Contraria
a la tradición de los últimos años, aquella primavera fue de lluvia intensa,
fina pero constante. Digamos que fue calaera,
como siempre pedían los mayores: buena para la cosecha, abundante para los
pantanos y no haciendo destrozo alguno en campos, calles y casas. La tierra
derramó agua a borbotones y la sierra se vistió de uno y mil colores, impregnó
de mágicos olores la atmósfera y salpicó de vida barrancos, campiñas y valles,
solanas y umbrías. Y tanta fue la lluvia de aquel año, que durante los primeros
días de verano siguió el cielo llorando mieles, un día sí y otro no.
La
floración se alargó más que nunca, los insectos bullían en un sin vivir
constante.
Debido
a estas bondades y a un calor que llegó tardío y sin apretar, en la margen
oeste del río Rumblar era todo un no parar. En la sierra, cada bicho viviente
bregaba con júbilo y a lo suyo. En el interior de una corraliza abandonada, junto
a los hormazos de un chozo, una cuadrilla de mariquitas disfrutaba balanceándose
en los tiernos brotes de un jaguarzo. Por la izquierda, en un clarillo de
monte, unas arañas muy chiquitas se descolgaban graciosamente de un gamonito
retorcido por el peso de las flores mientras que un escarabajo caminaba laborioso
y con parsimonia entre unas diminutas senderuelas. Por frente, decenas de minúsculas
mariposas revoloteaban alegremente sobre un jaralillo recortado. Por detrás, en
los pizarrones que en su día dieron forma a una paridera, las abejas simulaban jugar
a la pillá entre candilicos y narcisos enanos de un amarillo casi translúcido.
Ajenos a tanto bullir, como si no fuera con ellos, una mariquita se refrescaba en
el rocío de una amapola y un travieso cigarrón dormitaba bajo una hermosa margarita,
que lindamente ofrecía sus hojitas a la extraordinaria luz de la mañana.
Un
poco más arriba, en lo que fue una robusta torruca de piconeros, casi en la
coroneta del cerro, una hilera de hormigas trajinaba con todo un granero. Junto
a ellas, en las pizarras del interior del chozo, unos curicas chiquitos y negros como cagarrutas de gato, por esquivar
cualquier mirada ajena se ocultan en la maleza. Al fondo de la ruina, a la
sombra de una esparraguera de piedra, unos diminutos alacranes se desperezaban
sobre la espalda de su madre; mientras que en la terriza y al amparo de la penumbra
de un espeso lentisco, un buen número de marranicas
jugaban al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de variopintos
colores.
La
escena se desarrollaba bajo la atenta e inquietante mirada de una lagartija, inmóvil
como una roca, que por el momento prefería solearse.
Junto
a un regato lindero, una pareja de diablillos de colores se hacía carantoñas…
avanzaba un precioso día de julio. El rocío de la mañana multiplicaba la claridad
de una forma extraordinaria impregnando todo de luz, el lugar fue tomado por un
bullir constante aparejado de un rumor creciente… se deslizaba una avalancha de
alegría que los envolvía a todos en unas inmensas ganas de vivir.
Aunque
había comenzado el verano, las solanas al otro lado del Pinto todavía formaban una
extensa e irregular manta entre verde y parda, de un brillo intenso y acaramelado,
aquí y allá salpicada de encinas y minúsculas motas blancas, amarillas, azules…
Pese a estar en una fecha del año muy avanzada, los brotes de la jara se encontraban
en todo su esplendor, formando un ondulado monte que sabía a dulce. Entre tanto
láudano pringoso, como incordiando a sus primas mayores, destacaba una pequeña
manchita morada. una multitud de lindas flores en desorden, un abanico abierto formado
por incontables jaras estepas que yacían apaciblemente bajo un sol que calentaba
lo justo.
Avanzado
mayo suelen llegar los primeros calores, con ellos toda mata que se precie suelta
su polen al viento. Pero ese año y debido a la mucha lluvia, los rigores que
adelantan el verano no se hicieron notar hasta los primeros días de julio. Fue
entonces, tardíamente, cuando la atmósfera se atiborró de polen y acunó los juegos
y balanceos que los granitos y pelusas describen en su afán de buscar pareja. De
un día para otro, el viento comenzó a bailar con miles de medusas de delgadísimos
filamentos vegetales, hilitos brillantes que multiplicaban por cien los reflejos
de luz, y las esparció en todas direcciones. Con el tiempo, exhausta y danzando
al compás de una canción amorosa, cada espora fecunda otra planta similar dando
lugar a cientos de semillas que se reparten por los cuatro vientos. Caen al
suelo meciéndose al son de una nana y, debido a la mucha y tardía humedad penetran
de inmediato, se acurrucan al calor de la tierra y comienzan a germinar.
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