Hace
bastante tiempo, cuando a uno le inquietaba conocer de lo suyo y de lo ajeno
más allá del perfil externo de las cosas, me atreví a indagar en los pilares
económicos y sociales que sostuvieron el crecimiento urbano y monumental de
nuestro pueblo, Baños de la Encina, durante los siglos XVI al XVIII. Bonanza,
al menos económica, que vendría a languidecer durante la primera parte del
reinado de Fernando VII.
En
ésas, llegué a la conclusión de que tal transformación se sustentó sobre una
profunda reorganización de la explotación agrícola del entonces término
privativo de la aldea/villa, proceso que tendría a la aparición mariana como revulsivo
ideológico fundamental. En el meollo de aquella mudanza, adquiriría principal
protagonismo un temprano e importante desarrollo del olivar, cultivo que se
coló en nuestro valle a modo de afilada cuña que, utilizando como eje el Camino
Real, pasó desde las campiñas del medio Guadalquivir repartiendo mieles y
ambiciones por estos lares. De manera paralela, fue creándose una nueva
estructura de la propiedad que vino a sentar las bases de muchas de las
carencias sociales, y también económicas, que acarreó el siglo XX para estas
tierras. Pero esos son otros avatares.
La
producción aceitera giró principalmente en torno a pequeños molinos, casi con
seguridad de viga -como así dejaba entrever alguno recientemente desaparecido- establecidos
en dos barrios de nueva construcción: el primero estaba situado en el triángulo
que forman las actuales calles Eras con Trinidad y su travesía, al sur de la
villa vieja y aprovechando el encuentro del Camino Real (calle Eras) con el Camino
Linares (Trinidad); el segundo núcleo, que da nombre a la Cuesta de los
Molinos, arraigó donde el Camino Real se da de bruces con las primeras casas
del pueblo en su porción más oriental.
“En este cabildo pareçieron Hernando de la E
y don Alvaro de Lugo, rejidores, y dixeron que por este cabildo fueron
nombrados por comisarios para señalar un solar para un molyno de Azeyte de Luis
de Molyna de la Çerda, vecino, de que pidió le hizieran merced, y ellos han
visto el dicho solar que esta en la calle del pozo nuevo, linde de la calle que
sube desde el molyno de azeyte de Martín Galindo Tello hasta la calle del
Exido, y lo dicen apeado y amojonado en esta manera: desde el corral de la casa
de Juan Barragán Vaquero, que alinda la calle abaxo, veynte y ocho varas a dar
a la calle del pozo nuevo, y la calle abajo otras veynte y ocho varas en largo,
y desde donde acaban estas veynte y ocho varas hacia arriba a dar a la casa y
corral de Pedro Moreno diez y ocho varas, y desde donde acaban estas diez y
ocho varas tomar sobreçera por lo alto alindando con los arrabales de Pedro
Moreno y la casa de Ayllón y de Juan Barragán Vaquero a dar a prymero mojon
otras veynte y ochos varas” AMBE. Actas Capitulares de 1597, fol. 221r.
Pero
el mayor impulso agronómico y tecnológico del momento vino de la mano de cuatro
grandes almazaras, casas de campo o, según la jerga local, caserías. Todas
ellas estaban localizadas, como sus olivares, en la cercanía del Camino Real,
también llamado del Puerto del Puerto del Rey, en su discurrir bajo la falla de
Baños: Salcedo, Manrique, Conde de Benalúa y Mendozas.
“Asimismo hay, dentro
de la poblazión de esta villa, veinte y dos molinos de azeite con veinte y
quattro piedras, y extramuros quattro cassas de Campo, molinos de azeite, con
sus piedras…” Catastro del Marqués de la Ensenada (1752); pregunta 58.
Poco
les queda hoy a estas caserías de aquellos trajines que les dieron su ser. De una
de ellas, la del Conde, las piedras de la portada exhiben sus glorias a la vera
del castillo. Alguna otra, vaciado su interior y desaparecida la causa primera de
sus afanes, apenas sostiene una miaja de su chasis original. Las que aún señorean
sus mejores trapos, ven como en ellas comienza a medrar el deterioro.
Pero,
no son hoy estos mastodónticos esqueletos los que llaman mi atención, son sus
cosas menores las que convocan mi interés. Pequeños, pero indispensables para
el funcionamiento del sistema, estos vetustos artilugios languidecen orgullosos
entre matojos y ruinas, ingenios dormidos que no callados para quién quiera
escucharlos. Y llegando a este término, el cordel mesteño de Guarromán desempeña
un papel protagonista si se quieren conocer estos desmantelados restos. Es
también camino alto de la Virgen y forma hoy parte de un tramo del GR-48 de Sierra
Morena, el que discurre entre el núcleo de Baños y la portera de la Nava
(Navarredonda).
La vieja carretera de Madrid, que en tiempos de
menor tráfico motorizado fuera afamado paseo local, corta la tierra calma de Los
Ruedos y La Loma para acercarnos al majestuoso Pozo Nuevo. Éste, achaparrado y pétreo
artificio, se desparrama encajado entre las ruinas de la ermita de San Marcos y
el Huerto Lucero, condicionados los unos y los otros por la presencia del dique
porfídico de La Alcubilla y sus aguas. Pozo y huerto son fruto directo de la
despensa hídrica, el tercero, puesto a presidir un encuentro viario, que mejor
sitio que allí donde el líquido manda. Viejo cruce de caminos, lugar de posta
hídrica de los hatos de cabra y oveja que venían de pastorear los rastrojos del
verano, lo era también de las parejas de bueyes y mulos en tiempos de labranza y
sementera. Hoy, el pago del Pozo ofrece buena sombra a la vera de su retorcido
álamo negro.
