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lunes, 15 de diciembre de 2025
El santuario de la virgen de la Encina, preámbulo
La suerte de los que ya calzamos cierta edad es
que, poso sobre poso, vamos acumulando un lecho de gratos recuerdos y un filón
de conocimiento, aunque también se almacena alguna cicatriz sin cauterizar.
Pero con el tiempo, la memoria, desbordada por las arrugas, es como ánfora
reseca y agrietada a la que se le escapan los recuerdos por las fisuras. Los
que quedan, a la sombra otoñal, languidecen y se enmarañan de tal manera que no
llegas a reconocer con certeza cuando sucedió cada trasunto. Hay situaciones en
las que, casi sin quererlo, llegas a situar la vuelta por delante de la ida. No
es que la amnesia sea generalizada, pero con el santuario de la virgen me
ocurre un tanto así. Lo más probable es que fuera en romería cuando pisé por
primera vez las inmediaciones de la ermita, y hasta la propia iglesia, de hecho
hay prueba fotográfica de la situación, pero no es ese el recuerdo más profundo
que tengo del lugar. Lo mismo yerro, pero andaban los ochenta en sus
prolegómenos cuando me llegó la noticia de que dos paisanos, Andrés y Juanito, andaban
hurgando por los alrededores de la ermita armados de picola, palustre y
cucharro, concretamente en lo que ahora conocemos como la villa romana. Y uno,
que ya intuía querencias por la Historia y poseía una bicicleta derbi Rabasa
por estrenar, tarde con tarde me acercaba a olisquear cómo llevaban la faena.
De entonces, aún guardo en cualquier rincón olvidado algún trocito de estuco
coloreado.

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