamente a
las formas externas del enriscado Cerro del Cueto sobre el que se eleva.
Así es, el actual recinto del
castillo se levanta sobre una masa tabular, más o menos uniforme, de arenisca
rosácea del triásico, la que decíamos del Cueto, una gigantesca plataforma de
piedra, un firme cimiento, que cabalga sobre los viejos y discordantes pliegues
de pizarra del Carbonífero, un verdadero hormigón natural que sirve de sustento
a esta obra de los hombres. La muralla sigue la delimitación externa de la
arenisca, lo que condiciona la caprichosa forma ovalada de la fortaleza.
Y es que cuando se accede al
pueblo desde la campiña, como hacemos ahora, avistamos las estribaciones de la
Sierra Morena, un frente de montañas redondas y achaparradas que
difícilmente superan los 500 metros de altitud. Hoy, son testigo
veraz de lo que un día fuera un sistema fluvial que depositaba gravas, arenas y
lodos (sedimentados hace poco más de 200 millones de años), ¡queda a la
imaginación del lector lo que fuera una
amplia marisma! El delta de un río, que vendría a desembocar a la cuenca
marina que hoy ocupa el valle de Bailén, a los pies del pueblo de Baños. Como
herencia de la sedimentación de entonces, han quedado estos cerretes de cumbre
llana, de arenisca, cuya piedra utilizan los bañuscos para construir sus casas,
y algunas elevaciones menores formadas por cantos rodados con los que dan forma
a los empedrados de sus calles. Entre los primeros, afloran parajes como Los
Llanos, la Dehesilla, el Cerro de la Calera o el mismo Cerro del Cueto;
mientras que los segundos están representados por la Cuesta de las Chinas o la
Obra de los Moros, un hito de gran interés geológico que campa al borde de la
carretera de la sierra una vez superada la presa del Rumblar.
El camino ganadero que nos ha
traído al pueblo, que no es otro que la “verea” de Linares, corta en
perpendicular el polvoriento y otrora empedrado Camino Viejo de Andalucía, Real
o del Puerto del Rey, preñando en su encuentro uno de los muchos y pétreos
ingenios hidráulicos que, como un rosario, salpican los ruedos de la
villa: el Pozo de la Vega. En su día, durante el largo tránsito local que medió
entre las edades Media y Moderna, formó parte de un complejo programa hídrico
que la oligarquía local implantó mediante la creación de un conjunto de pozos,
pilares, fuentes y alcubillas, según la jerga local, que suministrarían agua
potable a viajeros, recoveros, arrieros, recuas y ganado local en el transitar
por este eje viario, ya fuera para los que enfilaban hacia el puerto indiano de
Sevilla, o para aquéllos de más corto lance en sus mercadeos entre el llano y
la sierra.
Ahora, con la villa por montera,
superado el Molino Vilches, que este pueblo es muy aceitero, y según ascendemos
la empinada calle de la Trinidad, somos conscientes de que el verdadero
espíritu que domina esta población es la eterna presencia de la piedra. Aquí y
allá, en trazas y casonas, aparece enmarañada entre el colorido de la cal y el
verdor de geranios, jazmines, gitanillas,… que cuelgan refugiándose bajo los
frescos vanos de las moradas pétreas. Se trata de la ya mencionada arenisca
rosácea, que igual da forma a casonas palaciegas (Priores, Escalante, Delgado
de Castilla, Molina de la Cerda,…), que eleva iglesias y ermitas (Virgen de la
Encina, Jesús del Llano, Cristo del Camino,…), que dota de señorío las edificaciones
civiles y militares (Casa Consistorial, Torreón Poblaciones Dávalos, Cerco de
los Corvera,…), que permite laborar a industrias e ingenios (Casería del
Salcedo, Molino de Viento del Santo Cristo, Casa de Consumos y Carnicerías,
almazaras y molinos,…); o que, simplemente, llena de tintineos sonoros el
callejero al son de nuestro andar.
