—Cautivados por el silencio, el callejero nos sugiere
fábulas que se pierden en el origen de los tiempos, —me desembucha nuestro
lazarillo para retraernos a la realidad.
Recuperamos el eco de cotidiano y seguimos caminando por
media Trinidad, justo donde esta bifurca con Eras. Antes de seguir nuestro
paseo, hay que reseñar que, en el catastro encomendado por el Marqués de la
Ensenada (1752), la actual Trinidad era nombrada como Eras. En fechas
posteriores al Catastro, al consolidarse en el lugar la presencia de un
dispensario u hospital, Eras se fragmentó para gestar dos calles diferenciadas:
Eras y Trinidad. Trinidad se apropió de la mayoría del antiguo trazado mientras
que la nueva ramificación, la que hoy se derrama por su vertiente sudoeste,
pasó a llamarse Eras. El hospital quedó calle abajo, en la travesía que volvía
a unir los tramos inferiores de ambas calles.
Junto a nosotros, enfrentados, se elevan dos de los
caserones de mayor sustancia y blasón. De una parte, la casona de los Delgado,
familia de la que procedía don Pedro García Delgado, patrono de la edificación
de la ermita del Cristo del Llano; y, por la diestra, la de Pérez de Caballero,
única vivienda de la localidad que presenta un arco de medio punto en el vano
de su portada. Si descartamos los edificios religiosos y la Casa Consistorial, se
trata de la única edificación histórica de estas características. Podemos
errar, pero este hecho nos lleva a datarla en el tránsito del XVI al XVII,
cuando también se edifica el ayuntamiento y Baños se constituye como villa
independiente de Baeza (1626). Con sus peculiaridades, que no son pocas, esta
casona también es protagonista de un hecho que marcó la historia contemporánea
del lugar, que fue propiedad, que no residencia, del mayor potentado local a
comienzo del siglo XIX. Y toda esa fortuna tiene su historia. Conozcámosla.
La venta de bienes eclesiásticos, amparada en los
reales decretos de septiembre de 1789 y que precedieron a los más conocidos de
Mendizábal y Madoz, permitió una verdadera desamortización de las propiedades
que la iglesia tenía en la localidad, principalmente las rentas de la fábrica
de la parroquial. Según parece, así nos apunta Richard Herr (1991), sin la
oposición del clero local, que también fue beneficiario de la hemorragia
patrimonial; ‘(…) Por el contrario, ellos
mismos compraron gran parte de las tierras puestas en venta, a las que podían
sacar provecho y luego legar a sus herederos de este mundo. Tratándose de
bienes temporales, la sangre era más fuerte que el alma’. Pues en este
estado de la cuestión, Joseph Pérez Caballero, residente en Madrid y miembro
del Real Consejo de Hacienda, como se puede entrever con profunda información
de las diferentes subastas de tierras, fue el principal beneficiario del
expolio bañusco utilizando para ello un agente local, Juan Josef Villar, quien
realmente residió en la casona que nos trae. Como vemos, este personaje, junto
con otros muchos acólitos de la administración, fue protagonista del gran
proceso desamortizador que vino a desestructurar el medio rural giennense en
los albores de la Edad Moderna, armando, paralelamente, la estructura caciquil
que nos llevó a los desencuentros del XIX y XX.
‘(…) En
total, Pérez Caballero invirtió 430.000 reales en cuarenta y ocho olivares con
4.799 olivos, pertenecientes a la iglesia, y 21 olivares con 2.247 olivos
pertenecientes a particulares, convirtiéndose en el primer terrateniente de
Baños. Compró, asimismo, ocho parcelas de grano, dos casas y un molino de
aceite. Arrendó sus campos de grano a dos vecinos (a los que había superado en
la subasta de seis olivares), pero es evidente que explotaba directamente los
olivares, como hacían la mayoría de los propietarios forasteros. Es posible que
Villar fuera tanto su administrador como su agente en las subastas’.
Quedando atrás el aliviadero de Eras, entramos de
lleno en la baja Trinidad y en el barrio de molinos, pues no sólo se concentraron
en este tramo del vial, realmente ocuparon toda la manzana conformada entre
Trinidad, Eras y travesía Trinidad. Aunque apenas queda nada de aquel trajín
económico, que sucumbió en la década de los cincuenta del pasado siglo, poco
más que unas piedras de moler y alguna almazara en ruinas, hay pequeños
detalles que aderezan nuestro paseo. Por la derecha, apreciamos algunas ruedas
de molino incrustadas en la cimentación de los muros, un dintel fechado que
recuerda las bondades, y los lucros, de la hacienda aceitera, una portada destartalada
y ajena a la descomposición de la memoria, que apenas le quedan fuerzas para
sostenerse y contar los días que le quedan de existencia… Y apenas llegamos a
ver una ruinosa industria que se escudriña entre los muros caídos, una rendija
abierta al tiempo y a la historia que nos deja conocer los despojos del molino
de San Enrique. Contrariamente, a la siniestra se despliega el molino de los
Altozano o de Luna, que, en pie, a duras penas conserva la decadente estructura
de un molino que va contando años y agravios. Salvo que llegue una solución que
no parece venir, en nada hermanara con el de San Enrique. Pero más allá de los
molinos, el barrio está engalanado con fragmentos pétreos, apenas
insignificantes, que nos cuentan un pasado oculto bajo el polvo de la
desmemoria.
‘…Assimismo
hai dentro de la Poblazion desta Villa veinte y dos Molinos de Azeite con
veinte y quatro Piedras, y extramuros quatro Casas de campo Molinos de Azeite,
con sus Piedras…’.
