El crío, encaramado
a su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y oronda
caldera, o quizá con un cetáceo de color ocre que eructa persistentes volutas
de vapor e impregna la madrugada con un olor a pan caliente y azúcar tostada.
El lugar es acogedor, le recuerda el caluroso abrazo de la madre que apenas
tuvo. Rompiendo la oscuridad, al fondo, centellean las brasas de la hornilla y del
obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas dos codos
sobre los cuarterones de madera donde el padre bolea una interminable hilera de
panes. Junto a la mesa, emerge una oronda artesa labrada con el corazón de una
encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de hogazas.
En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto
tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades
junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio
que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa
polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras
dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el
lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina,
destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma inacabada, una receta hurtada
a la desmemoria o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, un
calendario descolorido conserva impreso el borrador de un viejo refrán y, sobre
la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos cobrizos, se
derrama un soneto de luz.
Encadenado a
su pitillo y ajeno a la mirada del crío, el padre, armado de una raera, corta porciones de un plastón y bolea panes a dos manos. Sin sacudirse la salpicadura de ceniza de la
pechera, con orden, sitúa las hogazas sobre un tendío, una tela de lino, enharinada, que cubre el tablero de
madera de pino. Tras fermentar unos minutos, para que el pan cogiera cuerpo, agujerea
una cara con la piquera y, dándoles la vuelta, les hace un corte en cruz en el
envés. En el interior del horno, el corte cogerá greña certificando el éxito de
la cocción. Pasados los muchos años, cuando el pan bobo o calatravo ya era testimonio
a pérdidas, Bartolo lamentaba su falta. Para el panadero, el corte de aquella
guisa, como para el maestro alfarero trazar la cruz antes de sellar el horno, la
repetición de aquella liturgia, aseguraba el éxito de la hornada.
En los días
que corren, cuando sabemos de aquellas maneras históricas de conjurar el éxito
de las empresas, quizá imbuidos por una creencia macabra y a todas luces incomprensible,
llegamos a pensar que cada una de las cruces de calvario que salpican nuestro callejero
representan un túmulo funerario, un hito fúnebre que quisiera evocar un duelo a
muerte en el rincón más recóndito y en la noche más lúgubre. Nada más lejos de
la realidad y tradición, la comunidad, por su propia naturaleza y viendo siempre
el vaso medio lleno, fue señalando estos calvarios con la férrea creencia de
que aquello le traería salud, protegería su hacienda y le aseguraría un lugar a
la vera de Cristo. Aquello, como antes alquerques, tréboles y herraduras, fue
un símbolo protector cargado de esperanzas. Y metidos en faena, me dio por
realizar un primer inventario de las cruces y calvarios con el objetivo de
comprender la manera de pensar y hacer de nuestros mayores. El artículo
completo, más extenso y con detallado reportaje fotográfico, se podrá leer en
la revista cultural Argentaria.
Aunque muchas de estas marcas pasan desapercibidas para el ojo que no mira, para el turista que no participa de lo cotidiano y tan sólo busca un selfi, en una primera inspección he localizado medio centenar de calvarios y cruces. De ellos, una veintena están localizados sobre el dintel de una portada. Y de estos, un buen número de calvarios están grabados en una viga de piedra de buenas dimensiones y una sola pieza, cruz tallada en bajo relieve e incrustada en un tondo cincelado a hueco relieve, peana triangular o semicircular y presencia de una fecha que, en buen número, gira entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y podría indicarnos su antigüedad. Es el caso de un molino almazara en calle Trinidad 10 o casa en Santa María 14, entre muchos otros. Esto nos lleva a relacionar su construcción con dos momentos de cierta relevancia histórica. De una parte, la desamortización conocida como de Godoy que, implementada bajo el reinado de Carlos IV (1798), en nuestro pueblo afectó principalmente a las propiedades de la fábrica de la Iglesia. En segundo término, la Guerra con los franceses, con todo lo que supuso de destrucción social, económica y edificatoria. El primer acontecimiento permitió la entrada de capitales y población, y, consecuentemente, una vez que el territorio se pacificó, favoreció una ola de nuevas construcciones, tanto de las relacionadas con la industria aceitera como con las viviendas solariegas.
Por otra
parte, siguiendo con los calvarios sobre dintel, nos encontramos ciertas
singularidades que rompen la norma descrita más arriba, ya sea por las formas
de la peana o de la cruz, por la presencia de elementos decorativos o por el
grado de laboriosidad del marco que acoge al calvario. Son numerosos los casos,
pero, por citar los más sobresalientes, apuntar aquellos que tienen una peana
diferente, muy notoria, como ocurre con la Casa Herrera Cárdenas, en La Carretera,
donde la cruz arranca de un sagrado corazón integrado en el anagrama de Cristo;
o aquellos relacionados con la forma de la cruz, donde destaca la presencia de cruces
flordelisadas, que más que cruces nos parecen espadas. Así sucede con la casona
Benavides, en calle Isidoro Bodson, y otra en la calle de la Cruz, 35. Estos ejemplos
son testimonio de la presencia calatrava en el pueblo, que no de la inclusión
del territorio bajo una encomienda de la Orden. Por su parte, no son menores
las situaciones en las que elementos decorativos, favoreciendo el orden y la simetría,
flanquean el calvario mediante la introducción de rosetas, flores de seis
pétalos y tondos, sin contenido o con la presencia de fechas y/o anagramas de
Cristo y María, como así ocurre en calle Iglesia, en el antiguo casino de
Ramiro, o en Plazuela del Rosario. Caso aparte son las situaciones en las que
el dintel está segregado en clave y dovelas laterales, estando el calvario
cincelado sobre la clave central, o no, según caso. Aunque son cinco los ejemplos
identificados, destaca la casa de Amalia, en Amargura.