En dos traspiés nos ponemos en
los canteros de la Cestería, arrimados al Laero, un quiñón de tierra
calma que limpiamente se desliza bajo el castillo.
Ahora, situados sobre la meseta
de Santa María y al exterior del recinto fortificado, en el vértice oeste,
observamos al frente el vecino cerro del Gólgota y, en lo hondo, el barranco
que corre entre éste y el del Cueto, por el que antaño discurría el arroyo de
Valdeloshuertos. Lo que hogaño es una bella lámina de agua, en días mejores fue
la principal vía de comunicación entre la Campiñuela (el valle que está a los
pies del pueblo), es decir las tierras del Alto Guadalquivir, y la sierra, para
dar paso posteriormente a la llanura manchega. Ofrecía la brecha dos vías
alternativas para subir a las tierras de la “Oretun Germanorum” de los
íberos. La una era pareja al río Rumblar y su afluente El Grande, arribando por
la Sierra de San Andrés y del Agua a los términos actuales de El Viso del
Marqués y San Lorenzo de Calatrava, utilizando en parte, desde el mítico "Mojón
de la Legua", lo que hoy es el desusado cordel ganadero “Principal
de la Plata”; y la otra, cruzando longitudinalmente la vaguada del
Marquigüelo, iba a superar el siguiente escalón serrano -el Cerro Navamorquín-
y, a través de La Castellana, el Camino de la Plata y Navalcardo,
ascender a los pagos de Mestanza. No en vano, se identifica este acceso como la
vía romana de Cástulo a Sisapo, dos de los principales centros mineros a una y
otra vertiente de Sierra Morena.
En este marco de las vías de comunicación valle-sierra, es evidente que el Cerro del Cueto ha sido desde tiempos inmemoriales un histórico y estratégico otero. ¡Navegamos ahora cinco mil años atrás! Frente a nosotros, en el lateral sur del Gólgota y sobre la línea de falla, asoman los restos de lo que parece una escombrera y una maraña vegetal, que es solo la punta del iceberg de una trinchera que se alarga hacia el suroeste algo más de 1.500 metros. Se trata de la rafa minera o mina a cielo abierto del Polígono-Contraminas que, aunque explotada en época romana (galena argentífera) y rentabilizada durante gran parte del siglo XX por “sacagéneros”, hunde su origen en la Edad del Cobre para consolidarse en la del Bronce (azurita y malaquita). Con seguridad, durante el primer periodo, poblados como Cerro Tambor, sobre la trinchera, y el Cueto (castillo) están directamente relacionados con su explotación económica, como después lo estaría el núcleo metalúrgico de Peñalosa, localizado en el encuentro del arroyo de Valdeloshuertos con el río Rumblar.
Tras la excavación arqueológica
del interior del castillo, podemos apreciar en la sección noroeste restos
murarios de esa época, que también se suceden ladera abajo, ya en el exterior
del recinto fortificado. Se trataría de un poblado que seguiría las pautas
urbanísticas de la cercana Peñalosa: en el interior de macizas murallas,
apretadas casas de piedra, tierra y madera se reparten por terrazas que se
suceden en altura, comunicándose entre sí por calles estrechas y laberínticas.
El poblado estaría coronado por una acrópolis bien defendida, que coincidiría
aproximadamente, en el caso del Cueto, con lo que hoy es el recinto central del
castillo. Su estratégica situación visual y la inmediatez a recursos mineros,
agrícolas y ganaderos lo dotan de un protagonismo sobresaliente en el marco
de la Edad del Bronce de la Cuenca del Rumblar.
Ocupado también por oretanos,
será durante época romana cuando este altozano adquiera un carácter más que
sobresaliente. A caballo entre valle y sierra, de una eficacia visual
extraordinaria, se torna en morada eterna de Felicia, una notable dama
romana posiblemente vinculada a los publicani que regentaron la
explotación minera de esta parte de Sierra Morena, cuya cabeza más visible se
localizaba en la vecina ciudad de Cástulo: la “Societas Castulonensis”.
