lunes, 15 de diciembre de 2025

El santuario de la virgen de la Encina, preámbulo

La suerte de los que ya calzamos cierta edad es que, poso sobre poso, vamos acumulando un lecho de gratos recuerdos y un filón de conocimiento, aunque también se almacena alguna cicatriz sin cauterizar. Pero con el tiempo, la memoria, desbordada por las arrugas, es como ánfora reseca y agrietada a la que se le escapan los recuerdos por las fisuras. Los que quedan, a la sombra otoñal, languidecen y se enmarañan de tal manera que no llegas a reconocer con certeza cuando sucedió cada trasunto. Hay situaciones en las que, casi sin quererlo, llegas a situar la vuelta por delante de la ida. No es que la amnesia sea generalizada, pero con el santuario de la virgen me ocurre un tanto así. Lo más probable es que fuera en romería cuando pisé por primera vez las inmediaciones de la ermita, y hasta la propia iglesia, de hecho hay prueba fotográfica de la situación, pero no es ese el recuerdo más profundo que tengo del lugar. Lo mismo yerro, pero andaban los ochenta en sus prolegómenos cuando me llegó la noticia de que dos paisanos, Andrés y Juanito, andaban hurgando por los alrededores de la ermita armados de picola, palustre y cucharro, concretamente en lo que ahora conocemos como la villa romana. Y uno, que ya intuía querencias por la Historia y poseía una bicicleta derbi Rabasa por estrenar, tarde con tarde me acercaba a olisquear cómo llevaban la faena. De entonces, aún guardo en cualquier rincón olvidado algún trocito de estuco coloreado.




lunes, 8 de diciembre de 2025

El pozo de noria

En la hondura de la vega, Patricio me invita a sentarme y amarrar inquietudes, a disfrutar de la quietud de los ruedos, un enclave fondeado en los rescoldos de la memoria del lugar. Junto al pozo, acomodados al rebufo de su agua generosa, —me dice—, hay ocasiones en las que el pueblo podría parecernos un hormiguero disparatado, una barcaza sin timón. Bullimos día con día como si la vida se nos fuera en un suspiro, —sentencia—. Imbuido por aquellas reflexiones, me asomo al negro fondo del hueco por oler la húmeda soledad de la cisterna. Inalcanzable, la oscuridad se hunde bajo sus herrajes queriendo alcanzar la profundidad del averno. Un soplo de aire frío y repentino, quizá dulce, me golpea en la cara creando sensaciones encontradas. Es posible que sea una idea cuajada en mis primeros años, un desatino sin sentido, pero desde el primer momento me atrajo asomarme a la cuadratura de la boca de estos anchos y destartalados aguaderos para oler a umbría y agua queda, para recordar la fresca quietud del hontanar que ya no es doblado por el imperio de los sondeos intensivos que día con día han vaciado el acuífero. Ahora, que sólo hay sequedad y cantos de chicharra, el pozo quiere evocar lo que fue: humedal. Cuando escudriño en sus honduras, tengo la sensación de que la vida se nos escapa en silencio, lentamente y sin apenas dejarse notar, como cuando nos abate el sueño de la primera madrugada. Una rana, que busca cobijo entre las juntas del enfundado de piedra seca, me trae a la realidad, a la charla con el parroquiano y a los calores de la media mañana, que ya aprietan. Y allí, en el bordillo del andén de la noria, sobre un bolo de cuarzo, observo la presencia de un calvario sencillo cuyo diseño podría parecer infantil.



viernes, 5 de diciembre de 2025

A vueltas con un alquerque de san Vicentejo, Burgos

Cuando te crías sin madre creces prácticamente desarmado, con la única defensa que te dicta el instinto. La soledad y la desprotección, la ausencia de abrazo, te obligan a buscar el mínimo ruido que te guíe en la profundidad del silencio y la luz que te ilumine la senda en la hondura de la noche. Y en esa coyuntura, te agarras a lo más insignificante para caminar bajo la custodia de su inexistente coracha. Algo similar le sucede a la humanidad. Cuando abandona el natural regazo de la madre tierra, derriba uno a uno los pilares que argumentaban su dependencia para romper el hilo de vida que los mantenía unidos. El alma queda desampara, en nada y con nada. Bueno, sí, con la avaricia, la ira y la soberbia, llegará a envidiar un mundo que fue y ya no será. Y es entonces que necesita agarrarse a cualquier asidero, quizá a una vanidad huera que se expresa en un rayajo mal pintado o en un simple agujero cóncavo.