Aquí, dejando la carretera general por la
siniestra y en una curva cerrada, enfilamos por el añoso Camino de Majavieja. Las
ruinas de San Marcos, de las que apenas apreciamos sus cimientos debido a las
desamortizaciones y al expolio de los muchos años, preñan la génesis de ambos
viarios y eran, hasta la definitiva presencia de la imagen de la Virgen de la
Encina en el pueblo, lugar de despedida en su migración periódica y anual al
santuario para bendecir las tierras del valle y favorecer su fertilidad. Hemos
dejado atrás la que fuera vieja serna, en tiempos amplia despensa de trigos y
legumbres, hogaño apenas un nimio reducto de lo que fue que se aprieta contra
el pueblo buscando, sin éxito, la defensa de sus predios. Y, entre olivas,
avanzamos por un camino que, pétreo, oculta hoy sus señas bajo el lodo del
olvido y el alquitrán que todo desfigura. Aunque en tiempo cañada de ovejas
merinas, fue siempre y sin duda la traza del Camino Viejo de Andalucía, el que
por el Puerto del Rey superaba el macizo mariánico para ascender a los llanos
de Castilla.
En dos traspiés y aún sobre el asfalto, nos sale
por la izquierda y entre olivas una pequeña senda que, subiéndose a lomos de la
falla, viene a incorporarse al cordel de Guarromán para ascender al alto de
Santo Domingo. Allí, con severa paternidad y desde la lontananza, las ruinas de
una ermita, la que diera nombre al otero, darán santo y seña para proseguir el
trayecto. Posiblemente se tratara de un viejo torreón vigía de origen medieval,
que quizá alternaba fines fiscales (montazgo y roda) con intenciones defensivas,
salvaguardando el eje viario de una posible celada, como así nos avisa con su
nombre el arroyo que arranca a su pies, junto a la afamada noria del
"descolorío", que la jerga local en su afán de economizar ha
recortado para dejar en "zalá". No se limita ese interés de controlar
idas y venidas a un momento histórico concreto, el Medioevo, su trayectoria en
el tiempo viene muy de lejos. Y así es, pues desde la prehistoria y hasta época
de romanos torreones y fortines cabalgaron sobre la falla salpicando aquí y
allá la cuerda: Santo Cigarro, Cerro de la Mesta, Castellones de la Cuesta de
los Santos, Cerro del Salcedo,… son sólo algún que otro testigo de la
sempiterna estrategia defensiva que caracterizó a este piedemonte.
Bajo la atenta salvaguarda de las pocas piedras
que aún dan forma al expolio ermitaño y defensivo, prosigue nuestra caminata
escoltada por un enérgico monte bajo y, aquí y allá, como memoria de un tiempo
más apegado a trashumancias, emerge algún muro elevado con ripios de piedra que
aprieta nuestra traza. Se trata de la tapia que en días, cuando por aquí
barruntaba la oveja merina, protegía las tierras de pan llevar de la posible
invasión de estos rumiantes.
Desde el altozano nos saludan las redondeadas
copas de los pinos de reforestación de los cincuenta, cuyo verdor salpica aquí
allá la dehesa del Santo Cristo, a su compás y vera prosigue ahora la caminata
por la cuerda. En un momento estaremos sobre el Pilar de la Virgen pateando, si
miramos con detenimiento, sobre un delgado dique granítico, origen y causa de
las aguas, a una y otra vertiente, del pilar y de las norias que abastecían a
los huertos en barranco que se desparramaban en bancales buscando el curso del
río Grande.
Superada
por su espalda la Casería Manrique, ahora nominada por el arbusto más que
centenario que adornara su arrabal que no es otro que un legendario lentisco,
nos topamos con un pequeño muro de piedra descompuesta y ladrillo rojo que
corta por la sano el cauce del arroyo del Rumblarejo. El Pantanillo, así
llamado, desviaba las aguas por la margen izquierda y las llevaba mediante un
pequeño canal de ladrillo hasta los aljibes del molino, donde era utilizada
para los usos propios de tan azarosa industria.
Ahora
por el arroyo, a ratos más chortal que cauce, y a nuestra diestra, podemos
apreciar como entrecortados muretes de piedra, a modos de reducidas medias
lunas que se elevan del terrazgo, salpican la loma que trastea a las espaldas
de la Cuesta de los Santos, bancales olvidados que amarraron a la madre gea
retorcidas olivas ya desvanecidas en el polvo del tiempo.
Hemos
de cruzar los Peñones de Chirite y dejar a nuestra diestra el Barranco del
Pilar y el Cerro del Salcedo para ir a topar con la portera de la Nava. Giramos
a naciente en la misma malla y, siguiendo el curso descendente del arroyete,
buscamos la casería del Salcedo para darnos de bruces con una pequeña alcubilla
o arcón de agua tallado en buena piedra, fuente muy al uso por estos lares que
suministrara agua potable a esta vieja y señera hacienda aceitera. Sólo a unos
metros y sobre el arroyo, un pozo, al modo de las norias del lugar, deriva
aguas hasta la almazara para el laboreo cotidiano de la misma y la mejor
producción del reducido huerto cercano.
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