La parte superior del cerro, hasta entonces formada por encrespadas rocas de
arenisca, se pica y nivela hasta crear una plataforma plana y elevada a la que
se accede por una amplia escalinata frontal aún presente. Sobre esta meseta se
eleva un templo o mausoleo funerario de proporciones más que considerables, que
avisa de la importancia de la familia de la finada, a la que de facto se rendía
un culto que se escapa hoy de lo humanamente entendible. Aún hoy podemos
apreciar esta pequeña llanura artificial, que da cobijo en sus entrañas a dos
aljibes y enarbola las ruinas del templo, como así ponen de manifiesto varios y
dispersos capiteles y las baldosas de piedra del enlosado, reutilizadas
posteriormente como firme de las que serían callejas almohades. Todo una
exaltación de cómo gira la rueda del tiempo.
La caída de la empresa minera
durante el bajo imperio romano, aceleró una tendencia que despoblaría la
serranía y que, paralelamente, fue salpicando la Campiñuela (valle agrario bajo
el pueblo) de pequeñas explotaciones agrarias, alquerías, cortijadas y
quintanas (villae), como así ponen de manifiesto las ruinas de Las
Mendozas, Las Marquesas, Nacimiento o Santuario de la Virgen. Pese a la
intensidad de este primer desarrollo agrícola, el tránsito definitivo a la Edad
Media trajo consigo un vacío casi generalizado del territorio, sobre todo en el
pellejo serrano, donde la población queda reducida a la mítica “Folenam”,
proceso que tuvo su mayor expresión durante el Emirato y el Califato Omeya.
La sangría poblacional puesta de
manifiesto durante este primer periodo de dominio musulmán, viene ratificado
por la nula presencia de yacimientos arqueológicos y por la total ausencia de
topónimos árabes que vinieran a refrendar una probable ocupación serrana que,
quizá, nunca se produjo de manera intensa en los cinco siglos de presencia
islámica. Pero, con seguridad, el factor que más incide en este éxodo humano,
testimonial en el valle (y en el Cerro del Cueto), es el desplazamiento hacia
el oeste de las vías de comunicación entre el Guadalquivir y la Meseta, que
ahora se desarrollarán principalmente a través del Valle de Los Pedroches
(Córdoba). Esta recóndita parte de la sierra y su valle quedan relegados de la
territorialidad principal, conformándose La Campiñuela como un reducto
secundario dedicado a labores ganaderas donde, de manera puntual, las antiguas
instalaciones del Cueto son reutilizadas como fortín militar.
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Era una mañana de sábado fría,
que tuvo como precedente una dura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de
valor para encauzar la empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros
encuentros poco lugar había para dar opinión, mucho escuchar, filtrar algún que
otro chisme y desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como sus cuerdas
vocales, en constante mudanza. Después de su saludo de rigor -¿cómo están los
chiquillos?- nos varamos momentáneamente estudiando el horizonte; era una
manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día; esa mañana no
tenía qué hacer, y así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a
sus improperios y huecas amenazas.
En días como aquél, de agua y
tierra removida, gustábamos de rodear el castillo por ver si aparecía alguna
moneda de poco valor o alguna flecha raída, pero aquella mañana buscamos el
interior de la mole. Aún en el exterior, donde comienza a elevarse la corta
pendiente que nos lleva a la puerta del coloso, a nuestra derecha, a unos
centímetros del suelo e incrustado en el murete que separa la calle del hondo
de Santa María, le señalo una pequeña muestra de calicanto que nos da indicios
de la presencia, otrora, de un muro lateral, que reutilizaría la posterior
iglesia funeraria (aún quedan vestigios de su cripta y ábside frente a la
puerta del castillo y a un nivel inferior). Con seguridad, formaba parte de una
estructura defensiva, una entrada en codo, muy utilizada por la arquitectura
militar almohade allá donde el foso de agua era argumento imposible.
