viernes, 25 de octubre de 2024

Una de Santos

Corrían tardes como las de hoy, de las que barren el verano y barruntan un otoño de lluvias. Y, pese a ello, la poca edad y la mucha sangre pedían calle sin el menor disimulo.

Las obligaciones militares habían ido reduciendo la compañía en los últimos Santos, así que la peña mermaba y la cara de los integrantes mudaba de un año para otro. Quizá, por todo aquello, los que agostamos en caladero fijo, como fue mi caso debido a exenciones con la milicia, nunca faltábamos a aquellas otras obligaciones, las de disparatar en una fiesta tan señalada.

Por medio, por la rueda de las cosas y los tiempos, nos desnudamos de los lastres de la tradición y nos quedamos en nada, sólo con la facha.

Hubo ocasiones en las que se sumaron amigos y compañeros de estudios, que un servidor tildaba de ultramontanos, aunque en realidad procedían de a tiro de piedra. Como fue el caso de Sergio e Hilario, que no tuvieron otra que comenzar la ‘santería’, de antemano y por su cuenta, faenándose una botella de anís en la mismísima puerta del Santuario, a la buena vista y severo juicio de mi tía Rafaela. ¡Qué desatinos! En otra situación, y no buen criterio, no tuvimos otra ocurrencia que ahogar el ‘cuatro latas’ de mi padre en Navarredonda después de menudear por el chozo de los panaderos. Por entonces, siendo el coche era una herramienta de trabajo, obligados a venir a pie y a toda prisa desde la Atalaya, armamos un trajín de dios que aún martillea en algún hueco de mi memoria.

Y en las cosas de abasto, cómo no recordar cuando nos avituallamos de mucho pan, algo de aceite y poca chicha. En materia grasa solamente llevamos dos pollos para asar, sin más aliño que nuestra mucha inexperiencia. Pan casi no faltó, pero en lo que respecta a las gallináceas, la primera la engulló la lumbre. Nada extraño, si consideramos que la parrilla que armamos era el espaldar de una vieja silla de madera. ¡Y qué contar del segundo! Siguiendo las trazas del precedente, nos lo hurtó un perro tan pulgoso, que no envidiaba calamidad alguna al mismísimo podenco de don Alonso Quijano. El bicho se lo tragó sin el mayor pudor.

En otra ocasión, con borrasca por medio y metidos en un enorme barrizal, hicimos de perdidos al río: medio chasis de la moto de Félix acabó en los asientos traseros de mi Simca…, y allí hubiera quedado por toda la eternidad de no haber enviado aquel endiablado, y blindado 1200, al desguace.

Pero un año en las que las vacantes fueron numerosas, por no faltar a las buenas costumbres, también porque mi primo Dioni y yo nos aferrábamos a un hierro ardiendo en estas cosas de montar un sarao, armamos la de Cristo a partes iguales con Atila. Andamos por media sierra como nómadas errantes y sin rumbo. De peña en peña, nos dio por dejarnos caer por esas sierras de dios en su ‘cuatro latas’, que por cierto era más fiable que el mencionado más arriba. Poca compañía llevamos. Una buena ristra de chorizos, mucho pan paterno, algunos litronas de la tiendecilla de Manuela y una doble e impenitente cinta de Egin, préstamo del Torreño, que no paró de sonar en el maltrecho radiocasete y nos dejó buena herencia: un verdadero desconcierto musical.

Aquellos no fueron unos Santos de ir a preparar el chozo, echarnos la manta a la cabeza y no edificar nada, como otros que les precedieron cuando la partía andaba completa, con Juan y los Merguis. O de otras ocasiones, en las se sumaron Juan Carlos el Pelao, Félix y Juan Carlos el de la Bomba, o como cuando nos acompañó el Toni de Santanita. Estos fueron unos Santos de echar un rato a pie de la lumbre sin organizar ningún dislate, al menos fuera de lugar, pero donde no faltó cerveza y las muchas voces. Ahora, eso sí ¡los chorizos sudaron como nunca y dieron para mucho concilio! Faltó pan.

