lunes, 18 de noviembre de 2024

El 'Camino romano', argumento 2

Buceando en el pasado más próximo, trasteando en el origen del adjetivo ‘romano’ que le venimos dando al camino, vamos a desempolvar el siguiente envoltorio histórico que empaca nuestro objetivo de estudio. Los argumentos los encontraremos ahora en diversos documentos cartográficos, apuntes topográficos y menciones escritas.

Bien es cierto que mi generación, incluso la anterior, ha venido llamando a este camino empedrado como ‘romano’, pero si hurgamos en la memoria del pasado, en los documentos que nos dan información al respecto, podemos apreciar que nunca se mencionó de esta manera más allá de los años 40-50 del pasado siglo XX. Incluso después, siguió apareciendo como ‘Camino de Bailén’, como así ocurre con el Proyecto de Clasificación de Vías Pecuarias, Vereda de Bailén, aprobado por Orden Ministerial de 24 de marzo de 1972 y elaborado por Manuel Gómez de las Cortinas en 1971: ‘…Deja dicha carretera del pantano por la derecha y, tomando como eje el Camino de Juan de las Vacas, sigue entre las parcelas de olivar de Contraminas, que quedan por la derecha, y las del Cerro del Algarrobo por su izquierda, llegando al abrevadero del Pozo de la Alameda. Continúa dejando a su derecha parcelas de La Colmenera, para tomar torciendo a la izquierda, el Camino de Bailén y, rodeando el pueblo por la Llanada, llega al Descansadero del Santo Cristo, donde termina’.

Y es cosa extraña que, de conocerse como romano, no apareciera con este apelativo en los diferentes documentos cartográficos, pues es de sobra conocido que los geógrafos y topógrafos del XIX, cuando comenzaron a elaborar las primeras hojas cartográficas y siempre que había una mínima mención de que un camino fuera romano o la memoria popular lo diera por romano, lo subrayaban en su hoja correspondiente como romano. Valga, a modo de ejemplo cercano, las diferentes hojas cartográficas que recogen el territorio del actual parque natural de Despeñaperros, donde diversos caminos vienen recogidos como ‘calzadas romanas’. No ocurre lo mismo en nuestro caso, donde, ya sea en los ‘catastrones’ del primer tercio del XX o en las hojas cartográficas del final del XIX y comienzos del XX, el camino siempre viene recogido como ‘Camino de Bailén’. Es el caso de los trabajos realizados para obtener el Catastro Parcelario bañusco. Dirigido por el Instituto Geográfico y Catastral, en su Polígono 19 y elaborado por el topógrafo Doroteo Martín Coromina en marzo de 1936, la calzada viene marcada como Camino de Bailén. Otro tanto ocurre con los trabajos realizados por la Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico, donde, en sus Mapas Topográficos 1:50000, hojas La Carolina 884 (primera edición 1895 y segunda edición 1919) y Linares 905 (primera edición 1901 y segunda edición 1915), viene a repetirse el apelativo Camino de Bailén para la calzada que nos trae.

Por tanto, aún con riesgo a equivocarnos, entendemos que el apelativo romano, quizá fundamentado erróneamente en el empiedro de su pavimento, es de origen moderno y no se popularizó hasta el segundo tercio del siglo XX, posiblemente durante las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX y en el marco que, por aquellos años, pretendía recuperar nuestros valores históricos y situar Baños de la Encina en el mapa de España.

Autor: David Medina Cruz
Catastrón, polígono 19

viernes, 25 de octubre de 2024

Una de Santos

Corrían tardes como las de hoy, de las que barren el verano y barruntan un otoño de lluvias. Y, pese a ello, la poca edad y la mucha sangre pedían calle sin el menor disimulo.

Las obligaciones militares habían ido reduciendo la compañía en los últimos Santos, así que la peña mermaba y la cara de los integrantes mudaba de un año para otro. Quizá, por todo aquello, los que agostamos en caladero fijo, como fue mi caso debido a exenciones con la milicia, nunca faltábamos a aquellas otras obligaciones, las de disparatar en una fiesta tan señalada.

Por medio, por la rueda de las cosas y los tiempos, nos desnudamos de los lastres de la tradición y nos quedamos en nada, sólo con la facha.

Hubo ocasiones en las que se sumaron amigos y compañeros de estudios, que un servidor tildaba de ultramontanos, aunque en realidad procedían de a tiro de piedra. Como fue el caso de Sergio e Hilario, que no tuvieron otra que comenzar la ‘santería’, de antemano y por su cuenta, faenándose una botella de anís en la mismísima puerta del Santuario, a la buena vista y severo juicio de mi tía Rafaela. ¡Qué desatinos! En otra situación, y no buen criterio, no tuvimos otra ocurrencia que ahogar el ‘cuatro latas’ de mi padre en Navarredonda después de menudear por el chozo de los panaderos. Por entonces, siendo el coche era una herramienta de trabajo, obligados a venir a pie y a toda prisa desde la Atalaya, armamos un trajín de dios que aún martillea en algún hueco de mi memoria.

Y en las cosas de abasto, cómo no recordar cuando nos avituallamos de mucho pan, algo de aceite y poca chicha. En materia grasa solamente llevamos dos pollos para asar, sin más aliño que nuestra mucha inexperiencia. Pan casi no faltó, pero en lo que respecta a las gallináceas, la primera la engulló la lumbre. Nada extraño, si consideramos que la parrilla que armamos era el espaldar de una vieja silla de madera. ¡Y qué contar del segundo! Siguiendo las trazas del precedente, nos lo hurtó un perro tan pulgoso, que no envidiaba calamidad alguna al mismísimo podenco de don Alonso Quijano. El bicho se lo tragó sin el mayor pudor.