Por su parte, en un movimiento
pertinaz de la garrota, señala violentamente un barro moteado de blanco que
rodea la farola de la izquierda, un muerto –me confirma-, como si no conociera
ya la canción. Una muela, aislada, inculca fe a los no creyentes de que la
tumba, en su día, estuvo. En unos pocos pasos nos plantamos frente a la puerta,
a nuestra espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las
casas vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificarnos la presencia del
artificio codado, que no barbacana.
En esas, nos topamos con el doble
y pétreo arco de herradura y el amigo improvisa que la entrada, años ha, fue
ligeramente adulterada cuando él daba sus primeros pasos como peón de albañil.
El acceso, encarado entre dos torres, es uno más de los elementos de protección
del complejo sistema defensivo, aunque hoy falta el matacán que debió coronar
el frente de fachada, perdido en aquellos engalanamientos de la portada.
No sin esfuerzo, el amigo abre la
pesada puerta con algo que parece más ganzúa estrambótica que llave. El remate
de hierro que da fin a la extremidad inferior de la garrota, va repicando
bruscamente en el contacto con los escalones que nos adentran en las entrañas
protegidas del castillo. La rampa asciende a una pequeña meseta, aunque
originalmente un muro lo impedía obligando al invasor a girar bruscamente a la
izquierda. Penetraba por un estrecho pasillo flanqueado a siniestra por los
muros del castillo y, en la diestra, por una línea de viviendas posiblemente
destinadas a caballerizas. La estrategia defensiva se seguía aplicando a todos
y cada uno de los modelados urbanísticos aquí ejecutados.
Ahora, discurrimos por una calle
de traza apretada y con retazos de lo que fuera un pavimento empedrado con
arenisca descompuesta. Si alzamos la vista hacia el lienzo lateral, podremos
apreciar en él la sucesión de unas serie de incisiones, muy esquemáticas, que
alternan franjas moteadas con líneas en zigzag y elementos vegetales
desnaturalizados que dan forma a un ataurique, una decoración geométrica
impresa sobre el enlucido de cal que protegía los muros de la acción erosiva de
los agentes atmosféricos.
Como
venía ocurriendo casi a diario, a media mañana, un tropel de vociferantes
escolares se cuela en avalancha llenando de carreras el corazón de la
fortaleza. Unos al frente, prestos a asomarse al ventanuco que mira al río; los
otros al alcazarejo, buscando la escalinata que penetra en la almena gorda;
los menos, se contentan con subir a la meseta y esperar las indicaciones de los
mayores.
Se
toca ligeramente la gorra, baja apenas el ángulo de la visera y doy por
entendida la insinuación. Damos por finado el cónclave.
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Elevadas sus murallas cuando Sierra
Morena figuraba de protagonista fronterizo, cuando Castilla y las huestes
almohades andaban en dura gresca y en los prolegómenos de Las Navas, es
el Castillo heredero de las clásicas fortalezas bizantinas que tuvieron su
predecesor en los campamentos castrenses de Roma. Este modelo, con una amplia
dispersión a una y otra margen de la franja sahariana, tiene en el de Baños,
con seguridad, su mejor testigo en toda Europa.
Varado sobre un racimo de casas
blancas y tabiyya o calicanto como principal componente, está organizado
en quince torres cuadradas -aunque una es ligeramente pentagonal- que avanzan
desde el lienzo de muralla en lo que se ha dado en llamar formación “en
cremallera”.
