Distribuido en terrazas
que se sustentaban en laboriosos bancales, levantados con la técnica de la
piedra seca o a hueso, sus paredes luchaban por sujetar la vida vegetal a la
pendiente del cerro mientras suministraban un mínimo y mísero sustento a la
precaria economía familiar. En líneas generales, el paisaje, como conjunto, se
arma como un singular ingenio hídrico que, como si se tratara de un endemismo
cultural, parece atado a otro tiempo y a otros usos. Sin embargo, su origen no
es tan ancestral como podríamos desprender de su engañosa sencillez. La segunda
mitad del siglo XIX fue difícil para los vecinos de Baños de la Encina, pues,
tras aplicar las medidas impuestas por la desamortización civil de Madoz
(1855), se vieron obligados a abandonar las tierras del Común que venían
roturando desde tiempo inmemorial. Como respuesta y queriendo evitar una
hambruna generalizada, la vecindad tomó por las bravas diferentes parcelas del
interior de la dehesa del Santo Cristo, la más cercana al núcleo de población,
pero también de otras aledañas, caso de Corrales, Los Llanos, Garbancillares,
Marquihuelo, Atalaya, Doña Eva, Cuesta del Gatillo y La Parrilla.
Las tierras,
sustentadas en una geología pizarrosa, ofrecían una rentabilidad escasa, pero
los colonos, conocedores del terreno, pusieron en práctica una estrategia que,
sin proporcionarles frutos abundantes, les permitió el sustento necesario para
seguir con una vida llena de carencias. La intervención consistió en aterrazar
la caída de los barrancos mediante bancales de piedra seca, sobre todo aquellos
que presentaban un mínimo hilo de agua, como este de Miguelico o los del Tío Feo, el Lobo o la Bizca. El huerto resultante, en barranco y con una fuerte
pendiente, se complementaba con una porción de tierra de secano destinada a
grano, legumbres y aprovechamiento de los rastrojos, predio que era conocido
bajo el apelativo genérico de quiñón. Como era de esperar, los nuevos propietarios
de las fincas madres, que las habían adquirido en libre subasta, reclamaron
ante las autoridades, en este caso la Diputación Provincial. Esta, responsable
con sus obligaciones, pero forzada a evitar una posible revuelta social, fue
parcheando las soluciones que gestaron el paisaje que hoy conocemos mientras
daba legalidad a las roturaciones arbitrarias de la vecindad. Un primer Decreto
Real, de 29 de agosto de 1893, reconoció la titularidad de los colonos siempre
que se pudiera justificar que el terreno estaba destinado a uso agrario y se
demostrara la antigüedad de la ocupación, que en este caso era de un mínimo de 10
años. Por otra parte, se limitaba la extensión máxima de la parcela a 10
hectáreas y el título de propiedad se conseguía tras pagar a la Administración
de Hacienda un 60% de su tasación, es decir un 6% anual en un plazo de diez
años. Un segundo Decreto Real, de 25 de junio de 1897, ante la generalización
de los impagos, vino a suavizar las medidas propuestas reduciendo el pago al
40% y permitiendo parcelas de mayor calado, que ahora podrían superar las 10
hectáreas. En total se legalizaron unas 300 hectáreas.
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