Entendidos
en su totalidad, la presencia de estos calvarios adintelados tiene como
objetivo hacer de la casa, taller o molino un templo de virtud, cuyo fin último
es propiciar la salud física y moral de los que habitan bajo el mismo techo y
asegurar el éxito de sus empresas. El dintel, como una extensión de la iglesia,
marca la frontera entre lo profano, la calle, y lo sagrado e íntimo, el
interior de la vivienda.
Las cruces
incisas, sencillas, fundamentalmente sin peana o latinas simples, y en mayor número
grabadas en las brencas de puertas y portones, forman el segundo grupo con
mayor presencia. Son muy numerosas, como así ocurre con la casona de los
Delgado de Castilla, en Isidoro Bodson o Donosa, con tres ejemplares, una de
ellas invertida, situada en el frente de fachada y a la altura de la primera
planta. Comprendidas también en este género, contamos con algunas situaciones
en las que se rompe la norma. Así ocurre con la cruz de la escalera del torreón
del santuario, en la Virgen de la Encina, al exterior, que viene acompañada de
varias marcas lapidarias de posición, las que indicaban al alarife cómo situar
los sillares en el conjunto de la fábrica; la cruz de bóveda de la Barber Shop Ramos, por otra parte, edificio
histórico que acogió la Tercia del Patronato del Cristo del Llano; o las cruces
invertidas que podemos observar en la casona de los Medinilla, en calle
Fugitivos, o la que está cincelada en un sillar esquinero de la torreta-contrafuerte
de la sacristía de San Mateo. Aunque son de difícil interpretación, su
presencia podría estar relacionado con la humildad y alguna penitencia del
vecino, representando a menudo el martirio de San Pedro, que pidió ser
crucificado al revés que Cristo. Es decir, cabeza abajo.
Considerando
que están ubicadas en las puertas de los edificios, tanto religiosos como
domésticos, podría afirmarse que las cruces están relacionadas con la acción de
persignarse, entendida esta como el acto de realizar la ‘señal de la cruz’, al
entrar o salir, mientras se ora o invoca a Cristo como respuesta a promesas y
ritos individuales. Esta práctica no es exclusiva de los cristianos, se da
también en otras religiones como ocurre con el judaísmo y la mezuzá, una cajita de madera que
contiene un pergamino con dos versículos de la Torá. El receptáculo se coloca
en la brenca derecha de las puertas y, cuando el vecino entra o sale, tiene el
deber de poner su mano sobre él. Funciona como pieza protectora de las puertas
de Israel, frontera entre la privacidad doméstica y el carácter público de la
calle. El acto de tocarla es una manera de prepararse, de acorazarse bajo la
protección de Jahvé, frente a la vida
pública y sus asuntos.
En el global de las cruces y calvarios incisos, anotar la presencia de
algunos muy elaborados, con una fuerte carga simbólica. Así ocurre con dos cruces
de calvario de bonita talla y peana escalonada, con tres peldaños, que nos
recuerdan a la silueta de la Cruz de las Azucenas. Una de ellas está cincelada
en el dintel de la casa familiar de los Muñoz-Cobo, en calle Fugitivos;
mientras que la otra, recruteceada en
brazos y cabecera, está situada en un sillar esquinero, en altura, del crucero
de San Mateo por la parte de la Epístola. Tan elaborados como estos calvarios, aunque
con diferente factura, encontramos una cruz en la Puerta del Sol, en la
parroquia de San Mateo, muy primitiva y situada en la brenca derecha exterior,
donde aparece flanqueada por dos sencillos obeliscos. Otra, de compleja
factura, la encontramos en la lonja de San Mateo, junto a la capilla de las
Ánimas. Bastante desdibujada, presenta un calvario formado por cruz central
flanqueada por obeliscos, que representan el poder, y compleja interpretación.
En cierta manera, entiendo que, con su presencia, se prolonga el lugar para
acogerse a sagrado más allá del interior de la iglesia, incluyendo el espacio cercado
por la lonja del Perdón. Una tercera, aparece en el frente de la brenca
izquierda de la puerta del santuario de la Virgen de la Encina. En la piedra,
podemos identificar un calvario complejo, algo impreciso, que podría
representar el globus cruciger, una
esfera del orbe rematada por la cruz. Podría simbolizar el dominio moral de
Cristo sobre el mundo.