Así es, si afinamos la percepción, por la diestra
podemos apreciar que el muro o bardal de un cocherón cierra en su parte superior
de una manera muy particular, mediante una capucha a dos aguas realizada con
lajas de pizarra. Singular, es de los pocos ejemplos locales que se ha
conservado siguiendo los cánones de la tradición bañusca. Por el frente, en la
margen izquierda hay otros detalles que nos llaman la atención. De una parte,
la enorme grada, o ‘graa’ según la jerga local, que se levanta por encima de lo
que hoy es una casa rural. Muy presente en todo el urbanismo de la Edad
Moderna, se da cuando viviendas y calle se amoldan a la cantera que las
sustenta, solucionando los enormes desniveles mediante una estrategia que está
también presente en otras muchas calles, caso de la Avenida Linares, Mestanza y
de Las Piedras o Riscos. Y, por otra parte, apreciamos un pequeño elemento que
podría escapar al olfato del viajero más curioso. Se trata del tranco de la
fábrica de Luna, extrañamente labrado en granito y no en arenisca como sería la
norma. Conociendo de lo usos del inmueble y la presencia de muelas de granito, es
posible que alguna de ellas, ya inservible, fuera reutilizada para dar paso en
el umbral del molino.
Con todo, —me dice Patricio—, tú no recordarás nada de
aquel bullicio económico, ni tan siquiera te llegará el olor de aquel primer
aceite y la aceituna fermentando en sus atrojes. Cierto, — me digo—, mis recuerdos son otros que no son
vástagos de aquellas piedras, o al menos de la función para la que talladas. Argumentos
como estos son los que me hace valorar que la historia, la historia cotidiana, pende
un hilo y que, cuando este se corta, es difícil mantener su recuerdo y el
aprendizaje que nos podría aportar. Regresando a mis días de chiquillo, en
aquella calle empedrada con ripios de arenisca,
que no son los que ahora soportan nuestros pasos, veo hatos de cabras que me
recuerdan días de candelaria. Eran momentos en los que los críos nos dábamos de
pedradas por hacernos con un haz de ramón de oliva. Daniel y Velázquez, el
padre de mi amigo Juanito ‘el Rata’, aprovechaban la corta del olivo, las hojas
de su ‘ramoniza’, para suministrar alimento a sus cabras, las que, durante
siglos fueron sustento principal de la villa y, por ello, su cría y sacrificio
estaba perfectamente regulados mediante ordenanzas municipales. Después de que
los animales se comieran las hojas, el sobrante, las támaras sobrantes, es
decir, las ramas sin hojas, eran un botín muy deseado por la zagalería. Armadas
en haces, que nos parecían gigantescos, serían el combustible de las candelarias
que arderían en la noche del 2 de febrero. Al calor de su fuego, se gestaban relatos
acogedores que hoy mantienen las ascuas de la intrahistoria más oculta.
‘Ordenamos
que los Rexidores, Vehedores todos los dias de Carne sean obligados â asistir â
las Carnezerias publicas de esta Villa poner repeso ber, y recognozer si la
Carne que hechan los obligados al Abasto es bueno y de calidad, y no lo siendo
no permita su Venta antes si la daran por de Comiso, y multaran á los obligados
por la primera Vez en un mil maravedíes de vellon, y por la segunda doble Cuya
multa se distribuirá Una parte para el Juez, otra para aumento de los Propios
desta Villa, y la otra a disposizion del Rexidor Vehedor, y si dichos obligados
continuasen hechando Carne que no sea de toda satisfazion dicho Vehedor la
comprara dela mejor Calidad que hallare y ábastezera á esta Villa á costa de dichos
obligados por lo mucho que en esto se interesa la Salud publica’.
Entre tanta menudencia, por debajo de la grada, se
levanta el caserío de los ‘Charidad’, elegante, como si los años no fueran con
él. Hoy hospedería que exhibe una fachada de dudoso gusto estético, en el XVIII
fue uno de aquellos mesones que se edificaron a la sombra de la bonanza
económica del camino.
‘Que hai dos
mesones el uno partte en Alverca, propios de Don Franzisco Caridad, Prior desta
Parroquial, que el uno gana, de Arrandamiento 225 Y le quedaran de utilidad al
Mesonero, que lo es Miguel Quijano, 1100 reales. Y el otro en caso de estar
Corriente, ganaría 400 Reales’.
Cuando la calle Trinidad viene a morir cediendo el
testigo al pozo de la Vega, un poco antes, a la derecha y por encima de la
remodelada Casa Vilches, se abre Travesía Trinidad, el eje viario que da
asiento al viejo Hospital de Transeúntes. Tutelado por la Orden de la Santísima
Trinidad, de ahí el nuevo apelativo viario, el hospital se situó en los
extramuros del pueblo, en su parte meridional y a tiro de piedra de un
importante cruce de caminos, como venía siendo norma de los Trinitarios: el
Pozo de la Vega. Bajo el apelativo de la Sangre
de Christo, era regentado por un clérigo en concepto de mayordomo o
prioste, aunque en la práctica, siendo un establecimiento pequeño, más casa de
misericordia que hospital, el hospitalero sería un cofrade casado o una casera
designada por la cofradía. Poco más se sabe al respecto, sólo que fue de ‘pobres y pasajeros, también para los de este
pueblo, con la encomienda de tratarlos y curarlos, que se sacaba para adelante
con un raquítico presupuesto de 130 reales anuales y rentaba un subsidio de 1
real y 8 maravedíes’.
Reanudamos la marcha para dejar atrás definitivamente el
tramo final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta
tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una
inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal
sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito,
pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni
veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo
agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra,
la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin
alma.
Como quien intuye que su destino final se acerca,
nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de
una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del
polvo de sus caminos.
Hospital de transeúntes
Pozo de la Vega
Mesón calatravo de los Charidad