Siendo
chico, las calles de mi pueblo, las que no eran terrizas, estaban
empedradas con ripios de arenisca, de asperón. Con la inocencia que
caracteriza a los infantes, todos los días, antes de echarnos unos mecos
al trompo - yo tenía un "macaco" de lujo- a la punta le pasábamos un
restre por la piedra. Igual perdías, pero ¡al que le dieras jugando con
la punta bien afilá!
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