Muy
interesantes, son los calvarios relacionados con el agua. La marca lapidaria, que
es protectora y está cargada de buenaventura, ampara la abundancia y espanta
las enfermedades en el caso de fuentes, abrevaderos y manantiales, y favorece
la fertilidad de las tierras de cultivo cuando los calvarios están cincelados en
el armazón de las norias. Encuadrado en la primera tipología, tenemos el pilar
de San Mateo, donde encontramos un calvario muy elaborado acompañado de una
herradura, símbolo protector que representa la buena fortuna y es origen pagano.
Agrupados en el segundo grupo, vinculados a las norias, hemos identificado dos
casos de calvario. El primero está cincelado sobre la cara exterior de un
‘marrano’, en el interior de la noria de la huerta de Penecho. La calidad de su talla nada tiene que envidiar a los magníficos
calvarios adintelados que vimos más arriba, los que surgieron en el marco de
las desamortizaciones de Carlos IV y la Guerra con los franceses. El segundo, enormemente
sencillo, aparece inciso en un bolo de río y participa del bordillo que da forma
al andén de la huerta de Los Gatos o de Maquilera.
En cierta manera se asemeja a una cruz ‘tau’, pero su singular peana
semicircular atravesada por el madero vertical recuerda al basamento de los
calvarios grabados en el pilar de San Mateo y la puerta del Sol. La cruz está
acompañada por dos cruces laterales muy esquemáticas, tanto, que podrían confundirse
con pequeñas estrellas o lauburus de traza muy simple.
Singulares,
que no rarezas, son algunas de las cruces que he identificado en diversos
lugares. Así sucede con el calvario presente en la cámara de la casona de los
Escalante, que, funcionalmente, servía para ventilar y climatizar el
habitáculo. En segundo término, está la cruz tallada sobre la tapia del
castillo, en su interior, que hacía las funciones de estela funeraria de una
antigua tumba del castillo, de cuando la fortaleza lucía como camposanto. Un
tercer caso, aunque en la actualidad no puede apreciarse tras ser eliminada en
los primeros setenta del siglo XX, lo representa la cruz pintada en blanco que engalanaba
la fachada de la Casa Grande, a la
derecha de la portada. De un tamaño más que representativo, contaba con peana
triangular que apenas se insinuaba.
Y para
rarezas, el conjunto de cuatro cruces, o cruciformes antropomorfos, que catalogué
junto con mi amigo Francisco Merino Laguna. Localizados en el entorno de
Peñalosa, poblado argárico asignado a las culturas de la Edad del Bronce, están
situados junto a un altar labrado en la pizarra. Horadada de cazoletas, la losa
está orientada a levante. Más o menos elaborados, todos responden a un mismo
modelo: están grabados mediante la técnica del hueco relieve y cincelados sobre
pizarra, los brazos y la cabecera acaban en triángulo o círculo y se elevan
sobre peana triangular. En uno de ellos la cruz es simple, pero con peana, y
otro tiene muy deteriorado la mitad superior. Con trazo grueso, podríamos pensar
que corresponden a un periodo relativamente cercano, un marco temporal que iría
desde la Edad Moderna a la Contemporánea. Por tanto, se podrían identificar
como calvarios, pero hay una serie de aspectos que lo ponen en entredicho. En
primera instancia, el lugar no tiene más ocupación humana que la perteneciente
a la Edad del Bronce, no hay ninguna otra. Pero, además, desde el punto de
vista formal, hay ciertos detalles que los acercan a los antropomorfos conocidos
y asignados a las Edades del Cobre-Bronce y los distancian de los calvarios
cristianos. Veamos. De uno de ellos, de los extremos del travesaño, cuelgan
líneas verticales que distorsionan totalmente la idea que se tiene de un
calvario. Por el contrario, esas formas, lo aproximan a la silueta de las
figuras antropomorfas que caracterizan el arte rupestre prehistórico. Junto a
esta particularidad, que se suma a la presencia de un altar prehistórico de
cazoletas, aparecen otros elementos de carácter pagano, como son reticulados y
alquerques de un tamaño diminuto, minúsculo, con seguridad portadores de un
carácter protector y origen prerromano.
Como interpretación
global, siendo la cruz una herramienta ideológica de la Contrarreforma, el clero
usó la cruz en las actividades litúrgicas y la arquitectura hizo uso de ella en
las representaciones artísticas. Paralelamente, para el pueblo llano, la cruz adquirió
connotaciones mágicas, como antes las tuvieron otros símbolos paganos, caso de
alquerques o herraduras, y se utilizó como marca protectora para reducir las
calamidades que producían las tormentas, propiciar buenas cosechas, proteger el
éxito de la molienda o defender a la vecindad contra el maligno. Con seguridad,
algunos de los calvarios y cruces grabados en nuestras calles debieron ser
tumulares, fúnebres, pero quizá fueron las menos y es posible que hayan languidecido
bajo el peso del tiempo, igual que ocurrió con el recuerdo de aquellos difuntos.
Mientras tanto, haciendo de la memoria un valor histórico, debemos conservar,
valorizar y seguir creyendo en la utilidad de estas marcas lapidarias, pues
surgieron de unas creencias que hoy hemos emborronado y erróneamente
desmitificado.
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