Los Santos duraron varios fines de semana, que fueron de mucha bulla y ningún tropiezo. En cierta manera fueron raros, como ningunos otros, ¡únicos! De los que con seguridad ya nunca repetiremos.

 


jueves, 26 de septiembre de 2024

De cuezos, raederas y otros útiles panaderos

El crío, encaramado en su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y achaparrada caldera, o quizá con un cetáceo ocre que eructa persistentes volutas de vapor e impregna la madrugada con un olor a pan caliente y azúcar tostada. El lugar es acogedor, le recuerda el caluroso abrazo de la madre que apenas tuvo. Rompiendo la oscuridad, al fondo, centellean las brasas de la hornilla, y en el obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas dos codos sobre los cuarterones de madera en los que el padre bolea una hilera interminable de hogazas. Junto a la mesa, emerge una oronda artesa labrada con el corazón de una encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de panes. En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta hurtada a la desmemoria o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho y, sobre la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos de plata, se derrama un soneto de luz.

Encadenado a su pitillo y ajeno al examen del menor, cortando con la ‘raera’ porciones de masa de un plastón, el padre bolea pacientemente panes a dos manos.  Sin más interrupción que espantarse los restos de ceniza del pecho, los va situando ordenadamente sobre el ‘tendío’, una tela de lino, enharinada, que cubre un tablero de madera de pino. Tras dejarlos fermentar unos minutos, para que cojan cuerpo, agujerea una cara con la piquera y les hace un corte en cruz en la cara contraria. Ya en el interior del horno, el corte cogerá greña certificando el éxito de la cocción. Pasados los años, cuando la elaboración de este pan bobo o calatravo era testimonial, cuando apenas resistía la ‘Gertru’, la madre del Joselito ‘el francés’, mi padre me comentaba que, de no ser así, él seguiría cociendo al menos un pan de esta guisa, pues, como hacía el maestro alfarero antes de sellar el horno para realizar la cocción, la repetición de aquella liturgia aseguraba el éxito de la hornada.



viernes, 2 de agosto de 2024

El empedrado del santuario de la Virgen de la Encina

Segregando los elementos que forman el empedrado, encontramos una cruz solar de cuatro brazos iguales que acoge, en el interior de su círculo, una estrella de ocho puntas.

La cruz solar suele representar, como número cuatro, el ámbito de lo terrenal, lo humano, y, en este caso concreto, el ciclo del tiempo representado en las cuatro estaciones, pero también el cuatro que resulta de los dos equinoccios (primavera-otoño) y los dos solsticios (invierno-verano).

Por su parte, la estrella de ocho puntas -el ocho, símbolo celestial-, está muy presente desde la antigüedad en todo el ámbito del Mediterráneo, desde la diosa babilónica Isthar a la Venus romana. Y en todos los casos, como representación de la fertilidad. En el marco cristiano es símbolo de la virgen como lucero del alba (venus) y, en este caso, en relación con nuestro santuario, totalmente vinculada, como las que la precedieron, con el símbolo de fertilidad.

Por tanto, hay dos planos, el humano en cuanto se refiere a la rueda del ciclo agrícola anual, a las eventualidades que sufre, desde sequías a plagas; y el celestial, representado por la estrella y la virgen, que ofrece su protección y aseguran la bondad de las cosechas…, en este caso al creyente.

Por meterme como elefante en cacharrería, igual que en la antigüedad, el culto popular sitúa en un plano superior a la diosa madre.



sábado, 13 de julio de 2024

Al pozo de la Vega

Reanudamos la marcha para dejar atrás la caída final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito, pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra, la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin alma.

Como quien intuye que su destino final se acerca, nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del polvo de sus caminos.



viernes, 12 de julio de 2024

En la baja Trinidad: Molinos y hospital de transeúntes

    —Cautivados por el silencio, el callejero nos sugiere fábulas que se pierden en el origen de los tiempos, —me desembucha nuestro lazarillo para retraernos a la realidad.