Hay quien cuenta, quizá ensoñando, que estas retículas y dameros, los alquerques, trajinan con secretos encriptados, que el tablero, en lo más profundo de su entramado, representa una ciudad atlante o un castro calcolítico y laberíntico, de ahí el triple recinto del alquerque de nueve. También podría escenificar la Jerusalén celestial o el templo salomónico; o, ya puestos a desvariar, cabría la posibilidad de que fuera un reflejo onírico, un destello de luz del mundo astral. Hay quienes, con los pies en la tierra, hablan de estrategias militares encerradas en sus adentros o de fórmulas matemáticas que se pierden en la hondura de los tiempos y describen, para quien sepa interpretarlo, las maneras más seguras de edificar aquello que nadie entiende cómo aún puede seguir en pie.

Antolín, un viejo amigo trashumante, de Guadalajara para más traza, sabio de tierra, pastos y caminos, un hombre que no siendo de elevada estatura era apretado de huesos y reseco de carnes, me dice que los rayajos le recuerdan cosa de juegos pastoriles. Pese a sus muchos años, el buen señor era de pelo fuerte e hincado, hecho y rehecho a los fríos de Serranía. Pero el tipo es forofo del Real Madrid, no sé si tomarlo a cuenta en estos asuntos. Lo recuerdo de mis años chicos, de cuando arreglaba cuentas junto a mi abuela en el despacho de pan de mi padre. Ella atendía vendiendo hogazas, barras y tortas de aceite, daba charleta a las parroquianas y le deshacía la carta de recomendación a cualquier forastero que cayera por allí buscando un coscurro de pan para bocadillo. No era asunto de azar que la parada de autobús estuviera frente a la tienduca, a pie de ermita, y que por allí pasara cualquier novedad y personaje venido de nuevas. —¿Tú no eres de aquí?, —saludaba mi abuela como si, para los cuatro gatos que éramos en el pueblo, cada cual no se conociera su rabo—. Uno, callado y encaramado a una caja de plástico para llegar a la altura del mostrador, a renglón seguido les hacía y deshacía la dolorosa a la concurrencia. Cosas de los tiempos, cada cual del suyo. Mi abuela nunca pisó una escuela. Ni falta que le hacía, decía recordando las palabras de su progenitor. Lo dicho, otros tiempos. Y como por allí pasaba cualquiera, un buen día, con la recién estrenada línea de autobús de Jaén a Baños, de la Sepulvedana, llegó por allí un buen hombre, conductor para más señas, abriéndome un agujero al mundo. De charla amena y la revista ‘Viajar’ bajo el brazo, casi sin darme cuenta voló en mil pedazos mi reducido mundo y ensanchó mis horizontes. De una parte, frente al mostrador, aquel señor de poco pelo y mucho mundo, en la otra, detrás del expositor, un crío que apenas llegaba a comprender que la tierra era redonda. En una esquina del mostrador, la que daba a la cuadra de mi tío Dioni, junto con las lecciones arrumbadas del día anterior, quedaron las revistas y sus enseñanzas, como una puerta a la utopía de un chiquillo que nunca creyó que caminaría tan lejos.

