Siempre llega la noche, fría, cruda, curativa, umbral y aurora del inminente renacer.
En lo hondo, amparados en la Campiñuela bañusca, apreciábamos un rosario de luces con movimientos ondulantes que salpican y alteran las sombras de callejas y casonas, remolinos de humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el viento, pequeñísimas almas que se escapan en movimientos concéntricos hacia un cielo que las reclama, una negrura apretada de estrellas.
Hoy emergen del humo dormido postales borrosas de tardes acarreando pinos secos, noches que llegan pronto y te cogen con el haz de ramón a media "Amargura", mañanas frías en la solana del los Turrumbetes en busca de "tomillo" seco, mucho juego e intrigas infantiles en la penumbra nocturno del Cotanillo, alguna pelea a pedradas entre barrios por robar un poco de leña y, de cuando en cuando, una candelaria consumida antes de tiempo.
De cuando chico, alguna que otra imagen del territorio que nos rodea arriba a mi memoria: un ajetreado viaje a Los Escoriales, en el 4 latas de tres marchas de mi padre, una movida Romería ataviado con un enorme gorro mejicano,… pero como la liria (Santos), la Candelaria me acercaba, nos hacia comulgar con nuestro entorno. Vara a vara, rincón a rincón, codo con codo, entre juegos y peleas, tropezones y risas,… nos hermanaba con la Cueva la Mona, El Prao, El Polígono, Las Migaldías, La Piedra Escurridera y hasta la Picoza; nos hacía dueños de nuestra tierra… y la respetábamos.
Las últimas ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer, noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por la modernidad global,… campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan.
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