sábado, 5 de julio de 2025

De la calle Cestería

A media calle Cestería, un rincón agostado y acunado por unas maneras de hacer que no entienden de prisas ni agobios, un gatucho de pelo brillante se relame con parsimonia y manifiesta cierta desconfianza mientras se encarama a un poyete de piedra. Y es que, a uno y otro lado de la calle, junto a la puerta de las viviendas, apreciamos algunos mojinetes de piedra, a modo de sencillos poyos cilíndricos o tambores de columna elaborados con la dura arenisca color rosa salmón de las canteras locales. ¿Desempeñaban alguna función específica? Pues, aunque pueda parecer extraño, estaban directamente relacionados con la elaboración de pleitas de esparto, otrora tan válidas para la elaboración de diversos útiles de la vieja vida cotidiana. Así es, la fibra de esparto, que no era de producción local y se conseguía en Sierra Mágina, una vez cocida bajo las aguas del río Rumblar o soterradas en estiércol durante tres semanas, era majada o machacada sobre la superficie de estos mojinetes mediante mazos de madera. Posteriormente, una vez domeñados los manojos de esparto, se utilizaban para trenzar pleitas y tomizas con las que fabricar serones, capazos, esparteñas, barjas, maromas… y también cestas, ¡por supuesto! Como si de un testimonio pétreo se tratara, estas piezas siguen salpicando la calzada y justificando el apelativo de la calle, que en origen no era otro que Cestería pese al empeño de adornarla con el épico sobrenombre de la Conquista.

Como opina Patricio, del que llegados hasta aquí no deben sorprendernos sus dislates, sopesando que la poca población de la aldea bajomedieval no daría para la existencia de un gremio consolidado y jurídicamente constituido, hay quienes sugieren que la designación viaria podría derivar de la presencia, más o menos estable y coyuntural, de un número incierto de asalariados. Estos, pernoctando en este enclave y cobijados en chozas o en las cuevas mencionadas en el capítulo de más arriba, elaborarían el conjunto de la ‘industria vegetal’ necesaria, utilizada al por mayor, para la colosal construcción de San Mateo: maromas, serones, esportones y esportillas, aguaderas, alpargatas, etc. Se baraja también una segunda posibilidad, y es que fuera morada de gentes trashumantes y en continua mudanza que, eventualmente y de manera cíclica, se instalarían en el lugar. Este sería el caso de los gitanos canasteros —o cesteros—, pues no en vano este oficio era una de sus principales dedicaciones laborales y el apelativo de canastero, que solían recibir y los caracterizaba, derivaba de su constante movimiento ambulante. Por entonces, en las postrimerías del siglo XV y comienzos del XVI, esta etnia ya llevaba algunas décadas instalada en el Reino de Jaén, al menos desde 1460, como nos confirma la crónica de los Hechos del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo (1462) y nos refiere el blog de la Asociación Nacional Unión del Pueblo Romaní:

       «Al frente de la tropa figuraban Don Tomás y Don Martín junto con la condesa Luisa. El documento de la época dice que los gitanos llegaron dirigidos por ‘dos condes de la Pequeña Egipto y con fasta çient personas de ombres e mugeres, sus naturales y vassallos’. La señora López de Meneses dice que el Condestable los acogió ‘muy onorablemente e los mandó aposentar e facer grandes onrras’ y con su cónyuge, la condesa Doña Teresa Torres, los sentó a su mesa y los proveyó de ‘pan e vino e carne e aves e pescado e frutas e paja e çevada abundantemente’ y les regaló ‘muchas telas e paños de que se vistiesen e copia de enrriques’ (moneda en tiempos del rey Enrique IV)»



martes, 1 de julio de 2025

El huerto en barranco, Baños de la Encina

Distribuido en terrazas que se sustentaban en laboriosos bancales, levantados con la técnica de la piedra seca o a hueso, sus paredes luchaban por sujetar la vida vegetal a la pendiente del cerro mientras suministraban un mínimo y mísero sustento a la precaria economía familiar. En líneas generales, el paisaje, como conjunto, se arma como un singular ingenio hídrico que, como si se tratara de un endemismo cultural, parece atado a otro tiempo y a otros usos. Sin embargo, su origen no es tan ancestral como podríamos desprender de su engañosa sencillez. La segunda mitad del siglo XIX fue difícil para los vecinos de Baños de la Encina, pues, tras aplicar las medidas impuestas por la desamortización civil de Madoz (1855), se vieron obligados a abandonar las tierras del Común que venían roturando desde tiempo inmemorial. Como respuesta y queriendo evitar una hambruna generalizada, la vecindad tomó por las bravas diferentes parcelas del interior de la dehesa del Santo Cristo, la más cercana al núcleo de población, pero también de otras aledañas, caso de Corrales, Los Llanos, Garbancillares, Marquihuelo, Atalaya, Doña Eva, Cuesta del Gatillo y La Parrilla.

Las tierras, sustentadas en una geología pizarrosa, ofrecían una rentabilidad escasa, pero los colonos, conocedores del terreno, pusieron en práctica una estrategia que, sin proporcionarles frutos abundantes, les permitió el sustento necesario para seguir con una vida llena de carencias. La intervención consistió en aterrazar la caída de los barrancos mediante bancales de piedra seca, sobre todo aquellos que presentaban un mínimo hilo de agua, como este de Miguelico o los del Tío Feo, el Lobo o la Bizca. El huerto resultante, en barranco y con una fuerte pendiente, se complementaba con una porción de tierra de secano destinada a grano, legumbres y aprovechamiento de los rastrojos, predio que era conocido bajo el apelativo genérico de quiñón. Como era de esperar, los nuevos propietarios de las fincas madres, que las habían adquirido en libre subasta, reclamaron ante las autoridades, en este caso la Diputación Provincial. Esta, responsable con sus obligaciones, pero forzada a evitar una posible revuelta social, fue parcheando las soluciones que gestaron el paisaje que hoy conocemos mientras daba legalidad a las roturaciones arbitrarias de la vecindad. Un primer Decreto Real, de 29 de agosto de 1893, reconoció la titularidad de los colonos siempre que se pudiera justificar que el terreno estaba destinado a uso agrario y se demostrara la antigüedad de la ocupación, que en este caso era de un mínimo de 10 años. Por otra parte, se limitaba la extensión máxima de la parcela a 10 hectáreas y el título de propiedad se conseguía tras pagar a la Administración de Hacienda un 60% de su tasación, es decir un 6% anual en un plazo de diez años. Un segundo Decreto Real, de 25 de junio de 1897, ante la generalización de los impagos, vino a suavizar las medidas propuestas reduciendo el pago al 40% y permitiendo parcelas de mayor calado, que ahora podrían superar las 10 hectáreas. En total se legalizaron unas 300 hectáreas.

Huerto Miguelico