Recuperamos el eco de cotidiano y seguimos caminando por media Trinidad, justo donde esta bifurca con Eras. Antes de seguir nuestro paseo, hay que reseñar que, en el catastro encomendado por el Marqués de la Ensenada (1752), la actual Trinidad era nombrada como Eras. En fechas posteriores al Catastro, al consolidarse en el lugar la presencia de un dispensario u hospital, Eras se fragmentó para gestar dos calles diferenciadas: Eras y Trinidad. Trinidad se apropió de la mayoría del antiguo trazado mientras que la nueva ramificación, la que hoy se derrama por su vertiente sudoeste, pasó a llamarse Eras. El hospital quedó calle abajo, en la travesía que volvía a unir los tramos inferiores de ambas calles.

Junto a nosotros, enfrentados, se elevan dos de los caserones de mayor sustancia y blasón. De una parte, la casona de los Delgado, familia de la que procedía don Pedro García Delgado, patrono de la edificación de la ermita del Cristo del Llano; y, por la diestra, la de Pérez de Caballero, única vivienda de la localidad que presenta un arco de medio punto en el vano de su portada. Si descartamos los edificios religiosos y la Casa Consistorial, se trata de la única edificación histórica de estas características. Podemos errar, pero este hecho nos lleva a datarla en el tránsito del XVI al XVII, cuando también se edifica el ayuntamiento y Baños se constituye como villa independiente de Baeza (1626). Con sus peculiaridades, que no son pocas, esta casona también es protagonista de un hecho que marcó la historia contemporánea del lugar, que fue propiedad, que no residencia, del mayor potentado local a comienzo del siglo XIX. Y toda esa fortuna tiene su historia. Conozcámosla.

La venta de bienes eclesiásticos, amparada en los reales decretos de septiembre de 1789 y que precedieron a los más conocidos de Mendizábal y Madoz, permitió una verdadera desamortización de las propiedades que la iglesia tenía en la localidad, principalmente las rentas de la fábrica de la parroquial. Según parece, así nos apunta Richard Herr (1991), sin la oposición del clero local, que también fue beneficiario de la hemorragia patrimonial; ‘(…) Por el contrario, ellos mismos compraron gran parte de las tierras puestas en venta, a las que podían sacar provecho y luego legar a sus herederos de este mundo. Tratándose de bienes temporales, la sangre era más fuerte que el alma’. Pues en este estado de la cuestión, Joseph Pérez Caballero, residente en Madrid y miembro del Real Consejo de Hacienda, como se puede entrever con profunda información de las diferentes subastas de tierras, fue el principal beneficiario del expolio bañusco utilizando para ello un agente local, Juan Josef Villar, quien realmente residió en la casona que nos trae. Como vemos, este personaje, junto con otros muchos acólitos de la administración, fue protagonista del gran proceso desamortizador que vino a desestructurar el medio rural giennense en los albores de la Edad Moderna, armando, paralelamente, la estructura caciquil que nos llevó a los desencuentros del XIX y XX.

    ‘(…) En total, Pérez Caballero invirtió 430.000 reales en cuarenta y ocho olivares con 4.799 olivos, pertenecientes a la iglesia, y 21 olivares con 2.247 olivos pertenecientes a particulares, convirtiéndose en el primer terrateniente de Baños.     Compró, asimismo, ocho parcelas de grano, dos casas y un molino de aceite. Arrendó sus campos de grano a dos vecinos (a los que había superado en la subasta de seis olivares), pero es evidente que explotaba directamente los olivares, como     hacían la mayoría de los propietarios forasteros. Es posible que Villar fuera tanto su administrador como su agente en las subastas’.[1]