En lo que estábamos. Pues allí, a pie de mostrador, mientras Antolín hacía tiempo para que llegara el autobús, la pava que se decía, echábamos un rato de parloteo. Casi siempre de fútbol. Pero, según fui tachando años, comenzaron a interesarme otras cuentas y otros cuentos, y comencé a ser consciente de no saber nada de las cosas que en verdad te aferran a la tierra. Aún hoy, me digo, ¿sabrán mis chiquillos qué cerros rompen nuestro horizonte y qué ríos nos abren cuencas y valles de a tiro de piedra? Bueno, esos son otros carriles llenos de baches. El buen hombre me contaba sus andanzas en vereda y me enseñó a discernir que no todos los pastores calzan el mismo morral. Como aquellos cinco, me decía, cuyo hato pastaba en los escarchales de la Navamorquina. Una tarde noche, en un instante, aquel recóndito rincón del mundo quedó envuelto en la más oscura soledad, asaeteado una y mil veces por una trepidante multitud de aguijones eléctricos. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de las inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores dejaba pasar el temporal sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de leños de encina. Los unos, tres de ellos, junto al hogar e imaginando ser caporales cuando no pasaban de zagales, desafiaban la tormenta tirando de baraja y bota; y otros dos, más temerosos de Dios y de sus advertencias, dormían en el catre colocando las alpargatas y su propia vida sobre la farfolla del colchón. Estando en aquellos trajines, mientras pastoreaban con vino los unos y sesteaban con temor los otros, un rayo tuvo el alcance de partir la torruca en dos y dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban cantando por bastos.

            —Molino, castro o lobos, da igual como los llames, estos alquerques no son otra cosa que tableros de juego, —me insistía—, como los que puedes ver tallados en los bancos de piedra de detrás de la ermita, donde las ‘Casas Baratas’.

            —No sé, —recuerdo ahora con palabras que entonces no eran mías —. Hay otros, como los que tengo localizados en Peñalosa, chiquitillos donde los haya, o aquel otro, el que separa dos casonas en el Cueto, en el lindero de ambas y a la altura de la cámara. Y no te digo nada del que tengo visto, como rayado, sobre el mortero de cal de una torre del castillo, o de otro minúsculo que vi días atrás en la base escalonada de un crucero, en la vecina ciudad de Porcuna. No, no me cuadra, —le decía yo por quitarle razones, pero también por el último mal rato que, como martillo en yunque, me recordaba del Vicente Calderón. Ahí tienes la prueba —le insisto indicándole una fotografía de un número de la revista Viajar—, en esta iglesia de San Vicentejo. ¿No lo ves? Junto a un alquerque de doce también hay tallado un crucero: ¡¡ambos símbolos son protectores de dos culturas diferentes!! Eso sí, respetándose y sin malograr el uno al otro. En estas cosas, como en el mal de ojo, no hay que andarse con juegos, —subrayó, como pedrada dada a buen tiempo.

Mi abuela, ajena a toda aquella palabrería y creyendo que hablábamos de almas en pena, no sabiendo de números ni de matemáticas, pero sí de las razones de lo cotidiano, —me dice— fíate de los muertos, que esos nunca vienen para hacerte daño. De quien debes guardarte es de los vivos.

Sillar con alquerque de doce y calvario, iglesia de san Vicentejo. Autora: Rosa Cruz.


Tablero del juego de los lobos tallado por Lore Rodríguez.

Dedicado a mi buena amiga Rosa Cruz, para que siga disfrutando de cada nueva caminata de la mano de su hijo.


viernes, 14 de noviembre de 2025

Hisn Banya

Contrariamente a lo que pueda parecer, el nombre del pueblo, enclavado en las estribaciones meridionales del macizo de Sierra Morena, no tiene su origen en la presencia de algún balnea o alhama renombrado e identificado, tampoco en la abundancia hídrica de su entorno o en la presencia de aguas minero medicinales con propiedades terapéuticas reconocidas. Ninguna de esas situaciones se da ni se ha verificado documental o históricamente. Es una realidad que gran parte del conjunto histórico está horadado por un rosario de pozos que, sin certeza absoluta, podrían superar la cincuentena. A esa cantidad, se suma un número menor de pozos y alcubillas repartido por el frente sur del pueblo, de este a oeste, y en el norte con localizaciones puntuales —véase Nuevo, Vilches, de la Serna, de la Vega, Charcones, Luzonas, Alcubilla y Pocico Ciego—. En todos los casos, estos fontanares ofrecen agua salobre nada apta para el consumo humano directo, aunque, por el contrario, eran excepcionales para la elaboración de pan.