En otra ocasión, con borrasca por medio y metidos en un enorme barrizal, hicimos de perdidos al río: medio chasis de la moto de Félix acabó en los asientos traseros de mi Simca…, y allí hubiera quedado por toda la eternidad de no haber enviado aquel endiablado, y blindado 1200, al desguace.

Pero un año en las que las vacantes fueron numerosas, por no faltar a las buenas costumbres, también porque mi primo Dioni y yo nos aferrábamos a un hierro ardiendo en estas cosas de montar un sarao, armamos la de Cristo a partes iguales con Atila. Andamos por media sierra como nómadas errantes y sin rumbo. De peña en peña, nos dio por dejarnos caer por esas sierras de dios en su ‘cuatro latas’, que por cierto era más fiable que el mencionado más arriba. Poca compañía llevamos. Una buena ristra de chorizos, mucho pan paterno, algunos litronas de la tiendecilla de Manuela y una doble e impenitente cinta de Egin, préstamo del Torreño, que no paró de sonar en el maltrecho radiocasete y nos dejó buena herencia: un verdadero desconcierto musical.

Aquellos no fueron unos Santos de ir a preparar el chozo, echarnos la manta a la cabeza y no edificar nada, como otros que les precedieron cuando la partía andaba completa, con Juan y los Merguis. O de otras ocasiones, en las se sumaron Juan Carlos el Pelao, Félix y Juan Carlos el de la Bomba, o como cuando nos acompañó el Toni de Santanita. Estos fueron unos Santos de echar un rato a pie de la lumbre sin organizar ningún dislate, al menos fuera de lugar, pero donde no faltó cerveza y las muchas voces. Ahora, eso sí ¡los chorizos sudaron como nunca y dieron para mucho concilio! Faltó pan.

Los Santos duraron varios fines de semana, que fueron de mucha bulla y ningún tropiezo. En cierta manera fueron raros, como ningunos otros, ¡únicos! De los que con seguridad ya nunca repetiremos.

 


jueves, 26 de septiembre de 2024

De cuezos, raederas y otros útiles panaderos

El crío, encaramado en su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y achaparrada caldera, o quizá con un cetáceo ocre que eructa persistentes volutas de vapor e impregna la madrugada con un olor a pan caliente y azúcar tostada. El lugar es acogedor, le recuerda el caluroso abrazo de la madre que apenas tuvo. Rompiendo la oscuridad, al fondo, centellean las brasas de la hornilla, y en el obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas dos codos sobre los cuarterones de madera en los que el padre bolea una hilera interminable de hogazas. Junto a la mesa, emerge una oronda artesa labrada con el corazón de una encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de panes. En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta hurtada a la desmemoria o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho y, sobre la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos de plata, se derrama un soneto de luz.

Encadenado a su pitillo y ajeno al examen del menor, cortando con la ‘raera’ porciones de masa de un plastón, el padre bolea pacientemente panes a dos manos.  Sin más interrupción que espantarse los restos de ceniza del pecho, los va situando ordenadamente sobre el ‘tendío’, una tela de lino, enharinada, que cubre un tablero de madera de pino. Tras dejarlos fermentar unos minutos, para que cojan cuerpo, agujerea una cara con la piquera y les hace un corte en cruz en la cara contraria. Ya en el interior del horno, el corte cogerá greña certificando el éxito de la cocción. Pasados los años, cuando la elaboración de este pan bobo o calatravo era testimonial, cuando apenas resistía la ‘Gertru’, la madre del Joselito ‘el francés’, mi padre me comentaba que, de no ser así, él seguiría cociendo al menos un pan de esta guisa, pues, como hacía el maestro alfarero antes de sellar el horno para realizar la cocción, la repetición de aquella liturgia aseguraba el éxito de la hornada.



viernes, 2 de agosto de 2024

El empedrado del santuario de la Virgen de la Encina

Segregando los elementos que forman el empedrado, encontramos una cruz solar de cuatro brazos iguales que acoge, en el interior de su círculo, una estrella de ocho puntas.

La cruz solar suele representar, como número cuatro, el ámbito de lo terrenal, lo humano, y, en este caso concreto, el ciclo del tiempo representado en las cuatro estaciones, pero también el cuatro que resulta de los dos equinoccios (primavera-otoño) y los dos solsticios (invierno-verano).

Por su parte, la estrella de ocho puntas -el ocho, símbolo celestial-, está muy presente desde la antigüedad en todo el ámbito del Mediterráneo, desde la diosa babilónica Isthar a la Venus romana. Y en todos los casos, como representación de la fertilidad. En el marco cristiano es símbolo de la virgen como lucero del alba (venus) y, en este caso, en relación con nuestro santuario, totalmente vinculada, como las que la precedieron, con el símbolo de fertilidad.

Por tanto, hay dos planos, el humano en cuanto se refiere a la rueda del ciclo agrícola anual, a las eventualidades que sufre, desde sequías a plagas; y el celestial, representado por la estrella y la virgen, que ofrece su protección y aseguran la bondad de las cosechas…, en este caso al creyente.

Por meterme como elefante en cacharrería, igual que en la antigüedad, el culto popular sitúa en un plano superior a la diosa madre.



sábado, 13 de julio de 2024

Al pozo de la Vega

Reanudamos la marcha para dejar atrás la caída final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito, pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra, la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin alma.

Como quien intuye que su destino final se acerca, nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del polvo de sus caminos.