Quedando atrás el aliviadero de Eras, entramos de lleno en la baja Trinidad y en el barrio de molinos, pues no sólo se concentraron en este tramo del vial, realmente ocuparon toda la manzana conformada entre Trinidad, Eras y travesía Trinidad. Aunque apenas queda nada de aquel trajín económico, que sucumbió en la década de los cincuenta del pasado siglo, poco más que unas piedras de moler y alguna almazara en ruinas, hay pequeños detalles que aderezan nuestro paseo. Por la derecha, apreciamos algunas ruedas de molino incrustadas en la cimentación de los muros, un dintel fechado que recuerda las bondades, y los lucros, de la hacienda aceitera, una portada destartalada y ajena a la descomposición de la memoria, que apenas le quedan fuerzas para sostenerse y contar los días que le quedan de existencia… Y apenas llegamos a ver una ruinosa industria que se escudriña entre los muros caídos, una rendija abierta al tiempo y a la historia que nos deja conocer los despojos del molino de San Enrique. Contrariamente, a la siniestra se despliega el molino de los Altozano o de Luna, que, en pie, a duras penas conserva la decadente estructura de un molino que va contando años y agravios. Salvo que llegue una solución que no parece venir, en nada hermanara con el de San Enrique. Pero más allá de los molinos, el barrio está engalanado con fragmentos pétreos, apenas insignificantes, que nos cuentan un pasado oculto bajo el polvo de la desmemoria.

    ‘…Assimismo hai dentro de la Poblazion desta Villa veinte y dos Molinos de Azeite con veinte y quatro Piedras, y extramuros quatro Casas de campo Molinos de Azeite, con sus Piedras…’[2].

Así es, si afinamos la percepción, por la diestra podemos apreciar que el muro o bardal de un cocherón cierra en su parte superior de una manera muy particular, mediante una capucha a dos aguas realizada con lajas de pizarra. Singular, es de los pocos ejemplos locales que se ha conservado siguiendo los cánones de la tradición bañusca. Por el frente, en la margen izquierda hay otros detalles que nos llaman la atención. De una parte, la enorme grada, o ‘graa’ según la jerga local, que se levanta por encima de lo que hoy es una casa rural. Muy presente en todo el urbanismo de la Edad Moderna, se da cuando viviendas y calle se amoldan a la cantera que las sustenta, solucionando los enormes desniveles mediante una estrategia que está también presente en otras muchas calles, caso de la Avenida Linares, Mestanza y de Las Piedras o Riscos. Y, por otra parte, apreciamos un pequeño elemento que podría escapar al olfato del viajero más curioso. Se trata del tranco de la fábrica de Luna, extrañamente labrado en granito y no en arenisca como sería la norma. Conociendo de lo usos del inmueble y la presencia de muelas de granito, es posible que alguna de ellas, ya inservible, fuera reutilizada para dar paso en el umbral del molino.

Con todo, —me dice Patricio—, tú no recordarás nada de aquel bullicio económico, ni tan siquiera te llegará el olor de aquel primer aceite y la aceituna fermentando en sus atrojes. Cierto, — me digo—, mis recuerdos son otros que no son vástagos de aquellas piedras, o al menos de la función para la que talladas. Argumentos como estos son los que me hace valorar que la historia, la historia cotidiana, pende un hilo y que, cuando este se corta, es difícil mantener su recuerdo y el aprendizaje que nos podría aportar. Regresando a mis días de chiquillo, en aquella calle empedrada con ripios de arenisca,[3] que no son los que ahora soportan nuestros pasos, veo hatos de cabras que me recuerdan días de candelaria. Eran momentos en los que los críos nos dábamos de pedradas por hacernos con un haz de ramón de oliva. Daniel y Velázquez, el padre de mi amigo Juanito ‘el Rata’, aprovechaban la corta del olivo, las hojas de su ‘ramoniza’, para suministrar alimento a sus cabras, las que, durante siglos fueron sustento principal de la villa y, por ello, su cría y sacrificio estaba perfectamente regulados mediante ordenanzas municipales. Después de que los animales se comieran las hojas, el sobrante, las támaras sobrantes, es decir, las ramas sin hojas, eran un botín muy deseado por la zagalería. Armadas en haces, que nos parecían gigantescos, serían el combustible de las candelarias que arderían en la noche del 2 de febrero. Al calor de su fuego, se gestaban relatos acogedores que hoy mantienen las ascuas de la intrahistoria más oculta.