Contrariamente, las aguas que manan de diferentes puntos de la periferia urbana son de muy distinta calidad, como es el caso del pozo de Huerto Lucero o los veneros de La Pizarrilla, el Pilar de la Virgen y la fuente del Barranco del Pilar. Esa misma es la situación de las distintas fuentes históricas localizadas en el barranco de Valdeloshuertos —Cayetana, Socavón, Pacheca y Salsipuedes—, de las que tradicionalmente se ha suministrado de agua potable la población de Baños. Pero, en todos los casos, son fuentes menores que apenas daban para el abastecimiento del conjunto de la vecindad. Así nos lo venía a confirmar el ingeniero Dupuy de Lôme, mediante un estudio realizado en la década de los veinte del pasado siglo (1924):

‘… A pesar de tener Baños de la Encina unos 3.200 habitantes y debido a su riqueza olivarera varias fábricas de aceite que consumen un caudal importante de agua no tiene abastecimiento de agua propiamente dicho. Unas casas se surten de pozos situados dentro de la población a pesar de ser estos de malas condiciones higiénicas y otros vecinos van a buscar el agua a fuentecillas situadas fuera del pueblo, algunas a bastante distancia, y todas de caudal muy corto sobre todo en la época de estiaje’.

Por otra parte, es una realidad que la fosa de La Campiñuela contiene un enorme acuífero, un reservorio hídrico del que sólo se ha podido extraer agua recientemente y mediante complejas técnicas de extracción que la obtienen, y quizá abusivamente, a más cientos de metros de profundidad (sondeo y bombeo). Algo similar ocurre con la cuña de terreno que, de levante a poniente, barre el piedemonte del pueblo y flanquea el cauce intermitente del arroyo de los Huertos, en origen del Berrocal. Aunque pueda no parecerlo, el espacio se corresponde con una antigua zona de cíclica inundación que acoge en su seno enclaves cuyo apelativo confirman su carácter como humedal fosilizado: Cantalasrranas, Colmenera, Renacuajares, Charcones y Valdeloshuertos. Lugares, por cierto, donde se contabiliza el mayor número de antiguas norias, desde la de la huerta de Penecho a la del Morito, pasando por otras de entidad como las de la huerta Zambrana, Matigüelas y Antero, entre otra veintena.

Desde la vertiente cuantitativa, el volumen de aguas de nuestros veneros es insignificante si los comparamos con fuentes de la vecindad provincial, como es el caso de Sierra Mágina. Así es, en esta comarca, cada pueblo se ha erigido sobre la generosidad de hontanales de enorme fecundidad. Valga como ejemplo el manantial de la Fonmayor, en Torres; o, más cercano a nuestros pagos, en La Loma, las arcas que han suministrado el abastecimiento a las ciudades históricas de Úbeda y Baeza, o el manantial que ha surtido de agua al balneario de Canena. Aún más próximos a nuestra localización, tenemos los veneros del barranco de Valdeazores, La Aliseda y La Cerecilla, todos ellos en territorio del parque natural de Despeñaperros, que ponen en cuestión la posible bondad hídrica del entorno bañusco.

Efectivamente, así es, no hay indicios sólidos de que el nombre del castillo, y por ende del pueblo, derive de la existencia de un importante conjunto termal más allá de la presencia testimonial de algún pequeño balnea puntual, digamos de ‘andar por casa’, como son los casos de las villae de la Virgen de la Encina y Santa Amalia. Por el contrario, según las últimas investigaciones, el apelativo de ‘baños’ podría derivar de la repetición fonética de una voz árabe. Veamos. Castilla, en su primer contacto con el lugar, debió escuchar, y asimilar, el nombre árabe con que era conocida la fortaleza que, por entonces, se elevaba en el Cerro del Cueto reutilizando las fortificaciones históricas anteriores, el altozano que fue germen histórico del núcleo urbano actual de Baños de la Encina. Si su apelativo hubiera derivado de la presencia de unos baños o termas, hubiera sido una más de las alhamas o alhamillas que salpican la geografía del sur de la Península. Con la información que hoy dispongo —auxiliado por la Doctora y amiga Ana Sánchez Medina, profesora de la Escuela Oficial de Idiomas Axarquía de Vélez-Málaga—, esa voz, la que debió identificar para almorávides y almohades el castillo y lugar de Baños, podría tener su origen en ‘banya’. La voz, cuya génesis está en el árabe clásico, en castellano y literalmente vendría a traducirse como ‘fortaleza con profundas raíces históricas, antigua o con mucha historia’. Las diversas excavaciones arqueológicas realizadas en el interior de la fortaleza, también en las inmediaciones del castillo, ponen de manifiesto la riqueza histórico-cultural del lugar y certifican la posibilidad de este apelativo: la presencia humana ha sido prácticamente constante, aunque con pequeñas interrupciones temporales, desde una etapa tardía de la Edad del Cobre hasta la edificación de las murallas actuales del castillo. Valgan como testimonio el poblado argárico del Cueto, la pequeña torrus ibérica, el templo funerario romano o los testimonios defensivos y funerarios de carácter emiral presentes en el Cueto. En conjunto, todas las estructuras han dado forma a los diferentes horizontes históricos que han configurado el complejo del castillo de Baños de la Encina. 