Tierra roja libre de materia
orgánica, chino de río, cal como aglutinante y agua es la fórmula magistral que
ha permitido que este coloso, después de muchos siglos, siga perfectamente en
pie. En la cota inferior, un cimiento de mortero con presencia de ripios de
piedra de considerable tamaño permite nivelar la irregular superficie, dando
paso en altura a sucesivas hiladas de este calicanto, denominado por los
musulmanes tabiyya o tapial. En realidad, no es otro material que el “opus
caementicium” heredado de la arquitectura romana. En cada hilada de mortero
se vertía el material sobre un molde rectangular de madera o encofrado, a modo
de cajón sin fondo ni tapa, que medía dos codos de altura y entre cuatro y seis
codos de longitud (el codo equivale aproximadamente a 42 centímetros). Entre
hiladas, se situaban pequeños maderos resinosos (agujas) que sostenían el
encofrado de madera y que, al encogerse por la pérdida de humedad, funcionaban
a modo de junta de dilatación. Aún podemos apreciar la huella que dejaron estos
maderos en la sucesión de agujeros o mechinales que surcan todos los muros del
castillo. El cajón se ayudaba de otros elementos complementarios, como el
costal o vara vertical que evitaba que los cajones se abrieran; y el codal, que
hacía lo propio impidiendo que se cerraran. El material se vertía en tandas,
que eran apelmazadas con un fatigoso pisón de madera.
En su interior, una compleja
trama urbana, de época almohade (siglo XII) y bajomedieval, tenía como objetivo
principal desorientar, provocar el caos y desarmar las embestidas de un posible
atacante que ya hubiera ultrajado sus primeras defensas. Elevándose apenas
sobre el laberinto urbano, un pequeño patio de armas ocupa las ruinas del que
fuera mausoleo romano organizando a su alrededor, en su justa medida, el
simulado desorden de las viviendas. Comparte meseta con los aljibes, dos naves
excavadas en la roca y cerradas en altura por una doble bóveda de medio punto
elaborada con ladrillo. Los muros laterales de los pozos están construidos con
la técnica del “opus signinum”, es decir, el mortero se elabora de una
sola vez, y no en tandas o encofrados, forzando de esta manera la ausencia de
agujas y mechinales, y evitando así las filtraciones y pérdidas del agua
embalsada.
El complejo urbano intramuros,
salpicado de calles pétreas que preconizan en el tiempo los empedrados que
caracterizarían algunos siglos después la villa moderna de Baños, ha dejado un
poso de pequeños detalles que nos narran como eran las cosas en esta tierra de
frontera. Las casonas cobijan cuadras y molinas, alternan jaraíz con bodegas,
despliegan conducciones, redores y registros pluviales, pisan sobre suelos de
barro y cal, sientan goznes y trancos, y…, en fin, viven en tiempos que fueron
de guerra, pero también de encuentro con un territorio que les era de nuevas.
Ya bajo control castellano, la
estructura interna del castillo es alterada mediante la construcción de un
reducido y bien defendido castillete o alcazarejo realizado con sillares
pétreos medianamente regulares. Paralelamente, se reviste de piedra el exterior
de la torre situada más al noreste, dando lugar a una estructura cilíndrica que
se eleva en altura sobre las demás: la torre del homenaje o almena gorda.
En una primera fase gana en robustez logrando, a duras penas, doblegar bajo su
mando al resto de hermanas; será ya en las postrimerías del siglo XV,
posiblemente durante las luchas de “banderías” que acaecieron en los
estertores del reinado de Enrique IV, cuando la terraza superior, almenada,
muda en sala que cierra en bóveda apuntada, se alza aún más y torna a mirar de
frente a los nuevos poderes emergentes de la Plaza Mayor.
En 1626, la aldea de Baños se segrega del concejo
de Baeza constituyéndose como villa. El nuevo orden jurídico y civil, in
crescendo hasta la promulgación de las primeras ordenanzas municipales de
la villa (1742), pone una losa definitiva a la actividad vital del castillo. La
población y el poder se van desparramando extramuros, alejándose del coloso que
acabará dando cobijo a la muerte.
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