    ‘Ordenamos que los Rexidores, Vehedores todos los dias de Carne sean obligados â asistir â las Carnezerias publicas de esta Villa poner repeso ber, y recognozer si la Carne que hechan los obligados al Abasto es bueno y de calidad, y no lo siendo no permita su Venta antes si la daran por de Comiso, y multaran á los obligados por la primera Vez en un mil maravedíes de vellon, y por la segunda doble Cuya multa se distribuirá Una parte para el Juez, otra para aumento de los Propios desta Villa, y la otra a disposizion del Rexidor Vehedor, y si dichos obligados continuasen hechando Carne que no sea de toda satisfazion dicho Vehedor la comprara dela mejor Calidad que hallare y ábastezera á esta Villa á costa de dichos obligados por lo mucho que en esto se interesa la Salud publica’.[4]

Entre tanta menudencia, por debajo de la grada, se levanta el caserío de los ‘Charidad’, elegante, como si los años no fueran con él. Hoy hospedería que exhibe una fachada de dudoso gusto estético, en el XVIII fue uno de aquellos mesones que se edificaron a la sombra de la bonanza económica del camino.

    ‘Que hai dos mesones el uno partte en Alverca, propios de Don Franzisco Caridad, Prior desta Parroquial, que el uno gana, de Arrandamiento 225 Y le quedaran de utilidad al Mesonero, que lo es Miguel Quijano, 1100 reales. Y el otro en caso de estar Corriente, ganaría 400 Reales’.[5]

Cuando la calle Trinidad viene a morir cediendo el testigo al pozo de la Vega, un poco antes, a la derecha y por encima de la remodelada Casa Vilches, se abre Travesía Trinidad, el eje viario que da asiento al viejo Hospital de Transeúntes. Tutelado por la Orden de la Santísima Trinidad, de ahí el nuevo apelativo viario, el hospital se situó en los extramuros del pueblo, en su parte meridional y a tiro de piedra de un importante cruce de caminos, como venía siendo norma de los Trinitarios: el Pozo de la Vega. Bajo el apelativo de la Sangre de Christo, era regentado por un clérigo en concepto de mayordomo o prioste, aunque en la práctica, siendo un establecimiento pequeño, más casa de misericordia que hospital, el hospitalero sería un cofrade casado o una casera designada por la cofradía. Poco más se sabe al respecto, sólo que fue de ‘pobres y pasajeros, también para los de este pueblo, con la encomienda de tratarlos y curarlos, que se sacaba para adelante con un raquítico presupuesto de 130 reales anuales y rentaba un subsidio de 1 real y 8 maravedíes[6].

Reanudamos la marcha para dejar atrás definitivamente el tramo final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito, pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra, la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin alma.

Como quien intuye que su destino final se acerca, nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del polvo de sus caminos.


[1] Herr, Richard: La hacienda rural y los cambios rurales de la España de finales del Antiguo Régimen. Ministerio de Economía y Hacienda. Madrid. 1991. Pág. 479.

[2] Fuente: Catastro del Marqués de la Ensenada, 1752. Preguntas generales, pregunta 17.

[3] Cantarero Quesada, José María: Candelaria sin lumbre. ‘Manxa, revista de creación literaria, nº LXIV. Ciudad Real, 2021.

[4] Araque Jiménez, E. y Gallego Simón, V.J.: ‘Regulación ecológica en Sierra Morena. Las Ordenanzas Municipales de Baños de la Encina y Villanueva de la Reina’, ordenanza 13. Jaén, 1995.

[5] Fuente: Catastro del Marqués de la Ensenada, 1752. Preguntas generales, pregunta 29.

[6] https://elcotanillo.blogspot.com/2023/02/la-orden-de-la-santisima-trinidad.html

Hospital de transeúntes


Pozo de la Vega


Mesón calatravo de los Charidad