Los castellanos, afincados en el frente de conquista y con Sierra Morena de por medio, debieron escuchar esta voz, la de banya, aproximadamente durante un siglo, el periodo que el macizo mariánico contó con el estatus de frontera, el intervalo de tiempo que transcurre entre el Poema de Almería —1147— y la entrega definitiva de la plaza de Baeza al rey castellano Fernando III —1227—. Las hordas ‘reconquistadoras’, a fuerza de pronunciarla con imprecisiones, provocarían la evolución del sonido de la siguiente manera: Banya > Bannos (o Vannos) > Baños; de igual forma que lo haría su gentilicio bani-osco > bañusco, donde ‘bani’ es la raíz y ‘osco’ el morfema que indica procedencia, un gentilicio cuyo génesis se origina en el castellano más primitivo.

Fuente: Dirección General del Turismo (1967)

martes, 4 de noviembre de 2025

La Venta de los Palacios en el camino del Muradal, y 6

6. Conclusiones.

Durante los siglos XIII al XVII, la Venta de Los Palacios fue un punto de referencia en las comunicaciones entre La Mancha y Andalucía a su paso por Sierra Morena. Fue albergue de viajeros y posada de milicias en una zona tradicionalmente despoblada por la presencia y negativa incidencia de los bandoleros o “golfines”, un lugar donde acechaba permanentemente el peligro.

La Venta se ubicaba junto al camino del Puerto del Muradal, vía tradicional de paso desde la antigüedad, en un lugar conocido como Jarandilla, donde ciertos cronistas sitúan testimonios murarios de población romana. Cerca de la Venta, se levantaba una ermita dedicada a la Santa Cruz, aunque después, desde el siglo XVII, quedó bajo la advocación de Santa Elena. Ambas construcciones debieron tener su origen en el siglo XIII.

Venta fortificada, disponía de una torre. Fueron diversos los intentos de repoblación de la zona de los Palacios por parte de la Corona, sobre todo en los siglos XV y XVI, pero estos no llegaron a culminar hasta la ejecución del proyecto de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, en las últimas décadas del siglo XVIII, cuando la Venta de Los Palacios ya no existía y, en el entorno de la ermita, se había programado la edificación de la feligresía de Santa Elena.

Por el relato de la Crónica del Condestable don Miguel Lucas (de Iranzo), de 1460, la reseña que hace Francisco Rus Puerta en torno a 1640 y la descripción del camino del Puerto del Muradal que se desprende del deslinde entre Baños de la Encina y Vilches, de 1627, deducimos que la ubicación de la Venta de Los Palacios estaría en el núcleo urbano de la actual población de Santa Elena, Su solar estaría ocupado en parte por el antiguo camino de Andalucía (hoy día carretera provincial J-6120) y la Plaza Antonio Daniel Ruiz Rodríguez. La gran pared vertical o escarpe que hizo el arroyo al sureste de su ubicación, durante la etapa de vigencia de la venta fortificada le serviría de defensa natural.

La Venta de Los Palacios se arruinó a mediados del siglo XVII, cuando el camino del Puerto del Rey sustituyó en importancia al del Muradal y, en la confluencia de los caminos del Muradal y Puerto del Rey, surgió Venta Nueva, cinco kilómetros al sur de la Venta de Los Palacios.